Mucho después, cuando se sumergió en un profundo y largo sueño tras colgar silenciosamente el teléfono, desconectarlo, realizar una investigación entre los cuadernos, la ropa vieja, los armarios y los escritos de Celâl como un sonámbulo que buscara sus propios recuerdos, ponerse el pijama y acostarse en la cama de Celâl, mientras escuchaba el alborote nocturno de la plaza de Nisantasi, Galip comprendió de nuevo que lo más hermoso del sueño era, tanto como el hecho de que uno pudiera olvidar la angustiosa distancia que separa la persona que realmente es de la que le gustaría creer que será algún día, que permitía que se mezclaran pacíficamente lo que había oído con lo que nunca había oído, lo que había visto con lo que nunca había visto, lo que sabía con lo que nunca había sabido.
31. El cuento entró en el espejo
«Estando ambos sentados juntos penetró en el espejo el reflejo del reflejo.»
JEQUE GALIP
Por fin soñé que era la persona que llevaba años queriendo ser. Justo en medio de esa vida a la que llamamos «sueño», en el bosque de edificios de la fangosa ciudad, en un lugar entre las calles oscuras y caras más oscuras todavía. Me encontré contigo mientras dormía con el cansancio de la desdicha. Comprendí que podrías amarme aunque no me hubiera convertido en otro; comprendí la necesidad de aceptarme tal y como soy con la resignación que siento al observar mi fotografía de carnet; comprendí la inutilidad de luchar por ser otra persona: fuera en un sueño o en un cuento. A medida que caminamos se abren las calles oscuras y se apartan las casas terribles que penden sobre nuestras cabezas, a medida que caminamos las aceras y las tiendas cobran sentido.
¿Cuántos años hace que tú y yo descubrimos sorprendidos por primera vez ese juego mágico que tan a menudo nos encontraríamos en nuestras vidas? La víspera de un día de fiesta nuestras madres nos llevaron a la sección infantil de una tienda de confección (felices y dichosos tiempos aquellos en que nuestras «secciones» no se habían separado aún en las de señoras y caballeros), cuando de repente coincidimos entre dos espejos de cuerpo entero en un rincón a medio iluminar de aquella tienda más aburrida que la más aburrida clase de religión y vimos cómo nuestras imágenes se mezclaban y se multiplicaban haciéndose cada vez más pequeñas, cada vez más pequeñas.
Dos años después, en el último número de El semanal lnfantil , mientras nos burlábamos de los conocidos que enviaban su fotografía al Club de Amigos de los Animales y veíamos en silencio la sección de «Grandes descubrimientos», notamos de repente que en la portada habían dibujado una niña que leía la revista que nosotros sosteníamos en las manos; observando cuidadosamente la revista que tenía la niña comprendimos que las imágenes se multiplicaban entrando unas dentro de otras: la revista y la niña que la sostenía en la portada de la revista que sostenía la niña en la portada de la revista que sostenía la niña en la portada de la revista que sostenía la niña de la revista que sosteníamos eran, cada vez más pequeñas, la misma niña pelirroja y la misma El semanal infantil .
Algo idéntico ocurría, en los años en que ya habíamos crecido más y comenzamos a apartarnos el uno del otro, con los botes de aquella pasta de aceitunas que por entonces salió a la venta y que yo sólo podía ver en la mesa en vuestros desayunos dominicales porque en mi casa no se tomaba. En la etiqueta de aquellos tarros que se anunciaban en la radio, «¡Oh, estáis tomando caviar! ¡No, tomamos pasta de aceitunas Ender!», aparecía el dibujo de una familia perfecta y feliz desayunando, con su padre y su madre, su hija y su hijo. Cuando te mostré que en aquella mesa del dibujo había el mismo tarro en el cual había un segundo y que los tarros de pasta de aceitunas y las familias felices iban disminuyendo de tamaño hasta que el ojo no podía percibirlos, ambos sabíamos el comienzo del cuento que voy a relatar, pero no el final.
