– ¡Tu profesión! -gritó la voz al otro extremo de la línea-. ¡Nos has engañado a todos, nos has estafado, nos ni humillado! Te creía de tal manera que te daba toda la razón después de leer un presuntuoso artículo tuyo en el que me demostrabas despiadadamente que toda mi vida sólo era una procesión de miserias, una serie de estupideces y engaños, un infierno de pesadillas y una obra maestra de mezquindades, pequeñeces y simplezas basada en la vulgaridad. Y además, en lugar de sentirme rebajado y humillado, estaba orgulloso de conocer, de haber encontrado a alguien que poseía unas ideas tan sublimes y una pluma tan afilada, incluso de haber estado con él en tiempos en el barco del golpe militar, aunque se hundiera en el mismo momento en que fue botado. ¡So sinvergüenza! Te admiraba tanto que cuando señalabas que la responsable de mi mísera vida era mi propia cobardía, y no sólo la mía, sino la de toda la nación, pensaba con amargura cuál era la razón de mi cobardía, debido a qué error me había acostumbrado a ella y entonces te veía como un monumento al valor, a ti, que ahora sé que eres aún más cobarde que yo. Te idolatraba de tal manera que leía cientos de veces, para descubrir el milagro oculto en su interior, esos artículos en los que narrabas vulgares recuerdos de tu juventud exactamente iguales a los de los demás, algo que no sabías porque ya no te interesabas en absoluto por nosotros, o aquéllos en los que describías las oscuras escaleras que olían a cebolla frita del viejo edificio en el que pasaste parte de tu infancia, incluso esos otros en los que contabas tus sueños poblados de fantasmas y brujas o tus absurdas experiencias metafísicas, se los hacía leer a mi mujer y, por las noches, después de hablar con ella sobre un artículo durante horas, pensaba que lo único en lo que se podía creer era en el significado secreto que se indicaba allí y me convencía de que había comprendido ese significado secreto que, en realidad, no tenía ningún sentido.
– Nunca he pretendido dar lugar a ese tipo de admisión por mí -le interrumpió Galip.
– ¡Mentira! Has intentado cazar a los que son como yo a lo largo de toda tu vida como escritor. Les respondías por carta, les pedías fotografías, examinabas su caligrafía, aparentabas entregarles secretos, frases, palabras mágicas…
– Todo era por la revolución. Todo era por el día del apocalipsis, por la llegada del Mahdi, por la hora de la oración…
– ¿Y después? ¿Y después de renunciar a todo eso?
– Bueno, gracias a eso los lectores podían por lo menos creer en algo.
– Creían en ti y te encantaba… Escucha, yo te admiraba tanto que cuando leía un artículo tuyo especialmente brillante, pataleaba en el sillón en el que estaba sentado, me brotaban lágrimas de los ojos, no podía quedarme quieto y caminaba arriba y abajo por la habitación y por las calles, soñaba contigo. Y eso no es nada, pensaba tanto en ti, fantaseaba contigo de tal manera que, a partir de cierto punto, me daba la impresión de que la línea que separaba nuestras dos personalidades desaparecía entre las brumas y los vapores de mi imaginación. No, nunca perdí la cabeza hasta el punto de creer que era yo quien había escrito esos artículos. No olvides que no soy un enfermo mental, sino sólo un lector fiel. Pero me daba la impresión, aunque fuera de una forma extraña y tan confusa que resultaba indemostrable, de que yo contribuía en esas brillantes frases que escribías, en la creación de esos acertados hallazgos e ideas. Era como si tú no hubieras podido alumbrar esas maravillas de no haber sido por mí. No, no me malinterpretes; no hablo de esas ideas que me has plagiado durante años, que me has robado sin sentir ni una sola vez la necesidad de pedirme permiso. Tampoco estoy hablando de todo lo que me inspiró el hurufismo, ni de los descubrimientos de la última parte de mi libro, ese libro que tantos sufrimientos me costó publicar. De hecho, todo eso era tuyo. Lo que quería explicarte es sólo la sensación de que pensábamos juntos la misma cosa; la sensación de que había una cierta contribución o fe en tu éxito. ¿Lo entiendes?
– Lo entiendo -respondió Galip-. Y he escrito algo al respecto.
– Sí, y además fue en ese famoso artículo que se ha vuelto a publicar por una maldita casualidad; pero no lo entiendes. Si lo entendieras habrías estado de acuerdo conmigo de inmediato. Por eso voy a matarte, ¡por eso! Porque parecías entender aunque nunca hubieras entendido, porque conseguías introducirte en nuestras almas con tal insolencia que hasta te aparecías en nuestros sueños a pesar de que nunca estuviste de nuestro lado. Durante años, para poder convencerme de que había contribuido en parte en esos brillantes artículos, intentaba recordar después de devorarlos si en aquellos años felices en que éramos amigos habíamos compartido una idea parecida a la que describías, o si habíamos hablado de ella, o si podríamos haberlo hecho. Pensaba tanto en aquello, fantaseaba de tal manera contigo, que cuando conocía a algún admirador tuyo me daba la impresión de que me decía a mí los increíbles elogios que te dedicaba; era como si yo fuera tan famoso como tú. Y los rumores que surgían sobre tu misteriosa y oculta vida parecían probar que yo tampoco era un hombre vulgar, que, por lo menos, se me había contagiado parte de ese divino encanto que tenías; como si yo fuera una leyenda, igual que tú. Me dejaba llevar por el entusiasmo, me convertía en otro gracias a ti. En los primeros años, cuando en los transbordadores de las Líneas Urbanas oía que un par de nombres hablaban de ti con el periódico en la mano, me entraban ganas de gritar con todas mis fuerzas «¡Yo conozco a Celâl Satik, y muy de cerca!», de saborear su sorpresa y su admiraron, de hablarles de los secretos que compartía contigo. En los años siguientes ese deseo se hizo más violento y en cuanto dos personas hablaban de ti o te leían en cualquier parte, habría querido gritar de inmediato: «¡Señores, ahora mismo están ustedes muy cerca de Celâl Salik! ¡De hecho, yo soy Celâl Salik!». Esa idea me resultaba tan turbadora, tan mareante cada vez que pensaba en decirlo el corazón me latía a toda velocidad, la frente se me llenaba de sudor y creía desmayarme de placer pensando en la admiración que vería en la de aquellos pasmarotes. La razón de que nunca pronunciara aquella frase a grito pelado, sintiéndome victorioso y feliz, no fue porque la encontrara estúpida ni exagerada, sino porque me bastaba con que se me pasara por la cabeza. ¿Lo entiende?»
