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Después de dejarle el artículo al dibujante, al que le encantaban esos temas, acompañado de una breve nota («¡No les dibujes bigotes, por favor!»), salí del periódico poco después de medianoche y, como no quería volver de inmediato a mi casa, fría y solitaria, decidí caminar un rato por las callejuelas del viejo Estambul. Como solía, no estaba satisfecho de mí mismo, pero sí del artículo y del cuento. Creía que si fantaseaba sobre esa pequeña victoria literaria acompañándola con un largo paseo quizá me libraría algo de esa sensación de infelicidad que se cernía sobre mí como una enfermedad crónica.

Caminé por callejones que se cortaban en curvas irregulares, cada vez más estrechos y oscuros. Caminé escuchando el sonido de mis propios pasos entre ventanas de ciega oscuridad de casas sombrías cuyos caídos miradores las aproximaban entre sí. Caminé por aquellas calles completamente olvidadas que ni siquiera se atreven a pisar las manadas de perros callejeros, los somnolientos serenos, los drogadictos ni los mismos fantasmas.

Cuando sentí que un ojo me observaba desde algún lugar no me preocupé demasiado en un primer momento. Aquello debía ser una ilusión relacionada con el artículo que había garabateado poco antes, me decía, porque, aunque lo hubiera creído, ningún ojo me observaba desde la ventana lateral del mirador combado que colgaba sobre el estrecho callejón ni desde la oscuridad del solar vacío. Lo que sentía que me vigilaba era una ilusión imprecisa y no quise darle mayor importancia. Pero en aquel largo silencio en el que no se oía otra cosa que los silbatos de los serenos y los aullidos de las manadas de perros atacándose unas a otras en barrios lejanos, la sensación de ser vigilado fue incrementándose lentamente hasta llegar a tener una intensidad tal que poco después comprendí que no podría librarme de aquella opresión asfixiante comportándome como si no existiera.

¡Un ojo que lo veía todo y que en todas partes me encontraba me vigilaba con todo descaro! No, no tenía nada que ver con los protagonistas de los cuentos que me había inventado; no era terrible, feo ni ridículo como ellos; tampoco era extraño ni frío; incluso, sí, resultaba conocido: el ojo me conocía y yo a él. Desde hacía mucho tiempo teníamos noticia de a existencia del otro, pero como no habíamos notado abier-arnente nuestra mutua presencia, habían sido necesarios ese sentimiento especial que noté esa noche, esa calle precisa por la que estaba andando y la violenta impresión de la apariencia de la calle.

Como sé que no significaría nada para aquéllos de mis lectores que no conozcan bien Estambul, no voy a dar el nombre de esa calle sobre el Cuerno de Oro. Piensen en una calle adoquinada, con casas oscuras de madera, la mayor parte de las cuales soy testigo de que siguen en pie treinta años después de mi «experiencia metafísica», con sombras de miradores e iluminada por la luz de una mortecina farola cortada por las ramas retorcidas de los árboles. ¡Con eso basta! Las aceras eran estrechas y sucias. El muro de una pequeña mezquita de barrio se extendía hacia una oscuridad interminable. En el punto oscuro donde se unían la calle y el muro -la perspectiva-, ese absurdo (¿qué otra cosa podría decir?) ojo me esperaba. Espero que ya se me haya entendido: si el «ojo» me esperaba no era para nada malo, qué sé yo, no era para asustarme, ni para estrangularme, ni para apuñalarme, ni para matarme, sino, como comprendí mucho después, más bien para introducirme lo antes posible en esa experiencia metafísica que recordaba a un sueño, para ayudarme.

