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Colocó los mapas de Damasco, El Cairo y Estambul uno al lado del otro, tal y como había previsto Celâl en una crónica que había escrito hacía años inspirándose en Edgar Allan Poe. Para poder hacerlo necesitó arrancar las páginas encuadernadas de la Guía de la Ciudad del ayuntamiento con una hoja de afeitar que tomó del baño y que Celâl había pasado por su barba, como probaban los pelos que había en ella. Después de colocar lado a lado los mapas, en un primer momento no supo qué hacer con aquellos fragmentos de dibujos y signos cuyos tamaños, además, no coincidían. Después, como hacía con Rüya en su infancia cuando querían copiar algo de una revista, los apretó uno sobre otro contra el cristal de la puerta de la sala de estar y los contempló a la luz de una lámpara que los enfocaba por detrás. Luego los extendió para laminarlos sobre la misma mesa en que la madre de Celâl había extendido en tiempos sus patrones e intentó verlos como piezas de un rompecabezas que tuviera que completar. Lo unico que pudo ver en los mapas, colocados unos sobre otros, fue la arrugada y totalmente casual cara envejecida de un anciano.

Miró durante tanto rato aquella cara, que le invadió la sensación de que la conocía desde hacía mucho. La sensación de reconocimiento y el silencio de la noche tranquilizaron a Galip. Aquella tranquilidad era un sentimiento que proporcionaba confianza y que parecía haber sido vivido ya, haber sido planeado, y haber sido previsto por otro. Galip pensó sinceramente que Celâl lo estaba guiando. Tenía un buen montón de columnas en las que hablaba del significado de los rostros, pero a Galip sólo se le venían a la mente ciertas frases relativas a la «paz interior» que había sentido Celâl al observar las caras de las artistas extranjeras. Y así fue como decidió sacar de la caja los artículos sobre cine que Celâl había escrito en su juventud.

En sus viejos escritos sobre cine, Celâl hablaba de los rostros de ciertas estrellas norteamericanas con amargura y nostalgia, como si lo hiciera de estatuas marmóreas y transparentes, de la superficie sedosa de la cara oculta de un planeta o de leyendas de países lejanos, tan ligeras que parecían sueños. Mientras leía aquellas líneas Galip percibió que el gusto común que le unía a Celâl era, más que su interés por Rüya o por las historias, la armonía de aquella nostalgia que recordaba a una agradable música que apenas se oye: le gustaba lo que encontraba con Celâl en los mapas, en las caras, en las palabras, y al mismo tiempo lo temía. Quiso sumergirse aún más en los artículos sobre cine para encontrar esa música pero no se atrevió, dudaba: Celâl no hablaba en absoluto de la misma manera sobre las caras de los actores turcos más famosos; las caras de los actores turcos le recordaban a Celâl partes de guerra de medio siglo atrás cuyo significado se hubiera perdido y olvidado junto con el código con el que estaban cifrados.

Ahora sabía perfectamente por qué había desaparecido el optimismo que había envuelto todo su cuerpo mientras desayunaba aquella mañana y se instalaba en la mesa de trabajo y tras ocho horas de lectura, la imagen de Celâl que tenía en mente había cambiado por completo y, por lo tanto, era como si él mismo se hubiera convertido en otro. Mientras había creído en el mundo con el optimismo de aquella mañana, mientras había creído inocentemente que trabajando con paciencia podría descubrir el secreto fundamental que el mundo le ocultaba, no había sentido en absoluto el deseo de ser otro. Pero ahora, cuando los secretos del mundo se alejaban de él y el mobiliario y los textos de aquella habitación, que había creído conocer, se convertían en elementos de un mundo desconocido e incomprensible y en mapas de rostros cuyas identidades era incapaz de determinar, Galip quería liberarse de aquella persona que veía el mundo desde un punto de vista tan angustioso y desesperado y convertirse en otro. Cuando comenzó a leer unas columnas en las que Celâl hablaba de ciertos recuerdos para seguir la última pista que pudiera explicar la relación de su primo con Mevlâna y los mevlevíes, en la ciudad había llegado la hora de la cena y las luces azules de los televisores comenzaban a reflejarse en la calle Tesvikiye a través de las ventanas.

Si Celâl había sentido interés por los mevlevíes no había sido sólo porque sabía que sus lectores se sumergirían en la cuestión por un incomprensible sentimiento de afinidad con el tema, sino también porque su padrastro había sido mevleví. Aquel hombre, con el que la madre de Celâl se había casado después de verse obligada a divorciarse del Tío Melih, que no acertaba a regresar de Europa y el norte de África, porque la costura no bastaba para mantenerlos a ella y a su hijo, acudía con frecuencia a un monasterio mevleví situado en las calles laterales de Yavuz Sultán, cerca de una cisterna de los Clempos de Bizancio; Galip lo comprendió por el personaje de «un abogado gangoso y jorobado» que iba a una ceremonia Secreta que Celâl describía con irritación laica y humor volteriano. Mientras leía que durante el tiempo que había vivido bajo el mismo techo con su padrastro Celâl había trabajado de acomodador de cine, que había repartido y recibido golpes en las peleas que surgían en las oscuras y atestadas salas, que había vendido gaseosas en los descansos, que para incrementar la venta de gaseosas había llegado a un acuerdo con el vendedor de bollos y les añadían sal y pimienta, Galip se puso en el lugar del acomodador, de los belicosos espectadores, del vendedor de bollos y por fin, como buen lector que era, en el de Celâl.

