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Después, mientras me hablaba de las pequeñas ocas fabricadas en celuloide y que sacudían la cabeza que había vendido ininterrumpidamente durante años, de aquellas antiguas chocolatinas en forma de botella rellenas de licor de guindas y con una guinda dentro, o me contaba dónde podían encontrarse las mejores y más baratas varas para cometas de todo Estambul, comprendí que existía un lazo entre Aladino y sus clientes que hubiera debido ser explicado con palabras que él no podía encontrar. Quería tanto a la niña que va con su abuela a la tienda para comprar uno de esos aros con bolas que suenan como al muchacho lleno de granos que agarraba una revista francesa, se retiraba a un rincón de la tienda y se entregaba a hacer el amor en un abrir y cerrar de ojos con las mujeres desnudas que había entre sus páginas. Quería tanto al gafudo empleado de banca que compraba una novela en la que se relataba la increíble vida de las estrellas de Hollywood, que la leía esa misma noche en su casa y que a la mañana siguiente quería devolverla diciendo «Esta ya la tenía», como al anciano que le pedía insistente que envolviera el póster de una muchacha leyendo el Corán en un periódico sin ilustraciones. No obstante, era aquél un cariño prudente: quizá comprendiera un poco a la madre y a la hija que abrían como si fueran mapas los patrones de las revistas de modas y pretendían ponerse a cortar la tela en medio de la tienda, o a los niños que emprendían una guerra con sus tanques de juguete y los rompían en la lucha de unos contra otros antes de salir de la tienda; pero con los que preguntaban por linternas en forma de bolígrafo o llaveros con una calavera, se dejaba llevar por la impresión de que le enviaban señales de un universo que ni conocía ni comprendía. ¿De qué misteriosas señales era mensajero aquel hombre misterioso que iba un nevado día de invierno a su tienda y, en lugar del «Paisaje de Invierno» usado para los deberes escolares, le pedía con insistencia el «Paisaje de Verano»? Una noche, justo cuando iba a cerrar la tienda, entraron dos tipos sombríos, se dedicaron a tomar entre sus manos, con el cuidado, el afecto y la costumbre de médicos que sostuvieran niñas auténticas, unas muñecas de todos los tamaños que subían y bajaban los brazos y que llevaban vestidos de confección, a observar como si estuvieran hechizados cómo aquellas criaturas rosadas abrían y cerraban los ojos, y luego, después de hacer que les empaquetara una botella de raki y una muñeca, desaparecieron en una oscuridad que a Aladino le puso la piel de gallina. Después de muchos sucesos parecidos, Aladino estaba destinado, tal y como le sucedió, a soñar ahora con las muñecas que vendía en cajas y bolsas de plástico, imaginaba que, después de cerrar la tienda por las noches, las muñecas abrían y cerraban lentamente los ojos y que les crecía el pelo. Quizá iba a preguntarme de qué sería aquello una señal pero se dejó llevar por ese silencio desesperado y triste que llena a nuestros conciudadanos cuando tienen la sensación repentina de que han hablado demasiado y que están invadiendo en exceso el mundo con sus propios problemas. En esa ocasión nos callamos sabiendo que el silencio no se rompería en largo rato.

Mucho después, mientras Aladino salía de casa con el aspecto de estar disculpándose, me dijo que ya sabría yo y que escribiera como me apeteciese: quizá algún día escriba un buen artículo en el que hable de aquellas muñecas y de nuestros sueños, queridos lectores.

5. Es una niñería

«Cuando uno se va es por un motivo. Lo dice. Reconoce al otro el derecho a responder. No se va tal cual. No, es una niñería.»