No se oía un ruido. Desde el primer momento sabía que aquella experiencia tenía que ver con todo lo que mi profesión de periodista me había arrebatado y el vacío de mi interior. ¡Uno tiene las pesadillas más reales cuando está cansado! Pero no era una pesadilla, era un sentimiento mucho más neto, transparente, casi matemático. «Sé que estoy vacío por dentro.» Eso fue lo que pensé. Me detuve y me apoyé contra el muro de la mezquita. «¡Sabe que estoy vacío por dentro!» Sabía lo que yo pensaba, sabía lo que había hecho hasta ese momento, pero ni siquiera eso tenía importancia porque el «ojo» señalaba a otra cosa, a algo muy evidente. Yo lo había creado, ¡y él a mí! Creí que aquella idea me cruzaría la mente por un momento y desaparecería, como esas palabras estúpidas que a veces le salen a uno de la pluma, pero allí se quedó. Y así entré por la puerta que había abierto el pensamiento a un universo nuevo -como ese conejo inglés que cae al vacío por un agujero en el campo.

Al principio yo creé ese «ojo». Para que me viera y me vigilara, por supuesto. Yo no quería salir de su mirada. Me había formado bajo esa mirada, a partir de esa mirada, y estaba satisfecho de ella porque yo existía sólo porque era consciente de que era observado en todo momento. Era como si pudiera dejar de existir si el ojo no me observaba. Aquello era una verdad tan evidente que se me olvidó que yo lo había creado y me sentía agradecido a ese ojo que me permitía existir. ¡Quería obedecer sus órdenes! De esa manera podría alcanzar una existencia más agradable, pero era difícil hacerlo, aunque, por otro lado, dicha dificultad no era algo que produjera dolor sino algo cómodo, un aspecto de la vida al que había que enfrentarse de manera natural. Por esa razón el universo mental en el que caí mientras estaba apoyado en el muro de la mezquita no era como una pesadilla sino una especie de felicidad trenzada de recuerdos e imágenes conocidas, como los cuadros de esos pintores inexistentes cuyas extravagancias resumía en la sección de «Increíble pero cierto».

Me vi a mí mismo en medio de ese jardín de felicidad, contemplaba mi propio pensamiento apoyado a medianoche en el muro de una mezquita.

Comprendí enseguida que lo que veía en el centro de mi pensamiento, de mi fantasía, de mi universo ilusorio -llámenlo como quieran-, no era a alguien parecido a mí, sino yo mismo. En ese momento noté que mi mirada era la de ese «ojo» que poco antes había descubierto. Así pues, ahora yo me había convertido en el «ojo» de poco antes y me observaba desde fuera. Pero aquélla no era una sensación rara ni extraña, ni tampoco pavorosa. Desde el momento en que me vi, recordé y comprendí que me había habituado a contemplarme desde fuera. Desde hacía años, verme desde fuera me procuraba un cierto orden. Al verme desde fuera me decía: «Sí, todo está en u sitio»; al verme desde fuera me decía: «No me parezco lo suficiente. No me parezco lo suficiente a lo que quiero parecerme». O bien: «Me parezco, pero debo perseverar». Llevaba años diciéndomelo y cuando luego volvía a verme desde fuera me decía contento: «¡Sí, por fin me parezco a lo que quería parecerme! ¡Sí, me parezco y me he convertido en Él!».

¿Quién era ese «Él»? En ese momento de mi viaje por el País de las Maravillas comprendí por fin por qué ese Él al que quería parecerme se me había aparecido. Porque a lo largo de aquel extenso paseo nocturno no había querido parecerme a Él, porque entonces no imitaba a nadie. No quiero que se me malinterprete, no creo que podamos vivir sin imitar a otros, sin querer ser otros, pero esa noche mi anhelo estaba tan reducido por el cansancio, por el vacío de mi interior, que por primera vez en mi vida me convertí en «igual» a ese Él cuyas órdenes llevaba años obedeciendo. Podrían haber comprendido aquella igualdad «relativa» por el hecho de que no había sentido miedo de Él, de que me introduje sin dudar en ese universo imaginario al que me llamaba. Me encontraba sometido a su mirada pero aquella hermosa noche de invierno también era libre. Aunque fuera un sentimiento que había conseguido no como resultado de mi propia voluntad ni de mi victoria, sino de mi cansancio y mi derrota, esa sensación de libertad e igualdad abrió la puerta de la intimidad entre Él y yo. (Esa confianza puede deducirse de mi estilo.) Y así, por primera vez en años, Él me desvelaba sus secretos y yo lo comprendía. Sí, por supuesto, hablaba conmigo mismo, pero ¿qué son ese tipo de conversaciones sino charlas en susurros entre amigos con la segunda persona, y después la tercera, que tenemos enterradas dentro?

