Contemplaremos entonces desde nuestros balcones, desde los que en otros tiempos veíamos el reflejo de la luz de la luna brillando argéntea en las aguas sedosas del Bósforo, el brillo azulado del humo de los cadáveres quemados a toda prisa porque no pueden ser enterrados. Saborearemos ese hedor acre e irritante, mezclado con moho, de los muertos pudriéndose en las mismas mesas en las que antes tomábamos rakt oliendo la frescura embriagadora de los árboles de Judas y las madreselvas en las riberas del Bósforo. Ya no se oirán las corrientes del Bósforo en esos muelles en los que se alineaban las barcas de los pescadores ni los cantos relajantes de los pájaros en primavera sino los gritos de los que se lanzan unos contra otros con un terror mortal después de haber conseguido todo tipo de espadas, dagas, oxidadas cimitarras, pistolas y fusiles arrojados al mar en mil años de miedo a los registros. Los habitantes de Estambul que en tiempos vivían en pueblecitos a la orilla del mar ya no abrirán de par en par las ventanillas de los autobuses para sentir el olor de las algas cuando regresen agotados a casa por las tardes; al contrario, encajarán periódicos y trozos de tela en las rendijas de las ventanas de los autobuses del ayuntamiento que den a esa terrible oscuridad de abajo iluminada por llamas para que no se filtre al interior el olor a cadáveres podridos y a cieno. A partir de ese momento ya no miraremos los farolillos y los fuegos de artificio en los cafés de la ribera en los que nos mezclábamos con vendedores de globos y tortas con miel sino el resplandor rojo sangre de las minas que estallan llevándose consigo a los niños curiosos que las toquetean. Los raqueros, que antes se ganaban la vida recogiendo monedas bizantinas de ínfimo valor y latas de conserva vacías que el mar tormentoso arrojaba a las playas, abandonarán sus casas de madera en los pueblecitos, antes a la orilla de las torrenteras, y se la ganarán con molinillos de café, relojes de cuco con el pajarito envuelto en algas y pianos de cola cubiertos por una coraza de mejillones. Uno de esos días yo me introduciré silenciosamente por entre los alambres de espino para buscar en ese nuevo infierno un Cadillac negro.
El Cadillac negro era el ostentoso automóvil de un bandido (sería demasiado por mi parte llamarle «gángster») cuyas aventuras seguí hace treinta años cuando era un reportero novato y que era el propietario de un garito a cuya entrada había dos cuadros de Estambul que me encantaban. En Estambul sólo tenían un coche parecido Dagdelen, el millonario del ferrocarril, y Maruf, el rey del tabaco de aquellos tiempos. Nuestro bandido, cuyas últimas horas nosotros, los periodistas, narramos durante una semana hasta el punto de convertirlo en leyenda, se lanzó volando con su Cadillac a las aguas oscuras del Bósforo desde el cabo de las Corrientes mientras iba acompañado por su amante una medianoche en que la policía le pisaba los talones, según ciertas declaraciones porque iba borracho de grifa y según otras como un bandolero que a sabiendas lanza su caballo por un precipicio. Ahora soy capaz de adivinar dónde podré encontrar ese Cadillac que los buceadores buscaron sin resultado entre la corriente del fondo del mar y que poco después olvidaron tanto periódicos como lectores.
Estará allí, en las profundidades del valle al que antes llamábamos «El Bósforo», en la parte más honda de un precipicio cenagoso señalado por botas y zapatos sueltos de setecientos años de edad en los que forman sus nidos los cangrejos y huesos de camellos y botellas con cartas de amor escritas a amantes desconocidas, en un lugar por detrás de las laderas cubiertas por bosques de mejillones, algo más allá del pecio de una barcaza en cuyo interior se ha levantado a toda prisa un laboratorio de heroína y el arenal lleno de ostras y percebes regados por cubetadas de sangre de los caballos y asnos sacrificados por los fabricantes de embutidos ilegales.
Mientras busco el coche en aquella silenciosa oscuridad que apesta a putrefacción a la que he descendido y oigo el claxon de los automóviles que pasan por el camino de asfalto al que antes se llamaba «carretera de la costa» y que ahora más bien parece una carretera de montaña, me encontraré con los esqueletos de conspiradores de palacio que siguen doblados en dos en los mismos sacos en que se ahogaron y de popes ortodoxos que se abrazan a sus cruces y cetros con balas de cañón atadas a los tobillos por una cadena. Al ver el humo azulado que surge del periscopio, ahora usado como chimenea de la cocina, del submarino inglés cuya hélice se enredó en la red de un pescador cuando pretendía torpedear al vapor Gülcemal, que transportaba tropas a los Dardanelos, y que se hundió en el fondo del mar después de que su proa chocara con las rocas cubiertas de algas, comprenderé que ha sido barrido de esqueletos ingleses, con la boca abierta por la falta de aire, y que son compatriotas míos, que se están adaptando tranquilamente a su nuevo hogar construido en talleres de Liverpool, quienes toman su té vespertino en porcelana china en el sillón tapizado de terciopelo del capitán. Más allá, en la oscuridad, estará el ancla oxidada de un acorazado del kaiser Guillermo; me guiñará la nacarada pantalla de un televisor. Veré los restos no saqueados de un tesoro genovés, una bombarda con su corto cañón atascado por el barro, imágenes e ídolos cubiertos de mejillones de naciones y pueblos desaparecidos y las bombillas fundidas de una lámpara de techo dorada cabeza abajo. Según vaya bajando, caminando entre el barro y las rocas, veré esqueletos de galeotes que contemplan las estrellas pacientemente sentados, encadenados a sus remos. Collares que cuelgan de los árboles de algas. Quizá no les preste atención a las gafas y a los paraguas, pero sí miraré por un momento, con atención y temor, a los cruzados que, completamente armados, acorazados y equipados, montan esqueletos de magníficos caballos que testarudamente aún se mantienen en pie. En ese momento comprenderé aterrorizado que aquellos esqueletos de cruzados con sus símbolos y armas cubiertos de moluscos vigilan el Cadillac negro que se encuentra justo junto a ellos.
