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Galip se sentaba en ese sillón cuando tenía seis años, era antes de que llegara la familia de Rüya, cuando subía a escondidas al piso de soltero de Celâl -a sus padres no les gustaba demasiado que lo hiciera- desde casa de la Abuela los domingos por la tarde mientras todos escuchaban el partido de la radio (Vasif movía la cabeza como si también lo oyera) y observaba admirado la velocidad a la que Celâl, con un cigarrillo los labios, usaba la máquina de escribir redactando la continuación del folletín sobre luchadores que el remolón especialista había dejado a medias. Cuando subía las frías tardes de invierno con permiso de sus padres, en la época en que Celâl aún vivía con la familia del Tío Melih antes de marcharse de aquel piso, más que para escuchar las historias de África del Tío Melih, para contemplar a la Tía Suzan y a la hermosa Rüya, que acababa de descubrir que era tan increíble como su madre, Galip se sentaba en el mismo sillón frente a Celâl, que se burlaba de las historias del Tío Melih con movimientos de los ojos y las cejas. Y en los meses posteriores, en los días en que Celâl desapareció de repente y las discusiones entre el Tío Melih y Papá hacían llorar a la Abuela, cuando ellos se quedaban solos allí, entre aquellos muebles silenciosos, porque alguien había dicho «Mandad a los niños arriba» mientras se disputaba en casa de la Abuela sobre propiedades, acciones y pisos, Rüya se sentaba en aquel sillón con las piernas colgando por el brazo y Galip la observaba con veneración. Hacía de aquello veinticinco años.

Galip estuvo largo rato sentado en el sillón en silencio. Después inició una cuidadosa investigación por el resto de las habitaciones de aquel piso fantasma, recreado por Celâl para sus recuerdos de infancia y juventud, con el objeto de informarse sobre dónde podrían ocultarse ahora Rüya y Celâl. Dos horas más tarde, después de haber recorrido las habitaciones y los pasillos de la casa fantasma más como un curioso que pasea con cariño, admiración y respeto por el primer museo que se inaugura sobre un tema que le apasiona que como un detective a la fuerza que busca el rastro de su desaparecida esposa, y después de haber hurgado en los armarios con gran curiosidad, había obtenido los siguientes resultados:

A juzgar por el hecho de que sobre la mesilla que había volcado mientras corría para coger el teléfono había dos tazas, Celâl invitaba a otra gente a su casa. Pero, como las delicadas tazas se habían roto, le fue imposible extraer ningun conclusión probando la fina capa de posos de café que se le. había quedado en el fondo (Rüya siempre tomaba el café muy azucarado). Según la fecha del más antiguo de los Milliyet que se apilaban detrás de la puerta, Celâl había ido a aquel piso el mismo día de la desaparición de Rüya. Su artículo de aquel día, titulado «Cuando las aguas del Bósforo se retiren», cuyos errores de imprenta habían sido corregidos con un bolígrafo verde por la siempre airada caligrafía de Celâl, había sido depositado junto a su vieja máquina Remington. En los armarios del dormitorio y de la entrada no había la menor huella de que Celâl hubiera salido de viaje, de que se hubiera marchado de casa para largo tiempo ni de lo contrario. La casa, desde el pijama militar de rayas azules hasta un par de zapatos con el barro todavía fresco, desde el abrigo azul marino que tanto usaba en esa estación del año hasta el chaleco de invierno hasta la innumerable ropa interior (en uno de sus antiguos artículos, Celâl había escrito que la mayoría de los hombres maduros que llegan a ser ricos después de una infancia y una juventud pasadas entre estrecheces sufren la enfermedad de comprarse tantos calzoncillos y camisetas como nunca podrán usar) y los calcetines sucios de la cesta de la ropa para lavar, estaba como la de cualquiera que pudiera volver en cualquier momento a reiniciar su vida cotidiana.

Quizá resultaba difícil averiguar por detalles como las sábanas o las toallas hasta qué punto se había imitado el decorado de la vieja casa, pero estaba claro que el orden de las habitaciones interiores seguía fiel al principio de la «casa fantasma» establecido en el salón. Así, de la habitación de niña de Rüya quedaban las mismas paredes de un azul infantil y el armazón de la cama que imitaba aquella que la madre de Celâl llenaba con sus materiales de costura y con las telas europeas y los patrones que las señoras de Nisantasi y Sisli le dejaban con un modelo o una fotografía. Si los olores, y eso resultaba difícil de entender, se agrupaban en ciertos rincones con su carga de viejas evocaciones con la intención de repetir el pasado, se debía a que siempre había cerca de ellos algún componente visual que los completaba. Galip comprendió que los olores sólo podían existir gracias a los objetos que los rodeaban cuando se acercó al precioso diván que en tiempos había servido de cama a Rüya y olió la mezcla del antiguo jabón Puro y la colonia marca Yorgi Tomatis, que era la que usaba el Tío Melih y que ya no se vendía en ninguna parte. En realidad, en la habitación no estaba la cómoda donde Rüya colocaba los libros ilustrados, las muñecas, las pinzas para el pelo, los caramelos, los lápices, y los cuadernos para colorear que le habían enviado desde Esmirna o que le compraban en Beyoglu o en la tienda de Aladino, ni los jabones que siempre irradiaban el mismo olor alrededor de la cama de Rüya, ni los frascos de aquella colonia que imitaba a la marca Pe-Re-Ja, ni los chicles de menta.