– Sí.
– Leía con una sensación de victoria tus artículos creyéndome tan inteligente como tú. No sólo te aplaudían a ti, sino también a mí, estaba seguro de eso. Porque nosotros dos estábamos juntos, estábamos en un lugar completamente distinto al de esas masas. Te comprendía muy bien. Como tú, odiaba ya a esas masas que van al cine, a los partidos de fútbol, a las ferias y a los mercados. Creía que nunca llegarían a nada, que cometerían las mismas tonterías y que se creerían los mismos cuentos de siempre, que incluso en los momentos más conmovedores y penosos de mayor miseria y pobreza, cuando parecían más inocentes, no sólo no eran las víctimas, sino los culpables o, al menos, cómplices del delito. Ya estaba harto de esos falsarios que esperaban como si fueran sus salvadores, de las últimas tonterías de su último Presidente del Gobierno, de sus golpes militares, de su democracia, de sus torturas, de sus cines. Por eso te quería. Durante años, después de leer entusiasmado cada uno de tus artículos, me decía: «Por esto es por lo que quiero a Celâl Salik». Y en cada ocasión me arrastraba un entusiasmo completamente nuevo y te quería con las lágrimas corriéndome por las mejillas. ¿Podías suponer siquiera que existía un lector como yo hasta que ayer te probé cantando como un ruiseñor que recordaba uno por uno todos tus viejos artículos?
– Quizá, un poco…
– Escúchame entonces… En cualquier punto remoto de mi lastimosa vida, en cualquier momento vulgar y desagradable de este mundo infame, cuando algún bestia me pilla el dedo al cerrar la puerta del taxi colectivo, o cuando preparaba los documentos necesarios para procurarme un pequeño extra a mi paga de pensionista, me veía obligado a portar las agudezas de algún tipo que no valía cuatro cuartos, o sea, justo en medio de mi miseria, de repente me agarraba, como quien se agarra a un salvavidas, a la siguiente idea: «¿Qué haría Celâl Salik en esta situación? ¿Qué diría? ¿Me estoy comportando como lo haría él?». En los últimos veinte años esta última pregunta se convirtió en una enfermedad para mí. Cuando bailaba con todos los demás para no arruinar el ambiente en la boda de algún familiar o cuando lanzaba alegres carcajadas después de ganar al sesenta y seis en el café de barrio al que iba para matar el tiempo jugando a las cartas, de repente volvía a pensar: «¿Haría esto Celâl Salik?». Eso bastaba para amargarme toda la tarde, toda la vida. Me he pasado la vida preguntándome qué haría ahora Celâl Salik, qué hará ahora Celâl Salik, qué estará pensando Celâl Salik. Pero ojalá sólo se hubiera quedado en eso. Además, había otra pregunta que tenía clavada en la mente: «¿Qué pensará Celâl Salik de mí?». Cuando, una vez cada mil años, la lógica me funcionaba lo bastante como para decidir que era imposible que ni siquiera una vez te acordaras de mí, que pensaras en mí, que se te pasara por la mente siquiera, la pregunta adoptaba la siguiente forma: Si Celâl Salik me viera en este estado, ¿qué pensaría de mí? ¿Qué diría Celâl Salik si me viera fumar por las mañanas después de desayunar con el pijama todavía puesto? ¿Qué habría pensado Celâl Salik si hubiera oído cómo me enfrenté a fulano que molestaba a la minifaldera señora casada que se sentaba a su lado en el transbordador? ¿Qué sentiría Celâl Salik si supiera que recorto todos sus artículos y los guardo en un clasificador marca Onka? ¿Qué diría Celâl Salik si supiera todo lo que pienso sobre él, todo lo que pienso sobre la vida?
– Querido lector y amigo -dijo Galip-, dime, ¿por qué no has intentado entrar en contacto conmigo ni una sola vez en tantos años?
– ¿Te crees que no lo he pensado? Tenía miedo de que me malinterpretes, no tenía miedo de rebajarme ante ti, ni a no poder contenerme y hacerte la pelota, como ocurre en estos casos, ni de recibir tus palabras más vulgares como si fueran grandes milagros, ni de lanzar una carcajada intempestiva en el momento que menos te apetecía, creyendo que era lo que esperabas que hiciera. He superado todas esas escenas que imaginé miles de veces.