Nos alejábamos del café Hanavsky pavilón; donde algunas veces nos tomábamos una copa de ajenjo. Esta era nuestra ceremonia entre los poetas. No solíamos tener dinero para otra cosa. Luego Nezval me propuso que fuéramos a ver el antiguo cementerio judío.
Los judíos ponían siempre piedrecitas sobre el sepulcro del rabino Lówe y pronunciaban sus deseos, pidiendo al rabino milagroso que atendiera a su ruego. Pero según decían, era más eficiente escribir el deseo sobre un trozo de papel y echarlo por un agujerito que había entre dos tablas. Nezval arrancó de la agenda dos papelitos y me dio a mí uno. El escribió: «Quiero ser un célebre poeta checo y vivir hasta los noventa años.» Y, envuelto en un aire de misterio, echó la nota en el sepulcro. Como sabéis, el rabino atendió su primer ruego. El segundo no.
Yo escribí un solo deseo, menudo, pero ardiente, y se hizo realidad poco tiempo después. Fue un hermoso día de primavera, en el parque de Stromovka.
Nunca he dormido hasta tarde por la mañana. Solían despertarme mis poemas y escuchaba con gusto el murmullo melódico de sus palabras. Me gustaba el cielo amarillo y rosado de la mañana y esos besos que se dan cuando uno está medio dormido aún. Pero cuando los versos más insistentes me arrastraban por el cabello fuera de las tibias sábanas, me sentaba en la mesa y escribía. Todo lo demás podía esperar.
Me gustaba escribir los poemas incluso sentado a la mesa de la cocina, mientras mi mujer trabajaba ablandando escalopas o rellenando un pollo. Me gusta el olor de algunas especias. También solía escribir en un café lleno de gente y humo.
Pero empezaré por otra parte.
Delante de nuestra casa de Zizkov, en la antigua avenida de Hus, a la hora en que volvían los obreros de las fábricas, solía encontrar a una chica extraña, pero interesante. Durante mis años estudiantiles, las mujeres todavía no llevaban pantalones con tanta naturalidad como hoy.
La muchacha, que probablemente regresaba a casa, llevaba pantalones de lino burdo, una camisa de pana masculina y una gorra de visera en la cabeza. Calzaba unos feos zapatos.
Pero su rostro de chico tenía algo atractivo y dulce. Incluso cuando sonreía, su expresión era más melancólica que llena de despreocupación juvenil. Esto contrastaba mucho con su tosco exterior de trabajo. Varias veces me volví a mirarla. Cuando ella se dio cuenta de esto y vio que no lo hacía sólo por curiosidad, me sonrió. Desde entonces éramos en cierto modo como amigos, aunque nunca me atreví a dirigirme a ella.
Hasta unos años después no me enteré de que entonces trabajaba en un taller donde se fabricaba jabón. Tenía las manos resquebrajadas y quemadas por los corrosivos. Pero un día desapareció y la busqué en vano desde entonces a la hora acostumbrada.
En la vida del hombre suele haber unos cuantos momentos, pero no muchos, que incluso después de años, se quedan frescos en nuestra memoria. Y son más que inolvidables. Después de largo tiempo tenemos todavía la impresión de que hace muy poco que los experimentamos. Un momento así representa para mí el primer encuentro completamente casual con Karel Teige. Veo con precisión su rostro sin afeitar desde hacía tiempo, su sombrero de tela arrugado, «graciosamente descascarado», según decía Milena Jesenská, nuestra posterior amiga, sus gestos firmes y sus bellos ojos negros. El escritor S. K. Neumann me presentó a Teige en un bar de la calle Stépánská. Me lo presentó informalmente:
– Aquí tienes a uno más. Todavía no es nada, pero seguramente será un poeta lírico. Ocúpate de él y ya veremos. Tengo aquí algo suyo y no está mal del todo.
Luego volvimos con Teige, a través de la plaza Václavské, a nuestro viejo café Slávie. Pero no entramos. Era una bonita tarde de primavera y aquella parte de Praga estaba llena de los perfumes de Petfín. Hasta el río olía en aquella última hora de la tarde y nosotros caminábamos por el muelle, a lo largo de la antigua barandilla, por el paseo al que entonces iban muchos escritores y artistas que yo, en aquella época, conocía muy poco. Teige me recitaba poemas que encontraba rápidamente en su amplia y rica memoria. De esta manera, oí de su boca por primera vez el poema de Apollinaire «Sous le pont Mirabeau», que más tarde traduje por sugerencia de Teige y que se ha citado mucho en nuestro país. Luego, cuando empezó a alabar la lengua francesa, me lo ilustró con una silenciosa recitación de los poemas más conocidos de Verlaine. Sí, silenciosamente. Más bien los susurraba, como si sólo lo hiciera para sí mismo. Más tarde me di cuenta de que, después de la recitación de Salda en una de sus actuaciones públicas, creo que en el café Manes, era la recitación más apropiada que jamás había oído, quizás más efectivo que la lectura misma. No soy muy partidario de la recitación. Pero Teige más bien exhalaba los versos y, cuando aspiraba, parecía como si inhalase la belleza y la fragancia. Los decía ardientemente, pero no era un fervor intencionado. Y de la misma manera sonaba su melodía oculta. Durante mucho tiempo estuvimos paseando desde Slávie hasta el puente Novotného lávka y cada vez que nos acercábamos a los molinos donde el agua emitía su fuerte murmullo, tenía que hablar en voz alta para que le oyera.
Hace tiempo que aquellas palabras y rimas han volado a la eternidad; hace tiempo que enmudeció la voz de Teige; pero la presa de los molinos no ha dejado de murmurar.
Teige sabía el francés muy bien. Más tarde, en París, volví a darme cuenta de la belleza de esta lengua; me parecía que hasta un sencillo vendedor del mercado recitaba versos cuando hablaba.
