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Con el toque de queda la vida de todo el país se dividió en dos, blanco y negro, como si la hubieran cortado por la mitad con un cuchillo, igual que ocurre con esas ciudades pequeñas y remotas tan apegadas a su religión y a sus cementerios donde el ayuntamiento detiene los generadores eléctricos desde la medianoche hasta el amanecer porque el presupuesto es insuficiente, de tal manera que los carniceros clandestinos sacrifican furiosos caballos viejos en una atmósfera de pena capital y entre la silenciosa y terrible oscuridad que reina en ellas. Poco después de medianoche emergía lentamente de entre el humo que flotaba sobre la mesa de trabajo de Celâl, donde había estado redactando su último artículo con una inspiración y una creatividad dignas de él, bajaba a la puerta del edificio Sehrikalp, a la acera, absolutamente vacía, y esperaba el coche de policía que habría de llevarme al edificio que el Servicio de Inteligencia tenía en las laderas de Besiktas y que parecía un castillo rodeado de altos muros. El castillo estaba tan animado, lleno de voces e iluminado como quieta, vacía y oscura la ciudad.

Me mostraban fotografías de jóvenes insomnes de mirada soñadora, ojeras moradas y pelo desgreñado. Los ojos de algunos me recordaban los ojos negros del hijo del aguador que venía a casa y que, mientras su padre llenaba las vasijas de agua, grababa de inmediato en su memoria con el proyector de su mirada los objetos que llenaban la casa; otros me recordaban a un «amigo del hermano mayor de un amigo», desvergonzado y lleno de granos, que se había acercado a Rüya sin que le importara lo más mínimo que la acompañara su primo mientras ella estaba saboreando su bombón helado en el descanso de una película a la que habíamos ido juntos; otros al dependiente de nuestra edad que miraba con ojos somnolientos cómo se dispersaba la multitud de estudiantes que salía del colegio por la puerta medio abierta de una antigua tienda de telas, lugar histórico bien conocido en la zona geográfica entre el colegio y casa; otros, y ésos eran los más terribles, no me recordaban a nadie, no me sonaban de nada. Mientras miraba aquellas caras vacías y tan terroríficas como vacías que se habían visto obligadas a posar ante el fotógrafo contra las paredes sin pintar, sucias y manchadas de quién sabe qué, de las delegaciones de la Dirección General de Policía, en cuanto parecía que estaba a punto de escoger, o no, una expresión que ni se entregaba plenamente ni era del todo indefinida, una sombra imprecisa entre las brumas de mi memoria, o sea, cuando dudaba ante una fotografía, los astutos agentes que tenía plantados encima me animaban a que me decidiera y me daban información tentadora sobre la persona de fantasmagórica expresión de la fotografía: este muchacho había sido arrestado gracias a una denuncia en un café de los nacionalistas en Sivas y tenía ya otros cuatro asesinatos a sus espaldas; este otro, cuyo bozo aún no se había convertido en bigote, había publicado en una revista pro-Enver Hoxa un largo artículo que señalaba a Celâl como objetivo que abatir; el que había perdido los botones de la chaqueta estaba siendo enviado a Estambul desde Malatya, era maestro y les había hablado con insistencia a sus alumnos de nueve años de la obligación de matar a Celâl porque había blasfemado contra uno de los grandes hombres de la religión en un artículo que había escrito quince años antes sobre Mevlâna; aquel tipo maduro y tímido con aspecto de padre de familia era un borracho que en una taberna de Beyoglu había pronunciado un largo discurso sobre la necesidad de limpiar de microbios el país y que había sido denunciado en la comisaría de Beyoglu por un ciudadano que se sentaba en una mesa próxima y que tenía en mente la recompensa ofrecida por el periódico afirmando que había mencionado el nombre de Celâl entre los microbios que limpiar. ¿Conocía Galip Bey a aquel borracho de cara resacosa, a aquellos desesperados, a aquellos violentos, a aquellos desdichados perdidos en sus sueños? ¿Había visto Galip Bey en los últimos tiempos o en los últimos años en compañía de Celâl alguna de esas caras soñadoras y delincuentes cuyas fotos le ponían delante una a una?