Resultaba difícil deducir por aquel decorado fantasma cuándo Celâl entraba o salía de aquella casa ni cuánto tiempo se quedaba. Pero uno habría podido pensar por el número de colillas de Yeni Harman y Gelincik en los viejos ceniceros dispuestos aparentemente al azar, por la limpieza de los platos en los armarios de la cocina, por la frescura de la pasta de dientes del tubo abierto de Ipana, despiadadamente estrujado por arriba con la rabia del artículo que había escrito años antes contra aquella marca, que formaban parte de los efectos continuamente supervisados de aquel museo dispuesto con una meticulosidad enfermiza. Si se iba aún más lejos, podía pensarse que tanto el polvo de las tulipas de las lámparas, como las sombras que se reflejaban en las descoloridas paredes a través del polvo, como las formas de aquellas sombras, que veinticinco años antes habían recordado en su imaginación a dos niños de Estambul las selvas de África, los desiertos de Asia Central y los espectros y las pálidas siluetas de las comadres y los lobos de los cuentos de brujas y demonios que escuchaban a sus tías y a su abuela, eran también parte de la incomparable reconstrucción que suponía aquel museo (eso lo pensó Galip sintiendo dificultades para tragar saliva). Por esa razón era imposible deducir cuánto tiempo podía haber sido habitada aquella casa a partir de los charquitos de agua que se secaban junto a las puertas mal cerradas de los balcones, de las pelusas color plomo que se retorcían sedosas al pie de las paredes, de los crujidos que emitía el parquet, bastante abombado por el calor de los viejos radiadores, con el peso del primer pie que lo pisaba. El ostentoso reloj colgado frente a la cocina, que como la Tía Hâle no se cansaba de repetir orgullosa era igual que el que había en casa de Cevdet Bey, una de las viejas fortunas, y cuyas alegres campanadas sonaban exactamente igual a la hora en punto, parecía haber sido detenido a propósito como si señalara la hora de alguna muerte, de la misma forma que ocurre en diversos puntos del país en los museos de Atatürk con una devoción enfermiza, pero a Galip no se le ocurrió pensar qué diez menos veinticinco podían ser aquellas nueve y treinta y cinco que señalaba ni si podía ser la indicación y la hora de una muerte.

Bastante después de que el peso fantasmal del pasado le aplastara hasta el punto de aturdirlo con la sensación de tristeza y venganza de los pobres muebles, que, como no cabían en casa, habían sido vendidos a un trapero y habían sido llevados al olvido a quién sabe qué remotas tierras bamboleándose en un carro de caballos, Galip volvió al pasillo para revolver los papeles que había en el único mueble «nuevo» que había visto en la casa, un armario de madera de olmo con las puertas de cristal que ocupaba toda la larga pared que iba desde el retrete hasta la cocina. Tras una investigación que no duró demasiado, encontró lo siguiente en aquellos estantes ordenados con la misma meticulosidad enfermiza:

Recortes de noticias y reportajes de cuando Celâl era ¡oven reportero; recortes de todos los artículos escritos en pro o en contra de Celâl; todas las columnas y anécdotas publicadas con seudónimo por Celâl; todas las columnas escritas por Celâl con su propio nombre; recortes de todas las secciones, de «Increíble pero cierto», «Interpretamos sus sueños», «Efemérides», «Casos increíbles», «Interpretamos su firma», «Su rostro y su personalidad» y similares, de las que se había hecho cargo Celâl; recortes de todas las entrevistas hechas a Celâl; borradores de columnas que no se habían publicado por diversas causas; apuntes personales; decenas de miles de recortes y fotografías que había ido guardando a lo largo de años; cuadernos en los que había anotado sus sueños, sus fantasías, detalles que no debía olvidar; miles de cartas de lectores guardadas en cajas de frutos secos, de marrón glacés y de zapatos; recortes de los folletines que Celâl había escrito con seudónimo a medias o por completo; copias de cientos de cartas escritas por Celâl; cientos de extrañas revistas, opúsculos, libros, folletos y anuarios escolares y militares; cajas llenas de fotografías de gente recortadas de periódicos y revistas; fotografías pornográficas; fotografías de animales e insectos extraños; dos enormes cajas repletas de artículos y publicaciones sobre los hurufíes y la interpretación de las letras; viejos billetes de autobús y entradas de cine y fútbol sobre los que había dibujado marcas, letras y símbolos; fotografías pegadas y sin pegar en álbumes; premios que le habían otorgado las asociaciones de periodistas; monedas y billetes de Turquía y de la Rusia zarista fuera de circulación; agendas de teléfonos y direcciones.

En cuanto encontró las tres agendas de direcciones, Galip regresó al sillón de la sala de estar y leyó sus páginas una Por una. Tras una investigación que duró cuarenta y cinco minutos, concluyó que las personas de las agendas habían tejido cierta importancia en la vida de Celâl entre 1950 y finales de los sesenta y que no podría encontrar a Rüya y Celal en aquellas direcciones, la mayor parte de las cuales pertenecería a casas muy posiblemente ya derribadas, ni gracias a los números de teléfono, que habrían cambiado. Después de una rápida investigación que realizó entre el batiburrillo de los estantes del armario, halló la carta sobre el asesinato del baúl que Mahir Ikinci le dijo que había enviado y, con la intención de encontrar las columnas que le había dedicado a aquel tema, comenzó a leer las cartas que Celâl había recibido y los artículos que había escrito en los setenta.

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