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Luego, a veces, durante toda una semana, trabajaba en sus libros sobre la basílica de San Jorge de Praga, sobre las joyas de la coronación del Reino de Bohemia y sobre los santos Cirilo y Metodio y su largo camino hacia nuestras tierras.

Después de una de mis largas visitas a la calle Valentinská, cuando ya me hallaba en la antesala del profesor, noté que mi cartera estaba bastante más pesada. Se me ocurrió que se trataba de una pequeña broma y no quise estropearle la diversión al señor profesor.

Le salió una broma buena de verdad. Me había puesto en secreto, dentro de la cartera, una botella del maravilloso vino Clos de Vougeot, que habíamos bebido durante la comida y que yo no dejaba de alabar. Y si no tengo otro remedio que revelar lo que comimos para acompañar aquel vino, os lo diré: espalda de corzo; y, de postre, cestitos rellenos de arándanos rojos. Aquel vino de Borgoña era uno de los predilectos del profesor y mi amigo Goldi le hacía los más grandes honores. Sobre todo al de la viña Cote d'or, loada hasta por el poeta Joris-Karl Huysmans. Pero este señor ya no nos interesa tanto hoy en día.

Guardé la botella en casa. Me daba pena abrirla. Al cabo de poco tiempo empeoró la salud del señor profesor y se vio obligado a guardar cama. Se acabaron las deliciosas comidas y cenas en la generosa mesa. Poco después, el infatigable y querido anfitrión desapareció. Ni después de su muerte me sedujo la botella. Cuando la veía, la acariciaba con cariño; me recordaba a una gran persona y esperaba con paciencia una ocasión más apropiada y festiva para degustarla.

Esa ocasión se presentó al cabo de cierto tiempo. Me visitó el historiador del arte Jan Tomes, alumno y joven amigo de Cibulka. Sabía mucho de su maestro y contaba historias de él con verdadera gracia.

A los profesores V. V. Stech y Josef Cibulka les gustaba acompañar a sus alumnos en los viajes de estudios. El primero, por Italia; el otro, por Francia y Europa occidental. Jan Tomes estuvo con Cibulka en aquel antiguo cháteau vinícola de Clos de Vougeot, y le acompañó incluso en el momento en que fue armado caballero. La ceremonia tuvo lugar en una antigua bodega del castillo del siglo doce. Le fue otorgado el título de chevalier du taste-vin. La ceremonia no se llevó a cabo con la espada tradicional, sino con una vieja raíz vinícola y el caballero se llevaba como símbolo una copita para catar vino. En aquella ocasión pronunció un brillante discurso sobre la historia de nuestro país y su relación con Francia.

Otra exquisita historia es la que narra Tomes sobre una excursión a Znojmo.

En la iglesia de San Nicolás de aquella ciudad tienen sobre el altar de la nave lateral derecha una estatuilla de la Virgen. El profesor Cibulka sabía de la existencia de tal estatuilla, pero nunca la había tocado con sus propias manos. Cuando llegaron al altar, el profesor apartó las cortinas, para poder llegar hasta la mesa del altar. No dejó que nadie le acompañase en esa ceremonia. Abrió el tabernáculo de cristal en que se encuentra la estatuilla, Sacó ésta y la llevó hasta donde estaban sus alumnos. Igual que el Niño Jesús de Praga, la Virgen estaba adornada de ricos vestidos. Pero el señor profesor metió la mano por debajo de las faldas de la Virgen y afirmó triunfalmente con una sonrisa:

– ¡Es gótica!

Cuando le quitaron la ropa, se demostró que tenía razón.

Serví el rojo vino de Borgoña de la bodega del profesor y brindamos por su memoria.

Aunque V. V. Stech rechazaba el arte moderno, que no le gustaba -no reconocía ni a la generación de Josef Capek y Jan Zrzavy-, no se puede decir de ningún modo que desconociese el arte antiguo. Su escepticismo empezaba con los impresionistas; proclamaba que habían destruido las reglas del arte. Sin embargo, su amplia monografía sobre Rembrandt es excelente. Se publicó antes de su muerte. Los artistas modernos no le apreciaban: cuando el pintor Otto Gutfreund exhibió el retrato de Stech, Pacovsky, el redactor de Veraicon comentó delante de la pintura:

– ¡Parece vivo! ¡Sólo falta que diga una estupidez!

Pero las conversaciones con él, aun no estando de acuerdo, siempre eran interesantes. Amaba a Praga auténtica y profundamente. Eso fue lo que nos acercó. Podía hablar de la ciudad con cariño durante horas.

En aquellas veladas bebíamos mucho vino. Me parecía que, cuanto más bebíamos, con más entusiasmo traía Goldi nuevas botellas y más satisfecho se sentía. Treinta años después incluso me dijo que no supo invertir el dinero de mejor manera: aún amaba el recuerdo de aquellas personas.

