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Por aquel entonces el Abuelo comenzó a hablar de aquel sueño con el que posteriormente soñaría más a menudo. Como las historias que se repetían el uno al otro durante todo el día, el sueño que de vez en cuando contaba el Abuelo con los ojos brillantes era azul: el pelo y la barba del Abuelo crecían sin cesar porque en el sueño caía una continua lluvia azul marino. La Abuela, después de escuchar pacientemente la historia del sueño, le decía: «El barbero vendrá dentro de poco», pero el Abuelo no se alegraba precisamente cuando le mencionaban al barbero: «Habla mucho y pregunta mucho más». Después de que hablara del sueño y el barbero, Galip oía que el Abuelo decía un par de veces con un aliento cada vez más débil: «Ojalá hubiéramos construido otro en un lugar distinto. Este edificio nos ha traído mala suerte».

Mucho tiempo más tarde, después de que vendieran piso a piso el edificio Sehrikalp, se mudaran a otro y se instalaran en él pequeños talleres de confección, ginecólogos que provocaban abortos de manera discreta y despachos de aseguradores, tal y como había ocurrido en otros inmuebles de los alrededores, siempre que Galip pasaba por la tienda de Aladino y miraba la fea y oscura fachada del inmueble se preguntaba cuál sería la razón por la que el Abuelo había dicho eso. Como Galip sabía que el barbero le preguntaba al Abuelo cada vez que le afeitaba, más por costumbre que por curiosidad, por el Tío Melih, al que tantos años le llevaba regresar primero de Europa y África y luego a Estambul y a casa desde Esmirna («Dígame, señor, ¿cuándo vuelve su hijo mayor de África?»), y que al Abuelo no le gustaban ni aquella pregunta ni aquel tema, ya incluso entonces notaba que en la mente del Abuelo aquella maldición tenía algo que ver con el hecho de que su extraño hijo mayor se hubiera marchado un buen día al extranjero abandonando a su antigua mujer y a su hijo y de que volviera con una nueva esposa y una nueva hija (Rüya).

Cuando empezaron a construir el edificio el Tío Melih todavía estaba aquí. Según Celâl le contó a Galip años después, el Tío Melih por entonces no había cumplido aún los treinta años, salía por las tardes de la oficina en la que se dedicaba más que a la abogacía a discutir y a dibujar a lápiz barcos e islas desiertas en las hojas de expedientes de casos antiguos, iba al solar de la construcción en Nisantasi para encontrarse con su padre y sus hermanos que habían salido de la de Karaköy y de la confitería de Sirkeci, la cual, como eran conscientes de que no podía competir con la de Haci Bekir y sus delicias turcas pero sí sabían que podían vender los tarros que se alineaban en los anaqueles de mermeladas de membrillo, higos y guindas que preparaba la Abuela, convirtieron primero en pastelería y luego en restaurante, se quitaba la chaqueta y la corbata, se arremangaba y ponía manos a la obra para provocar a los albañiles que se iban relajando al acercarse la hora del descanso. Fue entonces cuando el Tío Melih comenzó a hablar de que era necesario que alguno de ellos fuera a Francia y Alemania para aprender confitería al estilo europeo, encargar papel plateado para envolver los marrón glacé, para abrir con los franceses un taller de jabones de baño espumosos y de colores, para conseguir baratas las máquinas de las fábricas, que por aquel entonces quebraban en Europa y América una tras otra como atacadas por una epidemia, y un piano de cola para la Tía Hâle y para que un buen otorrino y neurólogo viera al sordo Vasif. Dos años más tarde, cuando Vasif y el Tío Melih se fueron a Marsella en un vapor rumano (el Tristana), cuya fotografía, que olía a agua de rosas, vio Galip en una de las cajas de la Abuela mucho después y que ocho años más tarde se hundió en el mar Negro tras chocar con una mina perdida según leyó Celâl en uno de los recortes de periódico de Vasif, el edificio ya estaba terminado pero todavía no se habían instalado en él. Cuando un año después Vasif regresó solo en tren a Sirkeci continuaba sordo y mudo «por supuesto» (esta última expresión la usaba la Tía Hâle cada vez que el tema salía a relucir con un tono misterioso y la razón no pudo descubrirla Galip durante años), pero en sus brazos sostenía muy apretado un acuario repleto de peces japoneses, de cuyos tatara-tatara-tataranietos seguiría siendo amigo cincuenta años más tarde, del que no se separaría desde el primer momento y que a veces contemplaría como ahogándose por la excitación y a