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Pero el auténtico final de la historia lo extrajo años después del titular de un periódico que leía distraído: «¡Le arroja vitriolo a la cara!». Ni el nombre, ni el rostro, ni la edad de la mujer que había arrojado el vitriolo se correspondían los de la mujer de Sisli, y su marido, que era a quien se lo había arrojado, no era relojero, sino fiscal de la República en la pequeña ciudad de Anatolia Central donde se había producido la noticia. Además, ninguno de los detalles que publicaba el periódico coincidía con las particularidades de aquella mujer con la que llevaba años fantaseando ni con las del apuesto relojero, pero en cuanto nuestro fotógrafo leyó la palabra «vitriolo» sintió que aquella pareja eran «ellos»; comprendió que llevaban años juntos, que le habían usado para fugarse y que habían recurrido a aquel truco para deshacerse de quién sabe qué hombre, tan infeliz como él mismo. Entendió cuánta razón tenía al ver en un periódico de escándalos que compró ese mismo día la cara absolutamente desfigurada del relojero y su expresión feliz ahora que había sido despojada por completo de significado y de las letras.

El fotógrafo, al ver que su historia, que había contado mirando especialmente a los periodistas extranjeros, era recibida con aprecio e interés, decidió coronarla con un último detalle, que reveló como si se tratara de un secreto militar: años después, el mismo periódico de escándalos volvió a publicar una fotografía de la misma cara deshecha como si fuera la de la última víctima de una guerra que desde hacía años se venía desarrollando en Oriente Medio y debajo habían añadido una frase muy significativa: «Y dicen que todo esto es por amor».

Los de la mesa, alegres, posaron juntos para el fotógrafo. Entre ellos había un par de periodistas y publicistas que Galip conocía de lejos, un tipo completamente calvo que le sonaba y algunos extraños que se habían unido a ellos desde el otro extremo de la sala. En la mesa se había formado esa amistad accidental y ese sentimiento de curiosidad mutua que se da entre las personas que comparten el mismo albergue por una noche o que sufren juntos un accidente sin demasiada importancia. El cabaret estaba silencioso y prácticamente vacío. Los focos del escenario se habían apagado hacía rato.

A Galip el cabaret le recordaba al lugar donde se había rodado Mi querida prostituta , en la que Türkan Soray hacía el papel de chica de alterne, y se lo preguntó a un anciano camarero al que pidió que se acercara. El anciano camarero, no porque todas las caras se habían vuelto hacia él, o quizá excitado por los relatos que había escuchado, aunque sin intervenir en la conversación, contó también una breve historia:

No, su historia no tenía relación con esa película pero sí con otra, más antigua, que se había rodado allí mismo, en ese cabaret, y que él había visto catorce veces la semana de su estreno en el cine Rüya. Cuando el productor y la bella protagonista le pidieron que apareciera en un par de escenas, el camarero lo aceptó entusiasmado. La cara y las manos que aparecían en la película, que vio dos meses después, eran las del camarero, pero la espalda, los hombros y la nuca de otra escena no eran los suyos y cada vez que contemplaba la película aquel camarero lo asustaba y, al mismo tiempo, le provocaba un placentero escalofrío. Además no podía acostumbrarse a que la voz que salía de su boca fuera la de otro, una voz que podía escucharse a menudo en otras películas. A los parientes y amigos que vieron la película no les interesó tanto como a él aquella escalofriante y perturbadora sustitución que parecía salida de un sueño, no comprendían ni eso que llaman trucos cinematográficos ni lo verdaderamente importante: que gracias a un pequeño truco se puede mostrar a otro como si fuera uno mismo o a uno mismo como si fuera otro.

El camarero esperó en vano durante años por si en los meses de verano, en los que hacían programa doble en los cines de Beyoglu, volvían a proyectar aquella película en la que él aparecía un instante. Creía que podría comenzar una nueva vida si podía verla una vez más, no porque volviera a encontrar su juventud, sino por una razón «evidente» que sus amigos no habían comprendido pero que sin duda entenderían los selectos componentes de la mesa: el amor; el camarero estaba enamorado de sí mismo.

Después de que se marchara el anciano camarero, en la mesa se discutió largo rato sobré cuál podría ser aquella otra razón «evidente». En opinión de la mayoría la razón era, por supuesto: estaba enamorado del mundo que había visto en sí mismo, o del «arte cinematográfico». La cabaretera puso punto final a la discusión diciendo que el camarero era «marica» como todos los viejos luchadores: le habían atrapado haciéndose cosas feas delante del espejo completamente desnudo y sobando a los pinches en la cocina. El viejo calvo que le sonaba a Galip se opuso a aquel «prejuicio sin fundamento alguno» que la cabaretera había hecho sobre los luchadores que practican nuestro deporte nacional y comenzó a relatar sus propias observaciones sobre la ejemplar vida familiar de aquellas excepcionales personas, que él había tenido la ocasión de observar de cerca en tiempos, especialmente en Tracia. Iskender aprovechó la ocasión para explicarle a Galip quién era el viejo: se había encontrado con aquel viejo calvorota en el vestíbulo del Pera Palas mientras intentaba localizar a Celâl uno de esos agitados días en que había estado tan desbordado de trabajo preparando el programa diario de los periodistas ingleses -sí, quizá la tarde de aquel día en que había telefoneado a Galip-. El hombre se unió a sus investigaciones afirmando que conocía a Celâl Bey y que también él lo buscaba por un asunto personal. En los días siguientes se lo encontró de nuevo aquí y allá y los ayudó, tanto a él como a los periodistas ingleses, en todo tipo de asuntillos gracias a su amplio abanico de relaciones (era militar jubilado). Y además le gustaba poder decir un par de palabras en su medio inglés. Estaba claro que se trataba del típico jubilado que quiere hacer algo útil en su tiempo libre, interesado por nuevas amistades y que conoce bien Estambul. Una vez hubo terminado con los luchadores tracios, el viejo anunció que había llegado el momento de la verdadera historia y comenzó su relato:

