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Cruzó de acera y, después de recorrer el mismo camino hacia atrás, cruzó de nuevo y anduvo hasta la mezquita bajo los escasos tilos y los balcones con paneles publicitarios. Luego caminó en la dirección contraria por la misma acera. En cada ocasión daba la vuelta algo más arriba o algo más abajo de la calle ampliando su «terreno de investigación», en cada ocasión observaba con cuidado en su antigua y triste personalidad ciertos detalles de los que no se había dado cuenta previamente y los grababa en un rincón de su memoria: en el escaparate de la tienda de Aladino había una navaja de muelle entre los viejos periódicos apilados, las pistolas de juguete y las medias de nailon; la señal de dirección obligatoria que debía indicar la calle Tesvikiye señalaba al edificio Sehrikalp; el pan seco dejado sobre el bajo muro de la mezquita había enmohecido a pesar del frío; algunas de las palabras de las pintadas políticas escritas junto a la puerta del instituto femenino tenían doble sentido; Atatürk, desde la fotografía en la pared de una de las aulas cuyas luces se habían quedado encendidas seguía mirando al mismo lugar a través del polvoriento cristal de la ventana, al edificio Sehrikalp; una mano misteriosa había prendido imperdibles a los capullos de rosa que había en el escaparate de una floristería. Los vistosos maniquíes del escaparate también miraban hacia el edificio. Galip miró largo rato aquel piso, como los maniquíes. Cuando, como los maniquíes, se sintió una imitación de las fantasías soñadas en otros países y de los protagonistas, que jamás se dejaban engañar, de las novelas policíacas que nunca había leído pero que tanto le había escuchado a Rüya, a Galip le pareció lógica la idea de que Celâl y Rüya podían encontrarse allí, en aquel piso alto al que señalaban con sus miradas los maniquíes. Se apartó de la fachada del edificio como si huyera y caminó en dirección a la mezquita.

Pero se vio obligado a emplear todas sus fuerzas para conseguirlo. Parecía que sus pies no quisieran alejarse del edificio Sehrikalp, que quisieran entrar lo antes posible en el inmueble, subir corriendo por las conocidas escaleras hasta el último piso, alcanzar aquel lugar, aquel punto oscuro y terrible y mostrarle algo. Galip no quiso pensar en aquella imagen. Mientras se alejaba de la casa utilizando todas sus fuerzas sintió que las aceras, las tiendas, las letras de los anuncios y las señales de tráfico regresaban a los antiguos sentidos que llevaban años indicando. En cuanto comprendió que estaban allí se hundió por entero en una sensación de desastre y temor. Cuando llegó a la esquina de la tienda de Aladino no fue capaz de saber si su miedo aumentaba porque se había acercado a la comisaría o porque la señal de dirección obligatoria de la esquina ya no señalaba al edificio Sehrikalp. Sentía un cansancio y una confusión mental tales que necesitaba sentarse en cualquier sitio, aunque sólo fuera un momento, para poder pensar.

Se sentó en el viejo puesto de bocadillos que había en la esquina de la parada de taxis colectivos Tesvikiye-Eminónu y pidió té y un hojaldre. ¿Qué podía ser más natural que el hecho de que Celâl, tan apegado a su propio pasado y a la memoria que estaba perdiendo, hubiera alquilado de nuevo o comprado el piso en el que había pasado los años de su infancia y juventud? Así podría regresar victorioso al lugar del que le habían expulsado, mientras que los que le habían echado se pudrían en un edificio polvoriento de una calle lateral por culpa de la pobreza. A Galip le pareció muy propio de Celâl que hubiera ocultado aquello a toda la familia, a excepción de Rüya, y que hubiera disimulado sus huellas a pesar de vivir en la calle principal.

En los siguientes minutos Galip dedicó su atención a una familia que acababa de entrar en el puesto de bocadillos: una madre, un padre, un niño y una niña que apañaban la cena comiendo algo en un puesto después de salir del cine un domingo por la tarde. Los padres eran de la edad de Galip. El padre se sumergía de vez en cuando en el periódico que había sacado del bolsillo del abrigo; la madre calmaba con un movimiento de las cejas las peleas que surgían entre los niños, y luego su mano, que iba y venía sin cesar entre el bolsito y la mesa, repartía diversos objetos entre los otros tres con la rapidez y la habilidad de un prestidigitador que extrae todo tipo de cosas extrañas de su sombrero: un pañuelo para la goteante nariz de su hijo, una pastilla roja para la palma abierta del padre, un prendedor para el pelo de su hija, un mechero para el cigarrillo del padre, que estaba leyendo el artículo de Celâl, de nuevo el mismo pañuelo para la nariz de su hijo, etcétera.

Cuando Galip se hubo comido su hojaldre y terminado su té, recordó que el padre había sido compañero suyo en la escuela secundaria y en el instituto. Obedeciendo a un impulso se lo comentó mientras se dirigía a la puerta y pudo ver en el cuello y en la mejilla derecha del hombre una terrible cicatriz. Recordó también que la madre había sido una charlatana y brillante estudiante de la misma clase que Rüya y él en el instituto Terakki de Sisli. Por supuesto, mientras los mayores hablaban y los niños ajustaban cuentas, a lo largo de todo el proceso de evocar recuerdos y preguntar sobre cómo le iba al otro, se recordó con cariño a Rüya, que habría completado la simetría con aquel otro matrimonio, tan parecido al suyo. Galip les explicó que no tenían hijos, que Rüya le estaba esperando en ese momento en casa leyendo novelas policíacas, que por la nocne iban a ir juntos al cine Konak, que él volvía de comprar las entradas y que hoy se había encontrado por el camino a otra compañera de clase, a Belkis: Belkis, esa morena no muy alta.