veces cayéndole lágrimas de tristeza. Entonces Celâl y su madre vivían en el tercer piso, que luego venderían a un armenio, pero como era necesario enviarle dinero al Tío Melih para que pudiera continuar sus investigaciones comerciales en las calles de París, se mudaron a la pequeña buhardilla interior convertida en medio apartamento que antes habían utilizado como desván para así poder alquilar su propio piso. Cuando comenzaron a escasear las cartas repletas de recetas de caramelos y dulces, fórmulas de jabones y colonias así como de fotografías de los artistas y bailarinas que los usaban y los paquetes de los que salían muestras de pasta de dientes con sabor a menta, marrón glacés y bombones de licor y cascos y gorras de bombero y marinero de juguete que el Tío Melih enviaba desde París, la madre de Celâl estaba planeando llevárselo consigo a casa de sus padres. Para que llegara a decidirse, se fuera del edificio con Celâl y regresara a la casa de madera de sus padres en Aksaray (su padre era un pequeño funcionario que trabajaba en las fundaciones de caridad) hizo falta que estallara la guerra mundial y que el Tío Melih enviara desde Bengasi una extraña postal en la que se veían el alminar de una mezquita y un avión. Después de aquella postal en blanco y marrón en la que escribía que los caminos de vuelta al país habían sido minados, envió otras en blanco y negro desde Marruecos, adonde fue mucho después de terminada la guerra. Así supieron el Abuelo y la Abuela que el Tío Melih se había casado con una muchacha turca que había conocido en Marrakech, que la novia pertenecía a la estirpe de Mahoma, o sea, que era una seyyide , y que era muy bonita, por una postal coloreada a mano en la que se veía la fotografía de un hotel colonial que luego sirvió de decorado para una película norteamericana en la que traficantes de armas y espías se enamoraban de la misma mujer en un bar. (Mucho después, mucho después de los años en que se retiraran los países cuyas banderas ondeaban en los balcones del segundo piso del hotel, Galip, mirando de nuevo aquella postal y mientras pensaba en la forma de escribir que Celâl había utilizado en sus relatos Bandidos de Beyoglu , decidió que el escenario donde «había sido arrojada la primera semilla» de Rüya había sido una de las habitaciones de aquel hotel color pastel de crema.) En cuanto a la postal que llegó desde Esmirna seis meses después de aquélla, no podían creer que la hubiera enviado el Tío Melih porque pensaban que ya no volvería a Turquía; corrían ciertos comentarios de que él y su nueva mujer se habían convertido al cristianismo, que se habían unido a un grupo de misioneros que iban a Kenya y que allí, en un valle en el que los leones cazaban antílopes de tres cuernos, habían levantado la iglesia de una secta que unía la Media Luna y la Cruz. Sin embargo, las noticias que les había traído un tipo bastante metomentodo, que conocía a los parientes de ella en Esmirna, se referían más bien a que el Tío Melih se había convertido por fin en millonario como resultado de los oscuros asuntos en que se había envuelto durante la guerra en el norte de África (tráfico de armas, soborno a un rey, etcétera) y que como no podía resistirse al atractivo de su mujer, de cuya belleza todos se hacían lenguas, pensaba ir con ella a Hollywood con la intención de que fuera famosa, aunque ya sus fotografías se habían publicado en revistas arábigo-francesas, etcétera. No obstante, el Tío Melih escribía en su postal, la cual durante semanas recorrió el edificio piso por piso y a la que maltrataban rascando con las uñas aquí y allá como si fuera un billete falso de cuya validez se duda, que no había podido soportar la nostalgia por la patria, que había caído enfermo en cama y que era así como había decidido regresar a Turquía. «Ahora» estaban bien y él se encargaba de los asuntos de su suegro, que se dedicaba al comercio de higos y tabaco en Esmirna, con una visión financiera nueva y moderna. En lo que respecta a la postal que envió muy poco después, escrita de una manera más enrevesada que el pelo de un árabe, fue interpretada de una manera distinta en cada piso, quizá a causa de los problemas de herencia que más adelante arrastrarían a toda la familia a una guerra silenciosa. Pero en realidad el Tío Melih, con una forma de expresión no demasiado retorcida, según leyó Galip mucho más tarde, simplemente anunciaba su intención de regresar a Estambul y que tenía una hija, aunque aún no había decidido el nombre.