El muchacho y la muchacha eran parientes. Habían crecido en el mismo edificio, subían las mismas escaleras, picoteaban las mismas gominolas en forma de león y las mismas delicias turcas. Estudiaban juntos, tenían al mismo tiempo las mismas enfermedades, se escondían juntos para asustarse mutuamente. Tenían la misma edad. La escuela a la que iban era la misma, los cines a los que iban, los programas de radio y los discos que escuchaban eran los mismos, y las revistas de semanal infantil y los libros que leían así como los armarios y baúles que revolvían y de los que salían feces, pañuelos de seda y botas. Un día, en una de las visitas que hizo a la casa un tío suyo ya mayor cuyas historias les encantaban, le quitaron un libro que habían visto que llevaba y comenzaron a leerlo. Primero los chicos se rieron con las palabras antiguas, los dichos pomposos y las expresiones persas hasta que se aburrieron y lo arrojaron a un rincón, pero luego comenzaron a hojear con curiosidad aquel largo libro por si tenía alguna escena de torturas, un cuerpo desnudo o la fotografía de un submarino hasta que acabaron por comenzar a leerlo de veras. En algún momento del principio había tal escena de amor entre los protagonistas que al muchacho le habría gustado ocupar el lugar del héroe. El amor estaba tan hermosamente descrito que quiso poder estar tan enamorado como el protagonista del libro. Y así, cuando se dio cuenta de que él comenzaba a demostrar los mismos síntomas del amor que soñaba que el libro describiría más tarde (impaciencia al comer, inventar excusas para acudir junto a la amada, no beber un vaso de agua a pesar de estar sediento), el muchacho comprendió que estaba enamorado de la muchacha en ese momento mágico en que ambos miraban las páginas del libro sosteniéndolo cada uno por un extremo.
Bien, ¿y cuál era la historia que contaba aquel libro que leían sosteniéndolo cada uno por un extremo? Era la historia, ocurrida hacía muchísimo tiempo, de una muchacha y un muchacho que habían nacido en la misma tribu. Los muchachos, que vivían junto a un desierto, se llamaban Hüsn (Belleza) y Ask (Amor) y habían nacido la misma noche, habían recibido lecciones del mismo profesor, habían paseado alrededor del mismo estanque y se habían enamorado el uno del otro. Cuando, años después, el muchacho pidió la mano de la Muchacha, los ancianos de la tribu le pusieron como condición para concedérsela que fuera al País de los Corazones y que trajera de allí una fórmula alquímica. ¡Cuántos problemas encontró el muchacho después de ponerse en camino! Cayó en un pozo y fue hecho prisionero por la bruja pintada; los miles de imágenes y caras que vio en otro pozo lo embriagaron; se enamoró de la hija del emperador de la China porque se parecía a su amada; salió trepando de pozos y fue encarcelado en fortalezas, persiguió y fue perseguido, luchó con el invierno, recorrió largos caminos, fue tras pistas y señales, se sumergió en el secreto de las letras y escuchó y contó cuentos. Por fin Sühan (Palabra), que siempre le había seguido disfrazado y le había salvado en todas sus tribulaciones, le dijo: «Tú eres tu amada y tu amada es tú. ¿Todavía no lo has entendido?». Y entonces el muchacho recordó cómo se había enamorado de la muchacha leyendo juntos el mismo libro cuando estudiaban con el mismo profesor.
Aquel libro que habían leído juntos contaba la historia de un sultán llamado Hürrem Sah y un apuesto muchacho llamado Cavid del que se había enamorado y tú ya habrás supuesto mucho antes que el sorprendido pobre sultán que en esta historia los amantes se habían enamorado leyendo otra historia de amor, una tercera historia. En esa historia de amor los amantes también se enamoraban leyendo un libro que narraba una historia de amor y los amantes de ese libro también se prendaban el uno del otro leyendo otra historia de amor.
