– ¡Señora Kubová, qué bien os funciona el horno!
– Qué va -dice mi mujer-, ¡es mi marido que pinta muy bien!
No había pasado ni la mitad de los días aquellos que la primavera vierte cada primavera en la belleza de mayo, cuando en mi oficina de la redacción sonó el teléfono lleno de polvo. El sol iluminaba mi escritorio y el polvo temblaba en sus rayos. Me llamaban de la radio. Desde el departamento literario me anunciaban que incluían en el programa media hora de mis poemas de la primavera. Los tenían que recitar Eduard Kohout y Vlasta Fabiánova. Y me pedían que, para esta media hora, escribiera algo sobre mí mismo. Algo así como un autorretrato dibujado con unas pocas líneas. Que leído no durara más de cinco minutos. O incluso un minuto menos. Eduard Kohout era amigo mío y Vlasta Fabiánova una aparición de una belleza seductora. Ambos parecían muy agradables, y dije que sí sin pensarlo dos veces.
Es evidente que no tenía que haberlo hecho; tenía que haber reflexionado antes. Siempre me fue sumamente desagradable hablar de mí mismo. Cada frase, incluso cada palabra que se me ocurría, o era banal o era falsa. O infundada, o aparatosa. ¿Qué les importaba a los oyentes lo que yo pensara de mí mismo? Para esto hay críticos. Y los mismos lectores. Para que se formen su propia opinión de un autor. Intenté explicárselo a los de la radio. Pero ya era tarde: el programa estaba en marcha.
Entonces recordé al pintor Kuba y su lápiz milagroso. Su don de ver y su arte de dibujar. Le bastaron unas cuantas líneas y todo el mundo le podía reconocer. Nunca he pensado de esta forma sobre mí mismo. Caminaba por el despacho, fumaba un cigarrillo tras otro, pero no se me ocurría nada inteligente. De vez en cuando miraba de reojo en el espejo y fruncía el ceño cada vez. Tan pronto como cogía la pluma, parecía que la mano se cansaba con su peso. No se me ocurrió nada. Absolutamente nada.
Al final, sí que intervine en la emisión. Pero en mi charla intenté evitar cualquier cosa que se pudiera parecer a un autorretrato. Creía que lo hacía por modestia. Pero fue más bien por la ausencia en mi cabeza de aquel lápiz milagroso que el pintor Kuba llevaba en el bolsillo de su chaleco.
Al cabo de medio año, una triste madrugada volvía a casa bajo la nieve que caía. Había trasnochado con mis amigos hablando de poesía y de poetas, y me sentía bastante cansado. En la escalera de mi casa resbalé con la nieve helada que llevaba en la suela de los zapatos y me caía con la cara sobre la barandilla. Me herí la mejilla sobre una rosita de hierro dorada. Vino a abrir mi mujer, con el niño en los brazos. Yo estaba en un estado lamentable, en el umbral de mi propia casa y con el sombrero debajo de la barbilla para que gotease en él la sangre de mi cara. No hace falta repetir lo que tuve que oír en aquella ocasión. Evidentemente, mi mujer tenía razón. Pero aquel día, por casualidad, también estaba con nosotros mi madre, que me había estado esperando toda la noche. Se oyó el corazón maternal:
– Mafenka, ¡no le permites ninguna alegría!
No lo escribo por esta voz maternal, que es bonita, pero incomprensible. Cuando me acosté, vino mi madre y se sentó en mi cama. Tuve que contárselo todo e incluso revelar quiénes eran mis amigos. A Halas ya le conocía. Y entonces me dijo mi madre con su acento pragués puro, como cantando:
– El vino y los poemas, eso sí. La gente puede hacer contigo lo que le da la gana. ¡Qué se le va a hacer, tú eres así!
Yo era todo oídos.
¡Ah! ¡Mira por dónde!
17. Una breve oración en una sala del Louvre
Desde la antigua Altamira y las célebres cuevas de Francia, la gente ha estado intentando adornar las vacías paredes de sus viviendas con pinturas bonitas. No se hubieran sentido alegres entre unas paredes desnudas. Desde aquellas rocas salvajes hasta las casas y torres elegantes de los ricos y nobles romanos, y las residencias de los magnates medievales y los castillos del Loira, sus habitaciones colgaban en sus paredes cuadros según el gusto y el estilo que en cada época reinaba en Europa. Hasta nuestras cabañas provincianas estaban llenas de pinturitas sobre cristal y los salones burgueses eran inimaginables sin toda clase de cuadros de mal gusto, pero también de obras maestras.
Luego vino Karel Teige. En principio, rechazó categóricamente los cuadros en general, luego redujo un poco su purismo admitiendo que los cuadros podían estar en las galerías, pero que en casa bastaban reproducciones impresas. Él mismo, en su casa, no tenía ni cortinas en las ventanas; las rechazaba también, y las paredes desnudas de su piso se adornaban únicamente con un tubo de la ventilación cuya necesaria naturalidad enfatizó con un color distinto. ¡El rojo! Tengo que admitir que en un piso arreglado de esta forma ya no se sentía uno tan a gusto como cuando tenía en la pared un precioso carbón de Zrzavy y el autorretrato del pintor Sima.
Pero me parece que tendría que empezar por otra parte.
Era ya el tercer año de la Primera Guerra Mundial y fue una época terrible. El pan dejó de ser pan y la gente había perdido la esperanza. Cuando en casa abrimos una pequeña barra, se desintegró sobre la mesa en unos cuantos puñados de trocitos de maíz. ¿Y para qué la esperanza? Dicen que es de Dios. ¡Pues devuélvansela si quieren!