Mis cuidadosos lectores lo habrán comprendido hace mucho por el cambio de palabras, pero, no obstante, voy a escribirlo: «Él» era, por supuesto, el «ojo». Era el ojo quien yo quería ser. Al principio yo no creé al ojo, sino a Él, a la persona que quería ser. Y ese Él en quien quería convertirme me envolvió con aquella terrible y asfixiante mirada que extendía hacia mí. Aquel ojo que limitaba mi libertad, esa mirada cruel que veía y juzgaba todo lo que hacía colgaba sobre mi cabeza como un sol maldito que nunca se apartara de mí. Por favor, no se dejen engañar por mis palabras y piensen que me quejo. Estaba muy satisfecho del brillante paisaje que me presentaba el «ojo».

Mientras me observaba desde fuera en aquel paisaje geométrico y limpísimo (de hecho, eso era lo mejor de él) comprendí de inmediato que era yo quien le había creado a Él pero sólo podía concebir cómo lo había hecho de una forma muy imprecisa. Algunas pistas demostraban que Él había surgido de materiales de mi propia vida y de mis recuerdos. En Él, a quien tanto quería imitar, se notaba la influencia de los protagonistas de algunos tebeos que había leído en mi infancia, la de algunos «pensadores» cuyas fotografías había visto en revistas extranjeras y de las poses que aquellos tipos pretenciosos adoptaban ante los fotógrafos en sus mesas de trabajo, en sus bibliotecas o en los espacios sagrados donde desarrollaban su pensamiento «profundo y lleno de significados». Claro que había querido ser como ellos, pero ¿hasta qué punto? En aquella geografía metafísica vi también otros indicios decepcionantes sobre los detalles de mi propio pasado a partir de los cuales lo había formado: un vecino rico y trabajador de quien mi madre siempre hablaba con admiración, la sombra de un bajá consagrado a salvar su país occidentalizándolo, el espectro del protagonista de un libro que había leído cinco veces de cabo a rabo, un maestro que nos castigaba con el silencio, un compañero de clase que llamaba de usted a sus padres y tan neo que cada día se cambiaba de calcetines, los héroes de las películas extranjeras que se proyectaban en los cines Sehzadebasi y Beyoglu, tan inteligentes, tan competentes, siempre con una respuesta a punto, la forma en que sostenían los vasos, el que siempre pudieran estar tan relajados, ser tan bromistas y, si era necesario, decididos ante las mujeres, ante hermosas mujeres, las biografías que había leído en enciclopedias y prólogos de libros de escritores famosos, de filósofos, de sabios, de exploradores e inventores, algunos soldados, el héroe del cuento que protege a toda la ciudad de una inundación porque no puede dormir de noche… Todos aquellos personajes aparecieron ante mí uno a uno en aquel País de las Maravillas en el que había penetrado a altas horas de la noche apoyado en el muro de una mezquita como si fueran lugares conocidos que me saludaran con la mano desde diversos puntos de un mapa. De la misma manera que se sorprende alguien que ve por primera vez en un plano la calle y el barrio en los que lleva años viviendo, yo también me asombré con la misma excitación infantil. Luego sentí un sabor amargo parecido a la decepción de esa misma persona que mira por primera vez el plano y ve que aquellos edificios, calles, parques y casas que le llevaría toda una vida recordar, que todos aquellos lugares llenos para él de recuerdos han sido marcados y despachados con una línea pequeña y lo minúsculos, carentes de importancia y absurdos que resultan comparados con las demás líneas y marcas del enorme plano.

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