Años después de que fuéramos a la tienda de confección, de nuestra lectura de El semanario infantil y de que observáramos el tarro de pasta de aceitunas, cuando descubrí que, como los jardines de nuestra memoria, estas historias de amor se abrían unas a otras y formaban una serie infinita que se encadenaba mediante puertas que se abrían unas a otras, tú habías huido de casa y yo me había entregado a las historias y mi propia historia. Todos aquellos relatos de amor, algunos ocurrían en Damasco, en los desiertos de Arabia, otros en Jurasán, en las estepas de Asia, otros en Verona, en las faldas de los Alpes, otros en Bagdad, a las orillas del Tigris, eran tristes, todos eran amargos, todos eran aciagos, todos eran conmovedores. Y lo más patético era que todos se clavaban en la mente con facilidad y que uno podía, con la misma facilidad, ocupar el lugar del más puro, del más sufrido, del más desdichado de los protagonistas.
Si alguien, quizá yo mismo, decidiera algún día escribir nuestra historia, cuyo final aún no acierto a adivinar, no sé si el lector podría identificarse de inmediato con uno de los protagonistas o si nuestra historia se le quedaría en la mente, tal y como me ocurre a mí cuando leo esas historias de amor, pero yo he decidido al menos estar preparado porque sé que en esos libros siempre existen fragmentos que separan las historias y los personajes unos de otros y los convierten en incomparables:
Yo te amaba mientras, en una visita a la que acudimos juntos, en una habitación de ambiente denso que azuleaba por el humo de los cigarrillos, escuchabas atentamente la historia que contaba un narrador sentado a tres pasos de ti y cuando a medianoche empezó a aparecer poco a poco en tu rostro esa expresión de «No estoy aquí»; amaba la expresión de pánico que apareció en tu cara cuando, tras una semana de pura pereza, buscaste de mala gana un cinturón entre tus camisas, tus jerséis verdes y tus viejos camisones, que no te resignabas a tirar, y te diste cuenta del increíble desorden que se percibía por las puertas abiertas de tu armario; yo te amaba cuando de niña te entró el capricho de ser pintora, te sentabas a la mesa con el Abuelo para aprender a dibujar árboles y te reías sin enfadarte de sus burlas fuera de lugar; amaba la sorpresa fingida de tu rostro cuando cerrabas la puerta del taxi colectivo dejando afuera el extremo de tu abrigo morado, o cuando veías que la moneda de cinco liras que llevabas en la mano se te caía al suelo y rodaba de manera tan graciosa describiendo un arco perfecto directamente hacia la reja de la alcantarilla que había junto a la acera; te amaba, te amaba cuando un brillante día de abril salías a nuestro balcón, comprobabas que el pañuelo que habías tendido aquella mañana todavía no se había secado, comprendías que el sol te había engañado e inmediatamente después prestabas atención con tristeza al canturreo de los niños en el solar de atrás; te amaba cuando me daba cuenta aterrorizado de lo diferentes que eran tu memoria y tus recuerdos de los míos cuando le contabas a una tercera persona una película a la que habíamos ido juntos; te amaba; te amaba cuando te veía retirarte a un rincón para leer a hurtadillas las perlas de sabiduría sobre los matrimonios consanguíneos y las bodas entre parientes que un catedrático vertía en artículos publicados en un periódico profusamente ilustrado y no me importaba lo que leías sino sólo que mientras lo hacías adelantabas ligeramente el labio superior como un personaje de Tolstoi; te amaba cuando te mirabas en el espejo del ascensor como si miraras a otra persona y de repente rebuscabas en tu bolso inquieta como si por alguna extraña razón hubieras recordado algo después de aquella mirada; amaba contemplar cómo te ponías a toda velocidad los zapatos de tacón que llevaban horas esperándote juntos, uno como un esbelto velero recostado y el otro como un gato jorobado, y los movimientos ágiles que realizaban por sí mismos tus caderas primero y luego tus piernas y tus pies justo antes de