A mediados de verano, en la época en que vi que en los nuevos billetes de cinco mil liras había una imagen de Mevlâna, leí en los periódicos la esquela de un coronel jubilado llamado Fatih Mehmet Üçüncü. En aquellos mismos días cálidos de julio, las obligatorias visitas nocturnas comenzaron a hacerse más frecuentes y a multiplicarse las fotografías que ponían ante mí. En aquellas fotos vi caras más tristes, más apenadas, más terribles y más increíbles que las que había visto en la modesta colección de Celâl: reparadores de bicicletas, estudiantes de arqueología, operarios de telares, empleados de gasolineras, mozos de colmados, extras de cine local, dueños de cafés, escritores de panfletos religiosos, vendedores de billetes de autobús, vigilantes de aparcamientos, chulos de cabaret, jóvenes contables, vendedores de enciclopedias… Todos habían sido torturados, golpeados y maltratados, poco o mucho, todos miraban a la cámara con una expresión de «no estoy aquí», una expresión de «en realidad yo soy otro» que enmascaraba el miedo y la tristeza de sus rostros como si quisieran olvidar aquel misterio perdido que yacía en las profundidades de su memoria pero que habían olvidado que seguía allí, aquel misterio que no habían buscado porque lo habían olvidado, como si quisieran olvidar aquella información oculta de forma que desapareciera en un pozo sin fondo para no regresar jamás.

Como no quiero volver a los movimientos, predeterminados con mucha antelación y que yo realicé de manera totalmente inconsciente, ni a la disposición de las piezas en ese viejo juego que me parece (y a mis lectores) resuelto hace mucho, no voy a hablar lo más mínimo de las letras que vi en las caras de las fotografías. Pero una de las interminables noches en el castillo (¿sería más adecuado que lo llamara «fortaleza»?), mientras rechazaba con la misma determinación todas las caras que me mostraban, un agente de Inteligencia, luego me enteraría de que era coronel de Estado Mayor, me preguntó: «Las letras. ¿No ve ninguna de las letras? -y añadió con una veteranía fruto del oficio-: Nosotros también sabemos lo difícil que es ser uno mismo en este país. Pero usted debería ayudarnos un poco».

Una noche escuché ciertas deducciones de un grueso teniente coronel sobre cómo todavía subsistía la creencia en el Mahdi entre los restos de las cofradías en Anatolia; lo contaba no como si fuera el resultado de un trabajo de investigación sino como si expresara oscuros y amargos recuerdos de su propia infancia: Celâl, en sus viajes secretos por Anatolia, había intentado contactar con aquellos «residuos reaccionarios», había conseguido encontrarse con una serie de sonámbulos en un taller de automóviles en un suburbio de Konya o en casa de un colchonero de Sivas y les había dicho que incluiría señales del Día del Juicio en sus artículos pero que tendrían que esperar. Los artículos sobre los cíclopes, sobre las aguas retirándose del Bósforo, sobre los bajás y sultanes que se disfrazaban, hervían de dichas señales.

Cuando uno de los laboriosos agentes que aseguraban que por fin descifrarían aquellas señales afirmó con toda seriedad que podría resolver el enigma gracias al acróstico que formaban las letras iniciales de cada párrafo del artículo de Celâl titulado «El beso», estuve a punto de decir que ya lo sabía. También estuve a punto de decirles que ya lo sabía cuando me señalaron el sentido del hecho de que el libro en el que Jomeini narraba su lucha y su vida se titulara El descubrimiento del secreto y cuando me mostraron fotografías tomadas en las oscuras calles de Bursa en los años de su exilio en la ciudad comprendí perfectamente lo que querían indicarme. Yo, como ellos, sabía quién era la persona y cuál era el misterio enmascarados en los artículos de Celâl sobre Mevlâna. Y de nuevo me apetecía decir que ya lo sabía cuando me comentaban divertidos que Celâl buscaba a alguien que lo matara porque había perdido la memoria, o según ellos decían «se le había aflojado un tornillo», intentando «establecer» un misterio desaparecido, o cuando me encontraba en alguna de las fotografías que me ponían delante con una cara que se parecía mucho a alguna de aquellas personas tristes y apenadas de expresión perdida de las fotos que había encontrado en las profundidades del armario de madera de olmo. También habría querido decir que sabía quiénes eran las amantes a las que invocaba en su artículo sobre las aguas retirándose del Bósforo, la esposa imaginaria a la que llamaba en su artículo sobre un beso imaginario, o los héroes con los que se encontraba en los sueños previos al sueño en sí. Y me apetecía decir que ya lo sabía, aunque no me creyera lo que me contaban, cuando recordaban divertidos que el revendedor loco que había disparado a la joven griega de cara pálida, que trabajaba de taquillera en un cine y que Celâl mencionaba en un artículo, era en realidad un policía de civil asignado a ellos y también cuando, a altas horas de la noche, y tras observarla largo rato, les decía que no reconocía la cara de un sospechoso, cara que había perdido su integridad, sus secretos y su significado a fuerza de golpes, tortura e insomnio, a lo cual habría que añadir la inquietud provocada por el hecho de que nosotros pudiéramos verlo a él a través del espejo mágico que nos separaba pero él no a nosotros, y me explicaban que, en realidad, lo que había escrito Celâl sobre caras y mapas no era sino «un truco barato» y que con aquel método vulgar contentaba, engañándolos, a los lectores, que esperaban de él un secreto, un signo de confianza o de participación.

