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Después de la oración matutina Galip dormitó un poco en la butaca del salón. En su sueño Rüya, Vasif y él hablaban de un error mientras los peces japoneses vagaban lentamente en un acuario lleno de un líquido verde como el del bolígrafo y luego se comprendía que el sordomudo no era Vasif sino Galip, pero tampoco se entristecían demasiado: fuera como fuese, todo acabaría yendo bien en breve.

Después de despertarse, Galip se sentó a la mesa y buscó por ella un papel en blanco, tal y como suponía que había hecho Rüya aproximadamente diecinueve o veinte horas antes. Al no encontrar ningún papel a mano -como le había pasado a Rüya-, comenzó a escribir una lista compuesta por todos y cada uno de los lugares y las personas en las que había pensado durante toda la noche en el reverso de la carta de despedida de Rüya. Era una lista que se alargaba sin cesar según escribía y que le crispaba los nervios porque despertaba en él la impresión de estar imitando al protagonista de alguna novela policíaca. Los antiguos amores de Rüya, sus amigas más «locuelas» del instituto, los amigos cuyo nombre recordaba de vez en cuando, los viejos «camaradas políticos» y los nombres de los amigos comunes, que Galip había decidido que no se dieran cuenta de nada hasta que él encontrara a Rüya, saludaban alegremente al detective novato, le guiñaban de forma traidora, le enviaban pistas falsas desde las redondeces, subidas, bajadas y superficies rectas de las vocales y consonantes que componían sus nombres y desde las formas que parecían a cada momento más significativas, más cargadas de dobles sentidos. Después de que pasaran los basureros tras descargar los enormes cubos metálicos golpeándolos en el costado del camión, Galip, para no alargar más la lista, se la metió en el bolsillo interior de la chaqueta que se pondría ese día junto con un bolígrafo igual que el famoso bolígrafo verde.

Cuando los alrededores comenzaron a iluminarse con el azul de la nieve, apagó cada una de las luces de la casa. Sacó el cubo de la basura, después de echar un último vistazo al interior, para que el curioso portero no sospechara. Preparó té, colocó una nueva cuchilla en la maquinilla y se afeitó, se puso ropa interior y una camisa, limpias pero no planchadas, y ordenó la casa que se había pasado la noche revolviendo. En su columna del Milliyet , que el portero había echado por debajo de la puerta mientras se vestía y que leyó tomando el té, Celâl hablaba de un «ojo» que se había encontrado una noche años atrás por los oscuros arrabales. Galip volvió a leer aquella columna, que ya se había publicado años antes, pero sintió que de nuevo se posaba sobre él el horror de aquel «ojo». En ese momento comenzó a sonar el teléfono.

«¡Es Rüya!», pensó Galip; antes de alcanzar el auricular ya había pensado incluso el cine al que irían juntos esa noche: al Konak. La voz que oyó por el auricular resultó una decepción, pero no dudó lo más mínimo mientras contestaba a la Tía Suzan: Sí, Rüya tenía menos fiebre y había dormido bien toda la noche, incluso había tenido un sueño y se lo había contado aquella mañana. Claro que querría hablar con su madre, ¡un momento! «¡Rüya! -gritó Galip en dirección al pasillo-. ¡Rüya, tu madre está al teléfono!». En su imaginación vio cómo Rüya se levantaba de la cama bostezando, cómo buscaba sus zapatillas desperezándose perezosamente; luego colocó de inmediato otra bobina en el cine de su mente: Galip, el marido preocupado, atraviesa el pasillo para llamar a su mujer y se la encuentra de nuevo en la cama durmiendo como una bendita. Para representar mejor aquella segunda película, para poder ofrecer un ambiente verosímil a la Tía Suzan, incluso realizó algunos «efectos» subiendo y bajando el pasillo. Regresó al teléfono. «Está dormida, Tía Suzan, tenía los ojos legañosos por la fiebre, se ha lavado la cara, se ha vuelto a la cama y se ha dormido otra vez.» «¡Que tome mucho zumo de naranja!», le dijo la Tía Suzan y le explicó con todo detenimiento en qué parte de Nisantasi podía encontrar el mejor zumo de naranjas recién exprimidas al mejor precio. «¡Quizá esta noche vayamos al cine Konak!», dijo Galip con un sentimiento de confianza. «¡Que no vuelva a coger frío!», le contestó la tía Suzan y luego, quizá porque pensaba que se estaba metiendo demasiado en lo que no le importaba, pasó de repente a un tema por completo distinto: «¿Sabes? Realmente tu voz se parece mucho a la de Celâl por teléfono. ¿O es que tú también te has resfriado? ¡Ten cuidado no te vaya a contagiar Rüya!». Colgaron el teléfono lentamente, con el mismo respeto, cariño y cuidado, como si temieran dañar el auricular tanto como despertar a Rüya.

Cuando comenzó a leer de nuevo el antiguo artículo de Celâl, inmediatamente después de colgar el teléfono, Galip tomó una decisión repentina mientras aún se debatía entre el personaje con el que poco antes se había disfrazado, la mirada del «ojo» del artículo y las brumas de su pensamiento: «¡Por supuesto! ¡Rüya ha vuelto con su ex marido!». Le sorprendió no haber podido ver aquella realidad tan clara, opaca entre las fantasías de aquella noche. Con la misma decisión fue hasta el teléfono y llamó a Celâl. Le explicaría su confusión anterior y la conclusión a la que había llegado y le diría: «Ahora voy a salir a buscarlos. Cuando encuentre a Rüya y a su ex marido (que no me llevará demasiado tiempo) temo no poder convencerla para que regrese a casa. Tú eres quien mejor sabe convencerla. ¿Qué puedo decirle para que vuelva a casa -iba a decir "a mí", pero la palabra no llegó a salir de su boca-, a casa?». «¡Antes de nada, tranquilízate! -le contestaría Celâl con toda sinceridad-. ¿Cuándo se fue Rüya? ¡Tranquilo! Pensemos juntos un poco. Ven a verme, al periódico». Pero Celâl no estaba en casa y aún no había llegado al periódico.

