Cuando llegó la ocupación, y después de ella la guerra, en los días de la desesperación, la tristeza y el hambre, Krízek era infatigable. Conocía a mucha gente en la región y en la ciudad. A los molineros y a los campesinos. Y muchos de ellos, sobre todo los que tuvieron un miembro de su familia detenido por los nazis, llegaron a conocer su noble y valiente corazón. En aquellos tiempos fue detenido Frantisek Hampl.
Ni yo mismo puedo imaginar cómo Krízek pudo encontrar todo aquello. Tenía una jubilación muy baja, era pobre, pero mucha gente llamaba a la ventana, siempre un poco cubierta de polvo. El mismo era un solitario, pero le daba a todo el mundo, de la misma manera que les damos migajas de pan en el invierno a los pájaros hambrientos.
Lo más curioso era que todo eso sucedía delante mismo de las ventanas de la Gestapo. Una vez se quedó enredado en sus dedos impertinentes, pero tuvo la suerte de poder huir.
A pesar de todo llegó a engordar a dos cerdos que luego regaló en su mayor parte. Tranquilamente, sólo un poco asustado. Los cerdos chillaban bastante. Después, cuando estaba ahumando la carne y el olor era penetrante, no hubo otro remedio que abrir el pozo de la letrina y esparcir su contenido por el desordenado jardincillo.
Un recuerdo enciende la mecha de los demás. Nos reuníamos en Beroun durante toda la guerra. Cuando detuvieron a Hampl, estas reuniones fueron más tristes. Pero la tristeza también refuerza la amistad.
Durante mis viajes a Beroun viví tres aventuras. Para mí, que no había visto la guerra de cerca, estas historias fueron emocionantes e inolvidables.
En principio conocí lo que era un ataque aéreo en profundidad. Por primera vez oí el silbar de las balas literalmente alrededor de los oídos. Esto fue en Dusníky, hoy Rudná. Al acercarse los pilotos el tren se detuvo y todos salimos hacia el bosque. La locomotora estaba totalmente agujereada de balas y por los agujeros salía vapor y agua caliente. El libro infantil que llevaba a Beroun estaba horadado también. Quería guardarlo. Pero lo vio un militar alemán, me lo arrancó y se lo llevó. A Beroun llegamos a pie.
La segunda vez, los guerrilleros del cercano pueblo de Dobfichovice hicieron saltar la locomotora y descarrilar el tren. La locomotora volcada yacía no muy lejos de las vías. Su parte inferior hacía pensar en un escarabajo panza arriba, intentando en vano darse la vuelta.
La tercera vez llegué a Beroun en el momento preciso en que los aviones bombardeaban la estación. El tren se quedó a una cierta distancia y vimos cómo caían las bombas. La estación se incendió en seguida, pero esto ocurría en el mes de mayo y en nuestros corazones había seguridad en vez de esperanza. Sólo faltaban unas cuantas lluvias primaverales para lavar las riberas llenas de polvo y las calles desordenadas, preparándolas para la celebración de mayo.
En el cementerio de Beroun está la tumba de Václav Talich.
Eran inolvidables aquellos momentos, cuando Talich llegaba a su torre del bosque en el que se quedó hasta su muerte. Por el camino a su casa iba a menudo a la de Krízek. Una o dos veces tuve la suerte de encontrar a Talich allí. Talich quería mucho a Krízek. Mientras Krízek buscaba en casa algún mantel limpio para la mesa desvencijada colocada al lado de la colmena en el jardín, Talich, con una sonrisa misteriosa, sacó de la cartera una esbelta botella y la sumergió en una artesa con agua fría. Luego, acompañados del silencioso murmullo de las abejas, bebimos el delicioso mosto de las uvas del Rhin. Y antes de acabarla, Talich hizo enfriar la segunda y la tercera, y sonreía cordialmente. Podía sonreír, por qué no, pero tal vez ya no tenía que haber bebido. No sé. Kíízek se negaba a abrir la segunda y la tercera botellas. Decía que era un vino muy caro y valioso, que Talich se lo había traído para el domingo, para bebérselo él. Y estaba dispuesto a ir a buscar otras botellas a la ciudad. ¡Pero Talich no quería!
– Tú calla -le decía-. Tú mismo sabes mejor que nadie que uno se lleva a la tumba sólo aquello que ha regalado en la vida. No hay otro remedio que beber las tres.
Talich, una persona extremadamente amena, siempre con un interés amistoso por las vidas de los que quería, que después regaba caprichosamente con sus ricos recuerdos. El único sitio donde se ponía estricto era cuando tenía la batuta en la mano. Una vez cuando el primer violinista protestó que tocar un cierto pasaje de la manera como lo quería él era absolutamente imposible, contestó tajantemente:
– ¡De un artista siempre pido lo imposible!
Le gustaba narrar cosas sobre sus amigos. Casi todos habían muerto ya. Pero escuchando sus palabras animadas era como si los difuntos se unieran a la mesa con su sonrisa de antes; sus recuerdos creaban un agradable bienestar. Lástima, la etapa en aquella ciudad de Talich representaba ya el principio de su larga y triste partida desde un mundo lleno de música hasta el universo de silencio. Hubo bastantes iniquidades que las circunstancias le obligaron a experimentar en los últimos años. Luego vino una enfermedad grave, nuevos dolores y nuevos pesares.
Entonces éramos nosotros los que le íbamos a ver a él, en su torre, en lo que hoy se llama el Valle de Talich. Durante una de las visitas contó a Kfízek cómo se había topado en su jardín con un gran oso negro al que tuvo que echar con las manos vacías. Luego, ya sólo pasábamos bajo sus ventanas, donde el enfermo estaba tumbado, esperando la muerte.
Karel Krízek había pedido al sepulturero un sitio cerca de la tumba de Talich. Esto no se cumplió, pero no están lejos el uno del otro.
Aquella vez las tumbas estaban cubiertas con una capa de nieve tan alta que sólo las losas sepulcrales y las cruces sobresalían de ella. Mirando aquella sábana blanca me acordé de la antigua sabiduría popular: que en la vida no hay más que una única certeza. Llega, tiene que llegar un momento en que cesan todos los dolores y penas.
Y habrá un gran silencio y la nieve lo cubrirá todo. Una nieve blanca y sedosa, como la que hubo aquel día.