Quizá ya sabían lo que yo sabía o no pero, como pretendían acabar lo antes posible con el asunto y secar antes de que diera fruto la sospecha que iba creciendo inquieta en un rincón no sólo de mi mente, sino en la de todos los lectores de periódicos y en la de todos los ciudadanos en general, querían matar antes de que lo descubriéramos el misterio cubierto por la negra pez y el sedimento gris de nuestras vidas, el misterio perdido y oscuro de Celâl.

A veces, alguno de aquellos avispados agentes que creían que la historia ya se había alargado demasiado, o algún decidido general al que veía por primera vez, o un flaco fiscal al que había conocido meses antes, comenzaban a contarme una historia perfectamente redonda, como el detective nada convincente que, con la facilidad de un prestidigitador, desvela uno a uno los sentidos desconocidos de los detalles para los lectores de la novela. Mientras se desarrollaban aquellas escenas que recordaban a la última página de las novelas que leía Rüya, los demás agentes tomaban notas en folios con el membrete de la Oficina de Materiales del Estado como si fueran profesores que formaran parte del jurado de un «debate» escolar escuchando pacientes y orgullosos las perlas de un estudiante brillante: el asesino era un peón enviado por potencias extranjeras que querían «desestabilizar» nuestra sociedad; los bektasi-naksi-bendis, que habían visto cómo sus secretos se habían convertido en objeto de burla, ciertos poetas que escribían acrósticos en metros clásicos e incluso otros poetas modernos, hurufíes voluntarios, se habían hecho cargo, sin darse cuenta, de la representación de las potencias extranjeras en esa conjura que nos estaba impulsando hacia cierto tipo de apocalipsis. No, aquel asesinato no tenía la menor motivación política: para comprenderlo bastaba con recordar que el periodista muerto sólo escribía bobadas que lo obsesionaban ajenas a la política, con un estilo pasado de moda hacía bastantes años, tan prolijo y con una forma tan enrevesada que no había quien las leyera. El asesino era un famoso bandido de Beyoglu que se creía objeto de burla por la exagerada leyenda que Celâl había creado sobre él, o bien un pistolero a sueldo que hubiera tomado a su servicio. Una de aquellas noches en que se obligaba bajo tortura a retirar sus confesiones a estudiantes universitarios que se habían denunciado a sí mismos sólo por la fama o en que se forzaba a confesar a inocentes que hubieran traído de cualquier mezquita, un catedrático de literatura del Diván con dentadura postiza, que había pasado su infancia en los mismos jardines de atrás y calles con balcones del viejo Estambul que un general del Servicio de Inteligencia, después de una aburrida exposición que hizo sobre el hurufismo y sobre el antiguo arte de los juegos de palabras, interrumpida a menudo por bromas y chistes, escuchó la historia que le conté de mala gana e incluso reconoció, hinchado como una adivina de barrio, que los hechos bien podrían ajustarse sin la menor dificultad a la trama de Hüsn-ü Ask del jeque Galip. Por aquel entonces un comité de dos personas examinaba en el castillo las cartas de denuncia escritas a los periódicos y a las fuerzas de seguridad con la emoción del premio: no prestaron atención al hallazgo literario del catedrático, que se remitía a cuestiones poéticas de hacía dos siglos.

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