Galip pensó en dejar descolgado el teléfono al salir de casa, pero no lo hizo. Si la Tía Suzan decía: «He llamado sin parar, pero siempre comunicaba», habría podido contestarle: «Rüya no lo habrá colgado bien. Ya sabes cómo es de distraída, todo se le olvida».

6. Los hijos del maestro Bedii

«… suspiros que hacen temblar el aire eterno.»

Divina comedia , DANTE

Desde que valientemente abrimos nuestra columna a los problemas de nuestro pueblo, de todos los estamentos, clases y sexos, recibimos interesantes cartas de nuestros lectores. Algunos de ellos, que ven que por fin pueden expresar su realidad, a veces no tienen la paciencia necesaria para redactar una carta, corren a nuestra imprenta y nos cuentan ansiosos sus historias. Y algunos, cuando ven que sospechamos de los increíbles casos que cuentan y de sus terribles detalles, nos apartan de nuestra mesa de trabajo y nos arrastran hasta las oscuridades fangosas y misteriosas de nuestra sociedad, sobre las que hasta ahora nadie ha escrito y por las que nadie se ha interesado, para probar tanto sus relatos como sus propias vidas. Fue así como tuvimos noticia de la terrible historia de la fabricación de maniquíes en Turquía, condenada a una existencia subterránea.

Nuestra sociedad ha ignorado durante siglos la existencia de una artesanía llamada «fabricación de maniquíes» si exceptuamos detalles «folclóricos» que huelen a estiércol y aldea como puedan ser los espantapájaros. El primer maestro que se dedicó a ello, el santo patrón de nuestra fabricación de maniquíes, fue el maestro Bedii, que preparó los que necesitaba el Museo de la Marina, creado por orden de Abdülhamit y por la insistencia del entonces príncipe heredero, Osman Celâlettin Efendi. También fue el maestro Bedii quien escribió la historia secreta de nuestro arte de la fabricación de maniquíes. Según cuentan los testigos, los primeros visitantes del museo se quedaron admirados al encontrarse con los espesos bigotes de nuestros marinos y de nuestros valientes jóvenes, que trescientos años antes habían hecho sudar a los barcos italianos y españoles en el Mediterráneo, y verlos plantados con toda su majestad entre los caiques y las galeotas de los sultanes, instalados en aquel primer museo. El maestro Bedii utilizó como materiales en aquellas primeras maravillas suyas madera, yeso, cera, piel de gacela, camello y cordero y cabellos y barbas humanos. Al enfrentarse con aquellas milagrosas criaturas, con las que se había conseguido un enorme logro artístico, el seyhülislam del momento, un hombre de miras bastante estrechas, montó en cólera: como consideraba que imitar de manera tan perfecta a las criaturas de Dios era hasta cierto punto un desafío a Él, ordenó que se retiraran los maniquíes del museo y que se colocaran espantapájaros entre las galeotas.

Esa mentalidad prohibitoria, de la que hemos visto miles de ejemplos a lo largo de la inacabada historia de nuestra occidentalización, no logró apagar el «fuego artesanal» que de repente ardió en el corazón del maestro Bedii. Mientras fabricaba nuevos maniquíes en su casa, intentaba, por otro lado, llegar a un acuerdo con las autoridades para que volvieran a colocar en el museo sus obras, a las que llamaba «mis hijos», o al menos para poder exponerlas en cualquier otro lugar. Su fracaso provocó que se irritara con los poderosos y con el Estado, pero no con su nuevo arte. Continuó produciendo maniquíes en el sótano de su casa, que había convertido en un pequeño taller. Posteriormente, tanto para protegerse de las acusaciones de sus vecinos del barrio de «brujería, herejía y ateísmo» como porque sus «hijos», cada vez más numerosos, no cabían en la casa de un modesto musulmán, se mudó del antiguo Estambul a Gálata, a una casa en la orilla de los francos.

Mientras proseguía convencido y apasionado su minucioso trabajo en aquella extraña casa al pie de la torre de Gálata, a la que también me llevó mi visitante, le enseñó a su hijo el oficio que él había aprendido por sí solo. Tras veinte años de trabajo, cuando en la entusiasta oleada de occidentalización de los primeros años de nuestra república los señores se quitaron el fez de la cabeza y se colocaron un panamá y las señoras arrojaron su çarsaf y se calzaron zapatos de tacón, por fin comenzaron a ponerse maniquíes en los escaparates de las famosas tiendas de ropa de la calle Beyoglu. Al ver aquellos primeros maniquíes, traídos del extranjero, el maestro Bedii se lanzó a la calle desde su taller subterráneo pensando que había llegado el día de la victoria que tantos años había esperado. Pero en aquella presuntuosa calle de comercios y diversiones llamada Beyoglu se encontró con una nueva decepción que de nuevo le impulsaría a la oscuridad de su vida subterránea, en esta ocasión hasta su muerte.

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