El insípido matrimonio declaró con una seguridad insípida que no dejaba el menor lugar a la duda: «¡En nuestra clase no había ninguna Belkis!». De vez en cuando abrían la tapa encuadernada de los viejos anuarios de la escuela y evocaban juntos a todos sus compañeros uno a uno, con sus historias y sus recuerdos particulares: por esa razón estaban tan seguros.

En cuanto Galip salió al frío de la calle caminó a toda velocidad hacia la plaza de Nisantasi. Fue corriendo al cine Konak porque había decidido que Celâl y Rüya irían a la sesión de las siete y cuarto de aquella tarde de domingo. Pero no estaban ni por las aceras ni en la entrada del cine. Mientras los esperaba vio una fotografía de la mujer que había visto la tarde anterior en el cine y de nuevo se elevó en su interior el deseo de estar en su lugar.

Pasó mucho tiempo dando vueltas y revueltas mirando las tiendas y leyendo los rostros de la gente con la que se cruzaba cuando se encontró de nuevo ante el edificio Sehrikalp. En todos los edificios de la calle, exceptuando el Sehrikalp, brillaba esa luz azulada de los televisores que se refleja en todas las ventanas a las ocho de la tarde. Mientras observaba atentamente cada uno de los oscuros pisos del inmueble vio un trozo de tela azul marino anudado a la reja del balcón del piso superior. Treinta años antes, cuando toda la familia vivía allí, un trapo del mismo color azul marino colgado del mismo balcón era una señal para el aguador. El hombre, que repartía agua en cántaros de zinc que cargaba en un carro tirado por caballos, comprendía gracias a ese trapo azul en qué piso se había agotado el agua potable y subía la que correspondiera.

Galip también decidió que el trapo era una señal y en su mente surgieron diversas ideas sobre cómo debía interpretarla: podía ser una señal que le indicaba que Celâl y Rüya estaban allí. O un indicio más de que Celâl había regresado nostálgicamente a ciertos detalles de su pasado. Poco antes de las ocho y media volvió a su casa desde aquel lugar de la acera en el que estaba plantado.

Las lámparas y las luces de aquel viejo salón en el que en tiempos, y quizá no fueran unos tiempos tan lejanos, se habían sentado fumando Rüya y él con libros y periódicos en las manos, resultaban tan insoportablemente llenas de recuerdos y tan insoportablemente dolorosas como las fotografías de un paraíso perdido que hubieran caído en manos de un periódico. No había el menor indicio ni huella de que Rüya hubiera vuelto ni pasado por casa. Los mismos olores y las mismas sombras que saludan tristemente al cansado marido que regresa al hogar. Galip abandonó los muebles silenciosos bajo la triste luz de las lámparas y fue al oscuro dormitorio por el oscuro pasillo. Se quitó el abrigo y se tumbó vestido sobre la cama, que encontró a tientas. Las luces de las lámparas del salón y las de las farolas, que se filtraban a través del pasillo, se convertían en el techo de la habitación en sombras demoníacas de delgado rostro.

Galip sabía perfectamente qué hacer cuando mucho más tarde se levantó de la cama. Leyó en el periódico la programación televisiva y se informó de las películas que se proyectaban en los cines de los alrededores y de su inmutable horario; lanzó una última ojeada al artículo de Celâl; abrió el frigorífico y se llenó el estómago con pan seco y con algunas aceitunas y algo de queso fresco que sacó de él y que ya mostraban los primeros indicios de putrefacción. Metió algunos recortes de periódico que escogió al azar en un enorme sobre que encontró en el armario de Rüya, escribió sobre él el nombre de Celâl y se lo llevó consigo. Salió de casa a las diez y cuarto y comenzó a esperar frente al edificio Sehrikalp, aunque esta vez algo más allá.

No mucho tiempo después, se encendieron las luces de la escalera e Ismail, el portero de la casa desde hacía cuarenta años, sacó los cubos de basura llevando un cigarrillo en la comisura de los labios y comenzó a vaciarlos en el enorme contenedor que había junto al alto castaño. Galip cruzó la calle.

– Hola, señor Ismail. He venido a dejar este sobre a Celâl.

– ¡Ah, Galip! -le dijo el hombre con la alegría y la desconfianza del director de instituto que reconoce años después a un antiguo alumno-. Pero Celâl no está aquí.

– Lo sé, sé que está aquí pero yo tampoco se lo he dicho a nadie -replicó Galip entrando en el edificio con paso decidido-. Y ten cuidado, no se lo digas a nadie más. Me dijo que le dejara este sobre abajo, al señor Ismail.

Galip descendió por las escaleras, que llevaban cuarenta años oliendo a gas ciudad y a aceite refrito, y entró en la portería. Kamer, la mujer de Ismail, estaba sentada en el mismo sillón y veía la televisión, que estaba sobre la mesita donde en tiempos había estado la radio.

– Kamer, mira quién ha venido -dijo Galip. -¡Ah! -la mujer se puso en pie y se besaron-. Te has olvidado de nosotros.

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