Me acercaré al Cadillac negro, apenas iluminado de vez en cuando por una luz fosforescente de procedencia desconocida, lentamente, temeroso, respetuosamente, como si pidiera permiso a aquellos vigilantes cruzados que hay a su lado. Forzaré la manija de la puerta del Cadillac pero el automóvil, cubierto de arriba abajo de mejillones y erizos de mar, no me permitirá el paso, las ventanillas, atascadas y verdosas, no se moverán lo más mínimo. Entonces sacaré el bolígrafo de mi bolsillo y con él comenzaré a rascar lentamente la costra de algas verde pistacho que cubre uno de los cristales.
A medianoche, cuando encienda una cerilla en aquella terrible y embrujada oscuridad, veré, a la luz metálica del volante, de los indicadores niquelados, de las agujas y los relojes, aún hermosos y brillantes como las armaduras de los cruzados, cómo se besan los esqueletos del bandido y su amante en el asiento delantero y cómo se abrazan, ella con sus brazos delgados llenos de pulseras y él con sus dedos llenos de anillos. No sólo estarán fundidas en un beso inmortal sus mandíbulas, introducidas una dentro de la otra, sino también sus calaveras.
Entonces, mientras regreso hacia las luces de la ciudad sin volver a encender mi cerilla y mientras pienso que ésa es la mejor manera de enfrentarse a la muerte en el momento del desastre, llamaré amargamente a una amante lejana: Querida, preciosa mía, mi triste, ha llegado el momento de la gran catástrofe, ven a mí, ven dondequiera que estés, sea en un despacho lleno de humo, o en la cocina que apesta a cebolla de una casa que huele a colada, o en un revuelto dormitorio azul, ven dondequiera que estés, ha llegado el momento, ven a mí; ha llegado el momento de que esperemos la muerte abrazándonos con todas nuestras fuerzas en el silencio de una habitación en penumbra porque hemos echado las cortinas para olvidar la terrible catástrofe que se acerca.
3. Saluda a Rüya de mi parte
«Mi abuelo llamaba familia a esa comunidad.»
Los cuadernos de Malte Laurids Brigge , R. M. RILKE.
En la mañana del día en que su mujer iba a abandonarlo y mientras subía las escaleras del edificio que llevaban a la oficina en la cuesta de Bâbtâli con el periódico que había leído poco antes bajo el brazo, Galip pensaba en el bolígrafo verde que se le había caído en las profundidades del Bósforo durante uno de aquellos paseos en barca a los que les llevaban sus madres cuando Rüya y él tenían las paperas. La noche de ese mismo día, mientras examinaba la carta que Rüya le había dejado al abandonarlo, recordaría que el bolígrafo verde con el que había sido escrita era igual al que se le había caído al agua. El que se le había caído al agua se lo había prestado Celâl para que lo usara una semanita al ver cuánto le gustaba a Galip. Cuando se enteró de que lo había perdido, le preguntó dónde se le había caído al mar y después de escuchar su respuesta, le contestó: «¡No podemos decir que se haya perdido porque sabemos en qué lugar del Bósforo se ha caído!». A Galip, mientras estaba en la oficina y recordaba los detalles de «aquel día de la catástrofe» que acababa de leer, le sorprendió que el bolígrafo que Celâl se sacaría del bolsillo para rascar las algas verde pistacho del parabrisas del Cadillac negro fuera otro. Porque el descubrimiento de detalles que provenían de años o de siglos atrás -como el hecho de prever que en aquel cenagoso valle del Bósforo las monedas bizantinas con el monte Olimpo grabado se encontraran junto a chapas de la gaseosa Olimpo- era un tema que Celâl usaba complacido en sus artículos en cuanto tenía la oportunidad. Por supuesto, si su memoria no había empeorado en exceso, tal y como le había asegurado en uno de sus últimos encuentros. «Cuando el jardín de la memoria comienza a secarse -le había dicho Celâl una de aquellas noches-, uno tiembla con amor por los últimos árboles y rosales que le quedan. Los riego y los acaricio de la mañana a la noche para que no se sequen: ¡recuerdo, recuerdo que no quiero olvidar!».
Galip había oído de Celâl que un año después de que el Tío Melih se fuera a París y Vasif regresara con el acuario en brazos, Papá y el Abuelo habían ido al bufete de abogados de Bâbtâli donde trabajaba el Tío Melih, habían cargado sus cosas y sus archivos en un carro, se lo habían llevado todo a Nisantasi y lo habían dejado en la buhardilla. Mucho después, cuando el Tío Melih regresó del Magreb con su nueva y hermosa mujer y Rüya, y después de que no le permitieran meterse en la confitería ni en la farmacia para que no hundiera los negocios familiares como había hundido el negocio de higos secos que había iniciado en Esmirna con su suegro, y él decidiera ejercer de nuevo como abogado, se llevó todo aquello a su nuevo despacho para impresionar a los clientes. Según les contó Celâl a Galip y Rüya años más tarde en una de aquellas noches en que recordaba el pasado entre irónico y furioso, uno de los porteadores que fueron, especialista en trabajos delicados como transportar neveras y pianos, era de los que habían colocado todo aquello veintidós años antes en la buhardilla; el tiempo simplemente le había pelado la cabeza.