En realidad se trataba más de un dilema que de una historia: un anciano pastor encerró en el redil su rebaño de ovejas, que había vuelto por sí solo a la aldea debido a un eclipse en medio del día, sorprendió a su querida mujer en Ia cama con un amante y, tras un momento de duda, los mató a ambos con el primer cuchillo que cogió. Después de entregarse, en su defensa ante el juez afirmó que no había matado a su esposa y a su amante, sino a una mujer desconocida que estaba en su cama con su querido; la lógica que seguía el pastor era tremendamente simple: teniendo en cuenta que resultaba imposible que «la mujer» con la que había vivido enamorado desde hacía años, en la que había confiado y a la que tan bien conocía, le hiciera aquello a «él», tanto «él» como «la mujer de la cama» eran en realidad otras personas. El pastor creyó de inmediato en aquella sorprendente sustitución corroborada además por la señal sobrenatural que le había proporcionado el Sol. Por supuesto estaba dispuesto a sufrir la pena correspondiente al crimen de aquella otra persona que recordaba que le había poseído por un instante, pero quería que tanto la mujer como el hombre que había matado en la cama fueran considerados dos ladrones que habían entrado en su casa para aprovecharse impúdicamente de la comodidad de su lecho. Después de cumplir su condena, fuera la que fuese, se echaría a los caminos para buscar a su esposa, a la que no veía desde el día del eclipse y, después de encontrarla, comenzaría a buscar si propia personalidad perdida, quizá con ayuda de su mujer. ¿Cuál fue el castigo que el juez impuso al pastor?

Mientras escuchaba las respuestas que los de la mesa le daban a la pregunta del anciano coronel, Galip pensaba que había leído o escuchado aquella historia en otro lugar, pero era incapaz de recordar en cuál. Por un momento, mientras observaba una de las fotografías que el fotógrafo había traído y repartía entre los componentes de la mesa, creyó que iba a descubrir de dónde recordaba la historia y al hombre pero, en ese momento le pareció que podría decir de repente quién era ese hombre y, como en la historia del fotógrafo, así descifrar el misterio de una de aquellas caras cuyo significado era tan difícil de interpretar. Cuando le llegó el turno a Galip opinó que el juez perdonaría al pastor y en ese instante sintió que había resuelto el secreto del significado del rostro del militar jubilado: era como si cuando comenzó a contar su historia fuera una persona y al terminarla fuera otra. ¿Qué le había ocurrido mientras narraba la historia? ¿Qué era lo que le había cambiado mientras narraba la historia?

Al llegarle el turno de contar algo, Galip comenzó a narrar la historia de amor de un viejo y solitario periodista diciendo que se la había oído a otro columnista. El hombre se había pasado la vida haciendo críticas de las últimas películas y obras de teatro y traducciones para los periódicos y revistas de Bábiáli. Nunca se había casado porque sentía más atracción por la ropa y los complementos femeninos que por las propias mujeres y vivía completamente solo, con la única compañía de un gato atigrado que parecía aún más viejo y solitario que él, en un pequeño piso de dos habitaciones en una de las calles traseras de Beyoglu. La única conmoción que sufrió su vida, que por lo demás transcurría sin incidentes, fue que ya cerca del final de ésta comenzó a leer ese libro interminable en el que Marcel Proust se lanza en busca del tiempo perdido.

Al anciano periodista le gustó tanto el libro que durante una temporada le habló de él a todo el que se cruzaba en su camino, pero no encontraba a nadie, no ya que le apeteciera darse el enorme trabajo, como él, de leerse aquellos volúmenes en francés, sino ni siquiera con quien pudiera compartir su entusiasmo. Por esa razón se encerró en sí mismo y comenzó a narrarse una a una las historias y las escenas de aquellos tomos que quién sabe cuántas veces se había leído. Cada vez que a lo largo del día se encontraba en una situación molesta o cuando se veía obligado a doblegarse ante la masa de gente «inculta», falta de sentimientos y finura, como siempre es la gente, y sus crueldades, pensaba: «De hecho, ahora no estoy aquí. Ahora estoy en mi casa, en mi dormitorio, y estoy soñando en qué hará Albertine, que estará dormida o despertándose en esa otra habitación, o estoy escuchando con agrado y alegría el suave y dulce sonido de los pasos de Albertine mientras pasea por casa después de despertarse». Mientras caminaba desdichado por las calles imaginaba, como hace el narrador en la novela de Proust, que una joven y hermosa mujer le esperaba en su casa; que aquella mujer llamada Albertine, para él el mero hecho de conocerla había supuesto en tiempos una auténtica felicidad, lo esperaba específicamente a él, y qué estaría haciendo ella mientras lo esperaba. Cuando el anciano periodista regresaba a su casa de dos habitaciones cuya estufa jamás funcionaba correctamente, recordaba apenado las páginas de aquel otro tomo en que Albertine abandona a Proust, sentía dentro de sí mismo la melancolía de la casa vacía, recordaba hasta que le fluían lágrimas de tristeza y alegría las cosas de las que allí mismo había hablado con Albertine entre risas, cómo ella esperaba a que él tocara la campanilla para visitarlo, sus desayunos, sus ataques inagotables de celos y, como si él mismo fuera a un tiempo Proust y su amante Albertine, sus sueños sobre el proyectado viaje que harían juntos a Venecia.

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