Yo quería mucho a Cibulka; y le respetaba. Pero a Talich le adoraba. Cuando hablaba de música, era encantador. Fascinante. Cuando, como director de la ópera del Teatro Nacional, estudiaba Pelléas y Mélisande, yo le acompañaba a los ensayos. Lástima que aquella bella ópera no llegara al escenario. Talich se fue de repente del Teatro Nacional. En aquel tiempo empezó a tener sus primeros éxitos la Orques ta de cámara checa de Talich, compuesta en su mayoría por gente joven. Y una vez (fue precisamente en casa de Goldi)

Talich me apartó un poco y, lleno de convencimiento, me propuso que escribiera para esta joven orquesta unos poemas que se podrían recitar acompañando la Serenata para instrumentos de viento en re mayor. Esta serenata es muy difícil para los músicos de ahora. En la época de Mozart se tocaba en los banquetes, con pausas, según exigían los diversos platos que servían a la mesa. Hoy se tiene que tocar seguida, cosa muy penosa para los músicos de los instrumentos de viento. Les falta la respiración. De este modo, los poemas podrían llenar las necesarias pausas. Se lo prometí de buen grado. Escribí un ciclo de trece rondós llamado Mozart en Praga. Talich leyó los versos y se alegró mucho. Era exactamente lo que necesitaba. Luego me miró y me comentó:

– Oye, me parece que los asuntos de este muchacho, Mozart, no eran tan idílicos como los pintas tú en estos versos. Aquel hombre tenía que tener unas pasiones que hoy desconocemos y que, junto con la exaltación creadora, aceleraron su muerte.

A Talich le gustaba explicar una anécdota sobre el compositor Suk. Suk está sentado en una tasca y habla de Mozart: «Si ahora se abriera la puerta y entrara Beethoven, le saludaría educadamente y le invitaría a mi mesa y charlaríamos sobre música. Pero si viniera Mozart, me caería debajo de la mesa.»

Talich tampoco llegó a dirigir la Serenata de Mozart. Ni ninguna otra persona. Se puso enfermo y la joven orquesta se desintegró al faltarle su director. Al cabo de poco tiempo Talich se refugió en su torre sobre el río Berounka y le vimos muy poco por Praga. Su asiento en casa de Goldi se quedó vacío y, de vez en cuando, nos llegaban noticias alarmantes. Algunas veces le visitamos con los amigos de Beroun. Pero ya era otra persona. Una vez nos contó con énfasis que en su jardín había encontrado a un oso. Talich se apresuraba hacia su oscuro final. La música había muerto para él. Era una cosa insospechadamente triste.

Recordé entonces las palabras de Talich sobre la muerte de Mozart cuando, en el otoño del 1976, se publicó en la revista Horizontes musicales un amplio artículo sobre el final de dicho músico. No habían sido ni las mujeres ni el alcohol los que habían quemado su frágil cuerpo. Aquel joven genial fue un jugador incorregible. Jugaba al billar y a las cartas. Y ambas cosas las hacía mal. En un artículo lleno de datos convincentes, su autor, Uwe Kraemer, insinuaba esta secreta pasión de Mozart. El músico dejó unas deudas enormes. El autor las estimaba en ochenta mil marcos.

¡No, no eran las mujeres! Vladislav Vancura solía decir: -¡En el mundo hay pasiones más fuertes que las mujeres!

Hace ya tiempo que quitaron y trasladaron los grandes barriles de la bodega de Goldhammer y convirtieron la sala en un almacén. Probablemente siguieron oliendo a vino durante mucho tiempo. Es como si convirtieran una antigua iglesia en un almacén: sus paredes estarían profundamente penetradas del incienso y de las oraciones.

Hace poco me vino a ver Goldi y me trajo el libro de memorias de la calle Kfemencova. Naturalmente, estaba manchado de vino en muchas páginas. Al lado de los versos eróticos de Vítézslav Nezval había poemas polémicos de Jan Drda y, unas páginas más adelante, encontré una exclamación de Vladimír Holán:

¡Que el diablo se lleve los libros de memorias! ¡Pero no se los llevará!

Y así, nombre tras nombre, una tumba y un recuerdo con cada uno, y una copa que resuena suavemente con cada nombre. Bass, Talich, Cibulka, Nezval, Stech, Muzika, Konrád y muchos más. Los amigos que iban desapareciendo con el precipitado paso del tiempo, que se apresuraba inconteniblemente. Menos mal que los nombres quedan y no callan.

Hace poco que volvía del café Manes y no pude resistir la tentación de ir a mirar la vacía calle Kfemencova. Fue de noche. El gran reloj de la cervecería U Flekú brillaba quebradamente entre los copos de nieve que caían y recordaban una luna que había tenido una avería en aquella calle memorable.

15. Tiempo lleno de canciones

Creo o, dicho más sinceramente, tengo la impresión, de que lo que corrientemente llamamos poesía es un gran secreto del que cada poeta revela un poquito o algo más. Luego aparta la pluma o cierra la máquina de escribir, se queda pensativo y, a última hora de la tarde, muere. Como por ejemplo Nezval.

Tenía yo once años cuando mi madre volvió un día del funeral de Jaroslav Vrchlicky. Estaba muy excitada y tenía el vestido medio roto. Consiguió llegar al cementerio a través de la puertecita que se abría al lado de la entrada de la iglesia de Vysehrad. Quería llegar hasta la escalera del cementerio Slavín para ver el féretro y oír al que pronunciaba el discurso. La gente que acudió al entierro después de ella llenó rápidamente los caminos y senderos abiertos entre las tumbas y derribó a mi madre al suelo. Cayó con la cara sobre la tumba vecina a la del poeta Václav Bolemír Nebesky.

¡Qué horror! ¡Ésta iba a ser en el futuro la tumba de Vítézslav Nezval!

Para mí, que esperaba a mi madre en casa, aquel acontecimiento también fue terrible y extraordinario. No podía apartar de mi mente el nombre de Jaroslav Vrchlicky. En la excitación y en su historia hubo algo oscuramente hermoso.

¡Vrchlicky! Era algo muy distinto de las canciones que cantaban las vecinas mientras lavaban la ropa en los patios interiores.

En aquella época alguien me preguntó qué quería ser cuando fuese mayor. Contesté que poeta. Mi madre, que lo oyó, susurró preocupada: ¡Dios mío!

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