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La razón de que en su columna Celâl hubiera arrastrado por el fango con un tono burlón despiadado y nada comprensivo la bienintencionada «fiesta de cumpleaños» que uno de los grandes hombres del Estado, consciente de que uno de los pilares de la civilización occidental eran los «cumpleaños» y deseoso de que tan humana costumbre arraigara entre nosotros, había organizado en el octavo aniversario de su hijo ordenando que se preparara una tarta de crema y fresas en la que ardían ocho velas e invitando a los amigos de su hijo, a una vieja levantina que aporreaba el piano y a la prensa, no era, como se creía, ideológica, política ni estética, sino que Celâl comprendió con amargura que en su vida había recibido tal manifestación de amor paterno ni, de hecho, de ningún amor.

El hecho de que ahora no se le encontrara por ningún rincón, el que las direcciones y los números de teléfono que había dejado resultaran erróneos o falsos, se debía al extraño e incomprensible odio que Celâl sentía por la familia cercana y lejana, a cuyo cariño no había podido responder, y por todo el género humano (Galip había preguntado dónde podría encontrar a Celâl).

No, la razón de que se escondiera en un rincón inalcanzable de la ciudad exiliándose de toda la humanidad era, por supuesto, otra totalmente distinta: por fin había comprendido que no podría liberarse de aquel despiadado sentimiento de soledad y de la enfermedad que le impedía mezclarse con os demás, que le envolvían como un halo de mala fortuna desde el día en que nació; resignado, se había abandonado, como el enrermo terminal que se abandona a su enfermedad, en brazos e una soledad sin esperanza de la que no podría escapar en quién sabe qué remota habitación.

Galip preguntaba por el barrio donde podría estar aquella remota habitación y hablaba de un equipo de televisión «europeo» que buscaba a Celâl Bey…

– ¡Lo cierto es que dentro de poco a Celâl Bey le van a dejar sin trabajo! -le interrumpió Negati, el columnista y polemista-. Hace diez días que no manda un artículo nuevo. ¡Y todo el mundo se ha dado cuenta de que los que ha dejado de reserva no son sino artículos de hace veinte años pasados a máquina!

Tal y como Galip esperaba y deseaba, el periodista del corazón se opuso a aquella afirmación: sus artículos se leían con mayor interés que nunca, los teléfonos sonaban sin parar, del correo salían cada día al menos veinte cartas para Celâl Bey.

– Sí -repuso el polemista-, son cartas con propuestas de putas, de chulos, de terroristas, de hedonistas, de traficantes de drogas y de antiguos gángsteres a los que ha alabado en sus artículos.

– ¿Las abres y las lees a escondidas? -le preguntó el periodista del corazón.

– ¡Lo mismo que tú! -replicó el polemista.

Ambos se incorporaron en sus asientos como ajedrecistas satisfechos de sus movimientos de apertura. El polemista sacó una cajita de un hondo bolsillo de su chaqueta y se la enseñó a Galip con el extremo cuidado del ilusionista que les muestra a los espectadores un objeto que inmediatamente después va a desaparecer.

– El único punto en común que ahora tenemos ese Celâl Bey del que usted asegura ser pariente y yo, es esta medicina para el estómago que ve. Corta de inmediato las secreciones de ácido. ¿Quiere una?

Galip, para poder participar en ese juego que no sabía exactamente dónde había empezado y adonde llegaría pero al que tanto le gustaría jugar, aceptó una de las pastillas blancas y se la tragó.

– ¿Le ha gustado nuestro jueguecito? -le preguntó el viejo columnista sonriendo.

– Estoy intentando averiguar las reglas -le respondió Galip receloso.

– ¿Lee usted mis artículos?

– Sí.

– Cuando coge el periódico, ¿lee primero el mío o el de Celâl?

– Celâl es pariente mío.

– ¿Sólo por eso lo lee primero? -dijo el anciano escritor-. ¿Es la familia una atadura más poderosa que un buen artículo?

– ¡También son buenos los artículos de Celâl! -replicó Galip.

– Cualquiera podría escribirlos. ¿Es que no lo comprende? Además algunos son tan largos como para no poder llamarlos columnas. Resúmenes de cuentos. Adornos artísticos. Palabras vacías. Unas cuantas trampas corrientuchas, eso es todo lo que hay. Siempre hablará de sus recuerdos, de cosas agradables y dulces como la miel. De vez en cuando atrapará una paradoja. Usará el truco que los poetas del Diván llamaban «supuesta ignorancia» y que consiste en aparentar que no se sabe algo. Contará lo que no ha ocurrido como si hubiera pasado y al contrario. Y si no lo consigue con todo eso, ocultará la vaciedad de su artículo con esas frases pomposas que sus admiradores toman por bellas. Como él, todos tenemos Una vida, unos recuerdos, un pasado. Todos podemos jugar a ese juego, tanto como él. ¡Cuénteme una historia!

– ¿Qué tipo de historia?

– La primera que se le venga a la cabeza. Una historia.

– Un día la hermosa mujer de un hombre que la quería muchísimo lo abandonó -dijo Galip-. Él empezó a buscarla. Allá donde fuera por la ciudad encontraba su rastro pero no a ella misma…

– ¿Y?

– Ya está.

– ¡No, no, tiene que seguir! -contestó el anciano columnista-. ¿Qué era lo que ese hombre veía en los rastros que encontraba por la ciudad? ¿Era realmente hermosa su mujer? ¿Con quién se escapó?