Y así, durante un breve instante, Galip consideró una premonición de su situación actual una frase, pensada mucho tiempo atrás, que le llamó la atención en un artículo en el que Celâl narraba sus recuerdos del tiempo que había pasado en el establecimiento de un encuadernador, que olía a cola y a papel, después de dejar su trabajo en el cine de Sehzadebasi. Era una de esas frases corrientes que utilizan todos los escritores que en sus memorias se inventan un pasado triste del que enorgullecerse: «Leía todo lo que me caía en las manos», había escrito Celâl y Galip, que estaba leyendo todo lo que le caía en las manos sobre Celâl, comprendió que su primo no hablaba en realidad del tiempo que había pasado con el encuadernador, sino de él.

Hasta que salió a la calle a medianoche, cada vez que aquella frase se le vino a la memoria Galip la consideró como una prueba de que Celâl sabía lo que estaba haciendo en ese preciso momento. Igualmente consideró sus esfuerzos de aquella semana no como una investigación en la que había seguido las huellas de Celâl y Rüya, sino como parte de un juego que Celâl (y quizá también Rüya) habían organizado para él. Como aquella idea se adecuaba al deseo de Celâl de manejar a la gente, aunque fuera de lejos y en silencio, a través de las pequeñas trampas y vagas alusiones de sus artículos, Galip pensó que las investigaciones que estaba llevando a cabo en aquel museo viviente eran un indicio de la libre voluntad de Celâl y no de la suya.

Quiso salir de la casa de inmediato y no sólo porque ya no soportaba aquella asfixiante sensación y el dolor de ojos provocado por la lectura, sino también porque no encontró en la cocina nada que comer. Acababa de sacar del armario que había junto a la puerta el abrigo azul marino de Celâl cuando temió que si el portero Ismail y su mujer Kamer todavía no se habían dormido y con sus ojos adormecidos lo veían salir por la puerta principal, podrían pensar que tanto las piernas como el abrigo pertenecían a Celâl. Bajó la escalera sin encender las luces y vio que no se filtraba la menor luz por la baja ventana del piso del portero, que daba a la puerta de la calle. Sintió un escalofrío en el momento en el que ponía el pie en la acera: pensó que de la oscuridad de algún rincón saldría el hombre del teléfono, en el que llevaba tiempo tratando de no pensar, y que se le acercaría. Imaginó también que aquel hombre, que presentía que no le resultaría en absoluto desconocido, llevaría en la mano, no el informe que demostraba que se preparaba un nuevo golpe militar, sino algo que podría ser mucho más terrible y mortal, pero no había nadie en la calle. Mientras caminaba, fantaseó con la idea de que la voz del teléfono lo seguía. No, no se estaba poniendo en el lugar de nadie que no fuera él mismo. «Lo veo todo tal cual es», pensó al pasar ante la comisaría. Los policías que montaban guardia en la puerta, armados con metralletas, lo observaron entre adormilados y suspicaces. Galip caminó mirando hacia delante para no leer las letras de los carteles que veía en las paredes, las de los chipiantes anuncios de neón y las de las pintadas políticas. Todos los restaurantes y puestos de bocadillos de Nisantasi estaban cerrados.

Mucho más tarde, después de andar largo rato por las aceras sobre las que chorreaba el agua de la nieve que todavía se fundía en los canalones produciendo tristes sonidos y bajo las ramas de los castaños, los cipreses y los plátanos mientras escuchaba el eco de sus propios pasos y el alboroto procedente de los cafés de barrio, y después de llenarse el estómago hasta no poder más con pollo, sopa y dulce de pan en un restaurante de Karakóy, compró fruta en una verdulería y pan y queso en un puesto de bocadillos y regresó al edificio Sehrikalp.

23. La historia de los que no pueden contar historias

«"Sí (dijo el lector complacido), esto es inteligente, es digno de un genio; lo comprendo y lo admiro. ¡Yo he pensado lo mismo cientos de veces!" Dicho de otra forma, ese hombre me ha recordado mi propia inteligencia y por eso le admiro.»

Ensayos sobre su propio tiempo , S. T. COLERIDGE

No, mi obra más importante para descifrar el misterio en el que está sumergida nuestra vida entera sin que ni siquiera nos demos cuenta no es el estudio de hace dieciséis años y cuatro meses en el que exponía los increíbles parecidos entre los mapas de Damasco, El Cairo y Estambul. (Los que lo deseen pueden enterarse por ese artículo de que el Darb-el Mus-takim, nuestro Gran Bazar y el Khan el-Khalili se sitúan en el interior de sus respectivas ciudades como una mim del alfabeto árabe y a qué rostro recuerdan dichas letras.)

No, tampoco es mi historia «más significativa» aquélla en la que en tiempos relaté, lanzándome a escribir con una pasión parecida, la historia, ocurrida hace doscientos veinte años, del pobre jeque Mahmut, que vendió a un espía francés los secretos de su cofradía a cambio de la inmortalidad y que luego se arrepintió. (Los que quieran saber cómo el jeque intentaba engañar a heroicos guerreros que agonizaban bañados en sangre en los campos de batalla para encontrar algún voluntario que ocupara su lugar y cargara así con el peso de la inmortalidad, pueden leerlo en ese artículo.)

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