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– Yo conozco a ese porteador -dijo Galip de repente-. ¡Es el mismo que nos hizo la mudanza hace veintitrés años desde el edificio Sehrikalp a la calle de atrás!

Todos miraban con seriedad, pero con cierta sensación de alegría y de estar jugando, a ese porteador que miraba a la cámara mientras metía el carro cargado con el piano en el patio delantero de un antiguo edificio y sonreía con la misma seriedad y la misma sensación de alegría y de estar jugando.

– El piano del príncipe heredero ha vuelto -dijo Galip. Mientras lo decía no sabía a quién pertenecía aquella voz que imitaba ni quién era, pero estaba seguro de que todo iba bien-. Donde ahora está ese edificio vivía en tiempos un príncipe heredero en su pabellón de caza. ¡Os contaré la historia de ese príncipe!

Lo prepararon todo muy rápidamente. Iskender repitió que el famoso columnista se encontraba allí para hacer unas importantes declaraciones, muy importantes, históricas. La mujer lo presentó con entusiasmo a su audiencia insertándole diestramente en un marco amplísimo que comprendía a los últimos sultanes otomanos, el clandestino Partido Comunista de Turquía, la desconocida y misteriosa herencia de Atatürk, los movimientos islamistas y los asesinatos políticos, así como la posibilidad de un golpe militar.

– Erase una vez un príncipe que vivía en la ciudad en la que ahora nos encontramos y que descubrió que la cuestión más importante de la vida era si el ser humano podía ser él mismo o no -comenzó Galip su cuento. Contándolo sentía la ira del príncipe en su interior de tal manera que se veía como si fuera otro. ¿Quién era ese otro? Mientras narraba la infancia del príncipe notó que esa nueva personalidad que lo envolvía era la de un muchacho llamado Galip en tiempos. Mientras narraba cómo el príncipe luchaba con los libros, se vio como si él mismo fuera los autores de aquellos libros con los que el príncipe luchaba. Mientras contaba los días de soledad que el príncipe pasó en su pabellón, se vio como los personajes en la historia del príncipe. Mientras contaba cómo el príncipe le dictaba sus pensamientos a su secretario, le daba la impresión de ser la persona a la que se referían aquellos pensamientos. Mientras contaba la historia del príncipe como si fuera la historia de Celâl se sentía como un personaje de una historia contada por Celâl. Al contar los últimos meses del príncipe pensaba «Celâl también lo contaba así» y sentía una enorme cólera hacia los presentes en la habitación del hotel porque no eran capaces de comprenderlo. Narraba con una furia tal que los ingleses lo escuchaban como si pudieran entender turco. Cuando contó los últimos días del príncipe y terminó la historia volvió a comenzarla de nuevo sin la menor pausa-. Érase una vez un príncipe que vivía en la ciudad en la que ahora nos encontramos y que descubrió que la cuestión más importante de la vida era si el ser humano podía ser él mismo o no -dijo de nuevo con la misma convicción. Cuando regresó al edificio Sehrikalp cuatro horas más tarde, al meditar sobre la diferencia entre la primera vez que había dicho aquella frase y la segunda, llegaría a la conclusión de que Celâl estaba vivo la primera vez que lo dijo y que la segunda yacía muerto justo enfrente de la comisaría de Tesvikiye algo más allá de la tienda de Aladino con el cuerpo cubierto por periódicos. Al contar por segunda vez la historia insistió en los lugares a los que no había prestado la suficiente atención la primera, y al contarla por tercera vez comprendió claramente que podía ser una persona distinta en cada ocasión que contara la historia-. Como el príncipe, yo también cuento para poder ser yo mismo -le apeteció decir. Se produjo un silencio cuando terminó de narrar la historia por tercera vez con una profunda rabia hacia aquellos que no le permitían sentirse él mismo, convencido de que sólo así, narrando historias, podría solventar el misterio que se había infiltrado en la ciudad y en la vida y notando una sensación de muerte y blancura al final del cuento. De repente los periodistas ingleses e Iskender aplaudieron a Galip con la sinceridad de los espectadores que aplauden a un actor magistral después de una espléndida representación.

35. La historia del Príncipe heredero

«¡Qué agradables eran los tranvías antiguos!»

Tiempo de apariencias , AHMET RASIM

Érase una vez un Príncipe que vivía en la ciudad en la que ahora nos encontramos y que descubrió que la cuestión más importante de la vida era si el ser humano podía ser él mismo o no. Aquel descubrimiento era toda su vida y toda su vida era aquel descubrimiento. Esta breve definición de su breve vida la dictó el propio Príncipe cuando, ya hacia el final de sus días, tomó un secretario para que escribiera la historia de su descubrimiento. El Príncipe dictaba y el Secretario escribía.