No sé qué pasó con ella. Seguramente se convirtió en desesperación. A los heridos se les helaban las mal cuidadas heridas en los transportes interminables, y a los mendigos, las palmas de las manos extendidas en vano. Todos éramos mendigos en las largas colas delante de las tiendas despiadadamente cerradas. Nos tocaba nuestro turno a cada uno para hacer la cola del pan, de la harina, de la carne y de los cigarrillos. En marzo aún helaba y delante de las pequeñas tiendecitas de carbón la gente esperaba, acurrucada, el carbón prometido. Era inútil. Después de una larga espera se daban cuenta de que las tiendas permanecerían cerradas durante mucho tiempo. Si se pudieran vaciar esos espacios de arriba abajo, de dentro no habría salido nada mas que una negra oscuridad. Estaban vacíos hasta del último trocito de carbón. Y en aquella oscuridad saltaría y bailaría una alegre urraca. En casa muchas veces no podíamos ni calentarnos la sopa del día anterior, sobre la cual había hielo.
Entonces, mi padre se decidió de pronto. Cogió un hacha y mi madre y yo empezamos a bajar cuadros desde el desván. Eran los restos del negocio de mi padre, que le salió muy mal. Hacía tiempo había tenido en la calle Karlova de Zizkov una tienda de cuadros. Las arañas escapaban rápidamente de las caras de las vírgenes llenas de polvo, cuyos vestidos habían agujereado ya hacía tiempo las menudas ratitas. Cuando sacábamos el polvo de los cuadros, nos sonreían nostálgicamente las bonitas caras de las vírgenes y en los silenciosos bodegones descansaban manzanas y sandías rojas. Los cisnes con alas medio levantadas nadaban por el lago, quién sabe hacia dónde, y el cazador, después de su tiro magistral, estaba sentado sobre un tronco; el ciervo caído estaba tendido al lado y los perros con la lengua fuera olían su herida fresca. Pero, para nosotros, todo esto representaba un pasado no muy feliz.
Cayó el hacha despiadada y se desintegraron los marcos. Después trajimos, con mi madre, un ángel de la guarda con un marco pesado, pero descantillado. Un hermoso ángel esbelto con alas enormes conducía a una niña con un cestito lleno de fresas a través de una estrecha pasarela, sobre un precipicio. ¡Crac, crac!, hizo el precipicio y al ángel se le cayeron sus magníficas alas blancas de la espalda. Con un solo gesto apartó mi padre al príncipe Oldfich mientras miraba con enamoramiento a la atractiva y redondeada Bozena, de pie sobre un arroyo. Se acabó el flirteo. Al cabo de pocos instantes ambos se estaban quemando en la estufa. Cuando mi padre quemó a la joven Virgen en pie sobre la luna, rodeada por toda una nube de pequeños ángeles, no dejó de observar, como un especialista, que era la famosa obra de Murillo. Así que quemamos su amorosa Inmaculada y junto con ella la aún más célebre Madonna de Rafael. Ambas estaban ya bastante deterioradas por el polvo y el agua que se filtraban a través del tejado.
El hacha volaba ligeramente en la mano de mi padre, pero caía impíamente sobre los marcos, que estaban secos y se rompían. No era sólo la desesperada falta de combustible lo que conducía a aquella mano a dar buenos golpes, sino seguramente también la rabia. En aquellos cuadros se quemó también un montón de dinero austríaco.
Jamás ha habido tanta miseria y hambre en nuestro país como en aquellos últimos años de la guerra. Además, mi padre se quedó parado y las pocas coronas que habíamos ahorrada desaparecían a toda prisa.
Durante la semana, pensábamos con ilusión en el trocito de carne del domingo. Un lejano pariente nuestro era carnicero y trabajaba en el matadero de Holesovice. Algunas veces nos traía un poco de carne de cerdo o de ternera. La pasaba por la puerta oculta en los calzones fuertemente atados encima de los tobillos. Nos enteramos de esto. Compraba demasiado barato y vendía bastante caro. Corría un riesgo. Y yo que me preguntaba por qué mi madre lavaba la carne siempre, desesperadamente, en varias aguas.
Cuando se encendía fuego en nuestra pequeña estufa de la cocina, cuando la madera se rompía y las telas pintadas silbaban, nos sentábamos alrededor del ansiado calor. La estufa se encendía rápidamente, pero se enfriaba con la misma rapidez. En aquellos momentos, que invitaban a la palabra íntima, queríamos que el padre nos contara algo sobre él mismo. Por ejemplo, de cuando era pequeño. Pero nunca quiso contar nada. Mi madre, en cambio, lo hacía de buen grado, pero su vida había sido sencilla, sin sorpresas. Mi padre se quedaba mudo. Su vida había sido una cadena de desilusiones, de lo más variadas y desesperadas. Así que lo que sé, lo sé por otras fuentes.
Aprendió a ser cerrajero en una fábrica de muebles metálicos. Pero no era la profesión lo que alimentaba su esperanza para la vida futura. Anhelaba llegar a ser negociante. Sin embargo, como se vio más tarde, no tenía ninguna habilidad para ello. O sólo poca. Durante un breve tiempo había trabajado como empleado en una Caja de Ahorros en la calle Dlouhá. Hoy todavía está en aquella animada calle el edificio antiguo, con columnas jónicas en el portal, donde estaban las oficinas. Después de la bancarrota de la importante Caja de Ahorros de San Václav, a principios de siglo, se derrumbaron también las cajas menores, entre ellas aquella donde trabajaba mi padre. Naturalmente, perdió el pequeño caudal que tenía allí y cayó en una enorme deuda que estuvo pagando durante mucho tiempo y que nos dejó arruinados.