– El hombre veía su propio pasado en los rastros que encontraba por la ciudad. Las huellas de su pasado con su hermosa mujer. O no sabía con quién se había escapado, o no quería saberlo, porque como a cada sitio que iba encontraba las huellas del pasado vivido con su esposa, pensaba que el hombre con quien se había escapado su mujer o el lugar al que había ido debían encontrarse también en su propio pasado.

– El tema está bien -dijo el anciano columnista-. Una bella mujer muerta o desaparecida, como decía Poe. Pero un cuentista debe ser más decidido. Porque el lector no confía en el autor que se muestra inseguro. Terminemos el cuento usando los trucos de Celâl… Recuerdos: dejemos que la ciudad hierva de dulces recuerdos para el hombre. Estilo: que las pistas que proporcionan esos recuerdos, enterradas entre palabras adornadas, señalen a la nada. Supuesta ignorancia: que el hombre aparente no saber con quién se ha fugado su mujer. Paradoja: y así, que el hombre con el que ha huido su mujer sea él mismo. ¿Qué tal? Ya ven, ustedes también podrían escribir esos artículos. Cualquiera podría.

– Pero sólo Celâl los escribe -contestó Galip. -De acuerdo. Pero a partir de ahora puede escribirlos usted también -le respondió el viejo escritor con el gesto de quien pone punto final a una discusión.

– Si le busca, consulte sus artículos -intervino el periodista del corazón-. Está en algún lugar de ellos. Sus artículos están llenos de mensajes enviados a izquierda y derecha, pequeños mensajes personales. ¿Me entiende?

Como respuesta, Galip le dijo que, cuando era niño, Celâl le enseñaba las frases que formaban las primeras y las últimas palabras de los párrafos de sus crónicas. Le dijo que le había enseñado los anagramas que preparaba para engañar a la censura y al fiscal encargado de la prensa, los encadenamientos que hacía con las primeras y las últimas sílabas de cada frase, los acrósticos que formaba con las mayúsculas y los juegos de palabras destinados a enfadar a «nuestra tía».

– ¿Su tía era una solterona? -le preguntó el periodista del corazón.

– Nunca se casó -le contestó Galip.

¿Era cierto que Celâl Bey se había peleado con su padre a causa de un asunto de un piso?

Galip respondió que se trataba de «un asunto» muy antiguo.

¿Era cierto que un tío suyo que era abogado confundía las actas de los juicios, la jurisprudencia y las leyes con menús de restaurantes y tarifas de los transbordadores?

Según Galip, aquello podía ser una historia inventada, como las demás, como todo.

– ¿Lo entiendes, jovencito? -le dijo el viejo escritor con una voz nada agradable-. Nada de esto se lo ha contado Celâl Bey. Todos esos sentidos los ha extraído uno a uno de los artículos de Celâl nuestro compañero, detective y hurufí aficionado, los ha encontrado entre las letras con las que los había ocultado Celâl como quien cava un pozo con una aguja.

El periodista del corazón dijo que quizá aquellos juegos tuvieran algún sentido, que quizá evocaran voces del misterio y que quizá fuera su profunda relación con el misterio lo que había elevado a Celâl Bey por encima de los demás escritores; pero sin duda había que recordarle esta realidad: «Al periodista que se hincha y se afecta, lo entierra el ayuntamiento o una colecta».

– Y además, Dios no lo quiera, quizá se haya muerto -replicó el anciano periodista-. ¿Le gusta nuestro jueguecito? -Y que ha perdido la memoria, ¿es verdad o es un cuento? -preguntó el cronista del corazón.

– Es verdad y es un cuento -respondió Galip. -¿Y esas casas por la ciudad cuyas direcciones mantiene secretas?

– Eso también.

– Quizá esté él solo agonizando en una de esas casas -opinó el columnista-. ¿Sabe?, le encantan este tipo de juegos de suposiciones.

– Si fuera así, llamaría a su lado a alguien que considerara cercano -respondió el periodista del corazón.

– No existe nadie parecido -contestó el viejo columnista-. Nunca ha considerado cercano a nadie.

– Supongo que el joven no es de la misma opinión. Todavía no nos ha dicho usted su nombre.

Galip se lo dijo.

– Díganos entonces, Galip Bey -le preguntó el periodista del corazón-. Celâl Bey debe tener alguien a quien sienta lo bastante próximo como para, por lo menos, entregarle sus secretos literarios y su testamento en esa casa en la que se ha encerrado quién sabe con qué crisis, ¿no? No es un hombre tan solitario.

Galip meditó y luego dijo preocupado:

– No, no es un hombre tan solitario.

– ¿A quién llamaría? ¿A usted?

– A su hermana -respondió Galip sin pensárselo- Tiene una hermanastra veinte años menor que él, la llamaría a ella.

Luego pensó y recordó el sillón con el asiento rasgado y los oxidados muelles surgiendo de él. Siguió pensando.

– Quizá haya comenzado usted a comprender la lógica de nuestro juego -comentó el anciano cronista-. Y ya haya llegado a saborearlo sacando conclusiones. Por eso me permito asegurar sin la menor duda que todos los hurufíes acaban mal. A Fazlallah de Esterabad, el fundador de los hurufíes , lo mataron como a un perro y arrastraron su cadáver por el mercado atándole una cuerda a los pies. Él comenzó, hace seiscientos años, como Celâl Bey, interpretando sueños, ¿lo sabía? No ejercía su profesión en un periódico, sino en una cueva en las afueras de la ciudad…

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