Por aquel entonces -hace cien años-, nuestra ciudad aún no era un lugar por cuyas calles erraran como gallinas estupefactas millones de desempleados, por cuyas cuestas fluyera la basura y los albañales por debajo de sus puentes, de chimeneas color de la pez de las que brotara humo negro, ni en el que la gente que espera en la parada de autobús se diera despiadados codazos. Por aquel entonces los tranvías a caballo eran tan lentos que uno podía subirse mientras estaban en marcha, los transbordadores del Bósforo marchaban tan despacio que algunos pasajeros se bajaban en un muelle, caminaban hasta el siguiente bajo los tilos, los castaños y los plátanos charlando y riéndose, se tomaban un té en el café de ese muelle y volvían a subirse al mismo barco, que por fin les había alcanzado, y continuaban su camino. Por aquel entonces todavía no se habían talado los nogales y los castaños y no se habían convertido en postes eléctricos en los que pudieran pegar sus anuncios clínicas de circuncisiones y sastrerías. Donde terminaba la ciudad no comenzaban los vertederos y las colinas peladas cubiertas de postes eléctricos y telegráficos, sino bosques, praderas y arboledas donde cazaban tristes y crueles sultanes. En una de aquellas verdes colinas, que luego destruirían las cloacas, las calles adoquinadas y los edificios de pisos que envuelven la ciudad, vivió veintitrés años el Príncipe en un pabellón de caza.

Dictar, para el Príncipe, era una forma de ser él mismo. Creía que sólo podría serlo mientras siguiera dictando al Secretario, sentado a una mesa de caoba. Sólo dictándole al Secretario podía vencer las voces de los demás que le resonaban en los oídos a lo largo del día, las historias de otros que se le metían en la cabeza mientras caminaba arriba y abajo por las habitaciones del pabellón, los pensamientos de otros de cuyo influjo no podía librarse mientras paseaba por el jardín rodeado de altos muros. «¡Para que un hombre pueda ser él mismo tiene que encontrar en su interior sólo su propia voz, su propia historia, su propio pensamiento!», decía el Príncipe y el Secretario lo escribía.

Pero eso no quiere decir que el Príncipe oyera sólo su propia voz mientras dictaba. Todo lo contrario, cuando comenzaba a narrar una historia pensaba en la historia de otro; justo en el momento en que iba a desarrollar una idea propia se le clavaba en la mente otra idea que otra persona había expuesto; cuando se dejaba llevar por su propia ira, el Príncipe sabía que también estaba sintiendo la ira de otro. Pero asimismo sabía que el hombre sólo puede alcanzar su propia voz oponiendo voces a aquellas que siente en su interior, inventando historias contra aquellas historias, «luchando contra los aullidos de los otros», como decía el propio Príncipe. Y pensaba que lo que dictaba era un campo de batalla en el que aquella lucha se resolvería a su favor.

Mientras luchaba en aquel campo de batalla con ideas, historias y palabras, el Príncipe paseaba arriba y abajo por las habitaciones del pabellón, cambiaba la frase que había dicho mientras subía una escalera, mientras bajaba otra que comenzaba donde terminaba la anterior, y luego le hacía repetir al Secretario la frase que le había dictado mientras subía de nuevo la primera escalera o mientras se sentaba o se tumbaba en el sofá que había justo enfrente de su mesa. «Lee, vamos a ver», decía el Príncipe y el Secretario leía con voz monótona la última frase que su señor le había dictado:

– El príncipe Osman Celâlettin Efendi sabía que en estas tierras, en estas tierras malditas, el problema más importante era que el hombre pudiera ser uno mismo y que mientras dicho problema no se resolviera de manera adecuada, todos estábamos condenados a la ruina, a la derrota y a la esclavitud. Decía Osman Celâlettin Efendi que todos los pueblos que no encontraran la forma de ser ellos mismos estaban condenados a la esclavitud, todas las razas a la decadencia, todas las naciones a la inexistencia, a la nada, a la nada.

– ¡Hay que escribir «a la nada» tres veces, no dos! -decía el Príncipe mientras bajaba las escaleras o mientras las subía o mientras daba vueltas alrededor de la mesa del Secretario. Y lo decía con una voz y un gesto tales que en cuanto lo había dicho se convencía de que estaba imitando los gestos que adoptaba, los airados pasos que daba e incluso la pedagógica voz que le salía a Fransuá Efendi el Francés, que le había enseñado francés en su niñez y en su primera juventud, en sus clases de dictée y, de repente, le atacaba una crisis que «detenía toda su actividad intelectual» y «empalidecía todo el color de la imaginación». El Secretario, acostumbrado a aquellas crisis por la experiencia de los años, dejaba la pluma, adoptaba una expresión helada, inexpresiva y vacía que se ponía sobre la cara como una máscara y esperaba que pasasen el ataque y la furia del «no puedo ser yo mismo».

Los recuerdos de los años de niñez y juventud del príncipe Osman Celâlettin Efendi eran contradictorios. El Secretario se acordaba de haber escrito muy a menudo tiempo atrás escenas felices de una niñez y una juventud entretenidas, alegres y agitadas que habían pasado en los palacios, los pabellones y las mansiones en Estambul de la dinastía otomana, pero todo aquello se había quedado en los viejos cuadernos. «De entre sus treinta hijos era a mí a quien mi padre, el sultán Abdülmecit Jan, quería más puesto que mi madre, Nurucihan Efendi, era la esposa a la que más amaba y su favorita», le había explicado años antes en cierta ocasión el Príncipe. «Como de entre sus treinta hijos era a mí a quien mi padre, el sultán Abdülmecit Jan, quería más, mi madre, su segunda esposa Nurucihan Efendi, era la favorita de su harén», le había dicho en otra ocasión también años atrás mientras le dictaba aquellas escenas de felicidad.

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