La primera vez que Galip leyó el nombre de Rüya fue en una de aquellas postales que la Abuela colocaba en un lado del espejo del aparador que ocultaba las licoreras. Entre aquellas vistas de iglesias, puentes, mares, torres, barcos, mezquitas, desiertos, pirámides, hoteles, parques y animales que envolvían el enorme espejo como un segundo marco y que de vez en cuando tanto irritaban al Abuelo, se encontraban las fotos que le habían hecho a Rüya de niña en Esmirna. Por aquel entonces a Galip, más que aquella Rüya de su misma edad e hija de su Tío (según la nueva palabra, «prima»), le interesaba la terrible y adormecida caverna del mosquitero en el interior del cual dormía Rüya, tan sugerente, y su Tía la Seyyide Suzan que, al tiempo que entreabría aquella caverna en blanco y negro mostrando a su hija, miraba con tristeza a la cámara. Sólo mucho después comprendería que lo que sumergía por un instante en un silencio distraído a los hombres y mujeres del edificio mientras las fotografías de Rüya pasaban de mano en mano era aquella belleza. En aquellos tiempos se hablaba sobre todo de cuándo volvería el Tío Melih a Estambul y de en qué piso se quedaría. Porque Celâl había vuelto al edificio y se había instalado en la buhardilla gracias a la insistencia de la Abuela después de que su madre, que se había casado de nuevo con un abogado, muriera muy joven de una enfermedad que cada médico llamaba de una manera y él no pudiera soportar más la casa llena de telarañas de Aksaray. Intentaba olfatear chanchullos siguiendo los partidos de fútbol para el periódico en el que después publicaría sus primeras columnas con seudónimo, relataba exagerando en extremo los misteriosos y artísticos asesinatos de los chulos de los bares, cabarets y burdeles de los callejones traseros de Beyoglu, preparaba crucigramas en los que el número de cuadros negros siempre superaba al de blancos, si era necesario se hacía cargo de los folletines que el autor era incapaz de continuar porque aún no se había recobrado de la borrachera de láudano, de vez en cuando escribía las secciones de «Leemos su personalidad en su caligrafía», «Interpretamos sus sueños», «Su rostro y su personalidad», «Su horóscopo para hoy» (fue en esa sección del horóscopo donde comenzó a mandar saludos a familia y conocidos y, según se comentaba, a sus amantes) e «Increíble pero cierto» y criticaba la última película norteamericana que se proyectaba en los cines, a los que entraba gratis, hasta el punto de que se hablaba de que si seguía viviendo solo en la buhardilla y continuaba siendo tan laborioso incluso podría casarse con lo que ganara del periodismo. Mucho después, una mañana en que vio que habían cubierto con asfalto los desgastados adoquines del camino por el que pasaba el tranvía, Galip pensó que aquello a lo que el Abuelo llamaba maldición quizá tuviera que ver con aquellas extrañas estrecheces en el edificio, con la falta de espacio, o con algo indefinido y terrible pero no muy alejado de aquello. Cuando el Tío Melih regresó una tarde a Estambul y apareció de repente en el edificio acompañado por su preciosa mujer, su preciosa hija y maletas y baúles, como si quisiera demostrar su enfado porque no se hubieran tomado en serio sus postales, por supuesto se instaló en la buhardilla en la que vivía Celâl.

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