abandonar de nuevo tus zapatos a la misma soledad fangosa y asimétrica cuando, horas después, regresabas a casa; te amaba cuando Dios sabe adonde iban tus tristes pensamientos mientras observabas las colillas que llenaban el cenicero a rebosar y las cerillas apagadas, que inclinaban sin esperanza sus negras cabezas; te amaba cuando, por las calles por las que paseábamos juntos, encontrábamos de repente una luz nueva o un rincón nuevo de tal manera que parecía que el sol hubiera salido por el oeste, era a ti a quien amaba y no a las calles; era a ti a quien amaba y no al monte Uludag que me señalabas encogiendo la cabeza entre los hombros con un escalofrío más allá de las antenas, los alminares y las islas de invierno en que de repente soplaba el viento del sudoeste derritiendo la nieve y limpiando las nubes de contaminación que flotaban sobre Estambul; te amaba cuando mirabas con tristeza al viejo y cansado caballo que tiraba el pesado carro del aguador cargado con tinajas de zinc; te amaba cuando te burlabas de los que decían que no les diéramos limosna a los pordioseros porque en realidad eran muy ricos y al ver tu risa feliz cuando encontrabas un atajo y nos sacabas a la calle antes que nadie mientras la multitud subía lentamente a la superficie por las laberínticas escaleras de salida del cine; amaba cómo leías en la parte baja de la nueva hoja que habías arrancado del Calendario con horas de Instrucción Pública, hoja que nos acercaba a la muerte, la propuesta de menú para ese día -garbanzos con carne, arroz, encurtidos y compota de frutas-, tan seria y melancólica como si fuera una señal de la muerte que se nos iba acercando, y cómo me decías «con los respetos del fabricante, Mesié Trellidis», después de explicarme pacientemente que el tubo de pasta de anchoas marca Kartal se abría quitando primero la arandela y luego girando el tapón a fondo; te amaba preocupado cuando las mañanas de invierno veía que tu cara tenía el mismo color pálido que el cielo blanco de la ciudad, como cuando en nuestra infancia te observaba cruzar de una acera a otra de una carrera alocada y alegre por entre el río de coches que fluía por la calle; te amaba cuando mirabas con atención y sonriendo la corneja que se posaba en el féretro que había sobre el catafalco en el patio de la mezquita; te amaba cuando representabas las discusiones de tus padres imitando la voz del teatro de la radio; te amaba cuando tomaba con cuidado tu cabeza entre mis manos y veía aterrorizado en tus ojos adonde iban nuestras vidas; te amaba cuando veía que el anillo que habías dejado días antes junto al jarrón, sin que yo comprendiera por qué, seguía allí; te amaba cuando después de hacer largamente el amor, de una manera que recordaba el lento elevarse y volar de aves legendarias, comprendía por fin que tú también habías participado en seria pero alegre ceremonia con tus bromas y tu inventiva, amaba cuando me mostrabas la estrella perfecta que había en la manzana que habías cortado a lo ancho y no a lo alto, amaba cuando a mediodía me encontraba en mi mesa de trabajo un pelo tuyo y no entendía cómo podía haber llegado allí, cuando en un trayecto que hacíamos juntos en un atestado autobús del ayuntamiento veía con tristeza cuán poco se parecían nuestras manos, la una junto a la otra entre las demás manos que se agarraban a la barra; te amaba como si reconociera en ti mi propio cuerpo, como si buscara el alma que me había abandonado, como si comprendiera con pena y alegría que me había transformado en otra persona; amaba la expresión misteriosa que aparecía en tu cara cuando mirabas pasar un tren cuyo destino ignorábamos, cuando veía la misma mirada triste un atardecer a la hora en que bandadas de cornejas volaban enloquecidas lanzando graznidos, te amaba con la desesperación, el dolor y los celos que se apoderaban de mí cuando veía tu cara misteriosa y triste en el momento en que la electricidad se cortaba de repente y la oscuridad de nuestra casa y la claridad del exterior iban cambiando lentamente de lugar.