En seguida intimé con Teige. Desde aquel día, nos vimos casi a diario. En su casa o en un café. En él encontré una persona cuya amistad fue realmente positiva; entre otras cosas, me abrió las puertas del mundo del arte.
Bueno, el grupo Devétsil no se dejó esperar. En el instituto de la calle Kfemencova estudiaban entonces varias personas muy dotadas. Entre todos Adolf Hoffmeister, un poco mimado por su familia rica, y no obstante un buen amigo. Y éste no forma parte en aquella época de los miembros más activos. No era nada difícil conocer a esta gente y así nació Devétsil. Vladimír Stulc fue uno de los primeros. Habíamos decidido de antemano con Teige el programa y la misión de la asociación. Pero tengo que admitir que yo no hice más que secundarle, porque Teige ya lo tenía todo pensado y preparado.
Entre los primeros miembros, aparte de Adolf Hoffmeister, tengo que citar a los pintores B. Wachsman y Ladislav Süss. El primero tenía mucho talento desde el principio. Luego, al escritor Karel Vañék y a los arquitectos Jaromír Krejcar y Karel Honzík. Y también a un miembro un poco alejado, autor de un solo libro, pero bastante interesante: la colección de poemas Flores artificiales, de Josef Fric.
Eramos exactamente nueve. Pero, de hecho, no fue ésta la razón del nombre de la asociación. En aquella época acababa de salir el libro El jardín de Krakonos, de los hermanos Capek, y lo estuvimos hojeando en busca de algún nombre apropiado. Hoffmeister sugería «heléchos de oro». Fue rechazado. Y en el mismo libro, Teige descubrió: «fárfara». Este nombre fue aceptado unánimente.
El nombre de una planta medicinal, misteriosa y extraña, que además incluía en la palabra la mágica cifra nueve, nos parecía el más apropiado.
¡Viva Devétsil!
Y Hoffmeister tocó en el piano de la casa de Teige un aire de fanfarria lleno de júbilo. En aquellos días éramos nueve, pero nuevos miembros venían sin parar. Lástima, no sé llevar crónicas; pero espero que todo esto esté escrito en alguna parte. ¡Aunque no sé dónde!
Una noche, un poco tarde, me dirigí como casi cada día, para pasar un ratito, al café Národní. Me encontré allí con Teige y Nezval, éste bastante excitado. En seguida me di cuenta de aquel estado de Nezval. Junto al pintor Jindfich Styrsky, también estaba sentada allí una muchacha interesante y sonriente que no conocíamos. Era la pintora Manka; nos la presentó rápidamente su acompañante. Venían para hacerse miembros de Devétsil.
Nezval estaba entusiasmado.
Era Manka Cermínova. Cuando me estrechó la mano durante unos segundos, yo no podía respirar y estaba sorprendidísimo. Aquella muchacha era mi conocida de la calle de Hus. Sobre su rostro puro también voló una sonrisa llena de asombro. Pero ninguno de los dos dijo nada. Styrsky sólo le llamaba sencillamente Manka. Decían que no le gustaba su apellido. No sé por qué. Ahora, en vez de unos zapatos feos, llevaba un ligero y elegante calzado, aunque en la calle había fango de nieve. Tenía unas medias de última moda. Así que Devétsil contaba con dos miembros más, pintores, gente joven e interesante. Los dos admiraban con todo su corazón a Braque y a Picasso; al parecer la joven pintora trabajaba un poco a la sombra de su amigo mayor. Pero como vimos en seguida, no era exactamente así. Poco tiempo después de incorporarse a nosotros sus cuadros cubistas se hicieron más líricos, seguramente bajo la influencia del poetismo, que entonces inventábamos y propagábamos a toda prisa. Y unos años más tarde, cuando André Bretón abrió las ventanas del surrealismo, Nezval, Teige y ambos pintores aceptaron de buena gana las ricas posibilidades de su universo fantástico e inexorable. Pero entonces ya hacía tiempo que se había expresado el talento personal y femenino de Manka Cermínová.
¡Pobre Styrsky! Pasó sus años jóvenes enfermo. Murió joven, durante la guerra, en medio de su obra artística excepcional. Acortó su vida bebiendo mucho. Éste era el destino de su familia. Su padre había sido alcohólico y murió de una manera terrible. Estando borracho, cayó sobre una estufa encendida y murió literalmente quemado vivo. Styrsky mismo nos lo contó.
Manka se sentaba fielmente junto a su lecho.
Pero me estoy adelantando.
A Styrsky y a Manka los aceptamos con alegría entre nosotros, como a buenos amigos. Admirábamos sinceramente sus cuadros. A la pareja se agregó más tarde otro pintor, éste con menos talento: Jifí Jelínek, de Beroun. Pero era un buen amigo. Ya ni me acuerdo de sus pinturas. No había muchas. Durante la guerra, fue ejecutado por su abnegada actividad ilegal.
Manka Cermínová nos pidió durante mucho tiempo, a Nezval y a mí, que le buscásemos un buen seudónimo. Se nos ocurrieron tal vez una docena de nombres, pero a ella no le gustó ninguno. De hecho, a nosotros tampoco. Hasta un día en que estaba sentado con Manka en el café Nacional. Manka estaba a punto de inaugurar una exposición suya. Y no quería exponer bajo su propio nombre por nada del mundo. Mientras se alejó un momento para ir a buscar una revista, le escribí sobre una servilleta con letras grandes: toyen. Cuando lo leyó a la vuelta, lo aceptó sin pensárselo dos veces y todavía lo lleva hoy; nadie la llama de otra forma y no creo que su verdadero nombre figure en otro sitio, a no ser en su pasaporte, de todas maneras caducado.