Albertine desaparecida , MARCEL PROUST

Rüya había escrito la carta de despedida de diecinueve palabras con el bolígrafo verde que Galip había querido que siempre estuviera junto al teléfono. Como no veía el bolígrafo por allí ni lo encontró en la casa tras sus investigaciones posteriores, Galip decidió que Rüya había escrito la carta en el último momento, justo antes de cruzar la puerta: después de escribirla, Rüya debía de haberse echado el bolígrafo al bolso de repente por si lo necesitaba; porque la gruesa pluma que con tanto placer usaba cuando, una vez cada mil años, le daba por escribir con sumo cuidado una carta a alguien (carta que nunca terminaba, o que, si la terminaba, no metía en un sobre, o que, si la metía en un sobre, no echaba al correo), seguía donde siempre: en el cajón del dormitorio. Galip perdió mucho tiempo, con intervalos, para saber de qué cuaderno había sido arrancado el papel en el que había escrito la carta. A altas horas de la noche comparó el papel de la carta con las hojas de los cuadernos que sacó de los cajones del viejo armario en el que Rüya, por consejo de Celâl, había formado un pequeño museo de su propio pasado: el cuaderno de aritmética de la escuela primaria en el que había calculado la docena de huevos a seis piastras; el cuaderno de oraciones que había llevado obligatoriamente en las clases de religión en cuyas hojas posteriores el aburrimiento la había llevado a dibujar cruces gamadas y caricaturas del bizco profesor; un cuaderno de literatura (Hüsn-ü Ask puede caer en el examen) en cuyos márgenes había dibujado modelos de faldas y escrito los nombres de algunas estrellas del cine internacional y de apuestos deportistas y cantantes pop nacionales. Mucho después, tras una última tentativa en el interior de cajones que en cada ocasión le decepcionaban con la misma facilidad, en el fondo de cajas que le evocaban asociaciones de ideas estériles, debajo de la cama y en los bolsillos de la ropa de Rüya, que seguían oliendo con el mismo perfume como si quisieran convencer a Galip de que nada había cambiado, y tras la oración de la mañana, Galip encontró el cuaderno del que había sido arrancado el papel de la carta al capturar de nuevo su atención el viejo armario y alargar la mano al azar. En la mitad de aquel cuaderno, que ya había hojeado sin prestar atención ni a los dibujos ni a lo que había escrito (nuestro ejército realizó el golpe de Estado del 27 de mayo porque el poder devastaba nuestros bosques; la sección de la hidra se parece al jarrón azul que hay sobre el aparador de la Abuela), una hoja había sido arrancada precipitadamente. Aquella cruel precipitación era otro detalle, como todos los demás pequeños detalles que había ido reuniendo a lo largo de la noche, que no le llevaban a ninguna otra conclusión que no fueran vagas asociaciones de ideas y mínimos descubrimientos que se apilaban unos sobre otros como fichas de dominó.

Asociación de ideas: años atrás, en la escuela secundaria, Rüya y él estaban en la misma clase pero en pupitres distintos, el feo profesor de Historia, que aguantaba pacientemente sus burlas, no pudo resistir escuchar el crujido de las hojas que estaban siendo arrancadas precipitadamente de los cuadernos en medio del silencio que envolvió a la clase a causa del miedo al examen que había provocado al decir «¡Sacad papel y lápiz!», y gritó con su voz chillona: «¡No rompáis vuestros cuadernos! ¡Quiero folios! ¡Aquel que rompa los cuadernos de esta nación, que destRüya sus bienes, no es turco, sino un bastardo y le pondré un cero!». Y lo ponía.

Descubrimiento mínimo: en el silencio de la medianoche, interrumpido de manera insolente por el motor de la nevera, que funcionaba a intervalos imprevisibles, a la enésima vez que Galip registró el fondo del armario de la ropa de Rüya, encontró, junto a unos zapatos de tacón color verde oscuro que no se había llevado consigo al irse, una novela policíaca. No le iba a prestar mayor atención puesto que había cientos de ellas en la casa, pero su mano, acostumbrada por una noche a registrar todo lo que encontraba en el fondo de los armarios y en los rincones de los cajones, comenzó a volver por sí sola las páginas de ese libro negro en cuya portada se veía un pequeño buho de mirada traidora y encontró en su interior una fotografía recortada de una revista impresa en papel de calidad: un hombre apuesto y desnudo. Mientras Galip miraba el «órgano masculino» del hombre e instintivamente lo comparaba con el suyo, pensó: «¡Lo ha recortado de una revista extranjera que ha comprado en la tienda de Aladino!».

Asociación de ideas: Rüya sabía que Galip no tocaba las novelas policíacas porque no las soportaba. Galip se negaba a entretenerse con aquel mundo artificial en el que los ingleses eran lo más ingleses posible, los gordos absolutamente gordos y todos los demás objetos y sujetos, incluidos el culpable y las víctimas, ni siquiera se parecían a sí mismos, bien porque parecían indicios o porque el autor les forzaba a actuar como si lo fueran. («¡Pues yo me entretengo!», decía Rüya con su novela mientras engullía los cacahuetes y avellanas que había comprado en la tienda de Aladino). En una ocasión Galip le había dicho a Rüya que sólo sería capaz de leer una novela policíaca en la que el mismo autor ignorara quién era el asesino, si es que se escribía. Así, los objetos y los personajes, sin estar obligados a disfrazarse de pistas y de falsas pistas por la voluntad del autor omnisciente, podrían, por lo menos, estar en el libro imitando cosas de la vida real en lugar de las fantasías del autor. Rüya, que era mejor lectora de novelas que Galip, le preguntó cómo se podría poner límite a la acumulación de detalles de semejante novela. Porque en esas novelas los detalles siempre se utilizaban con un objetivo preciso.

Detalles: antes de salir de casa Rüya había rociado abundantemente el retrete, la cocina y el pasillo con un insecticida que tenía dibujadas una enorme cucaracha negra y otras tres rubias, éstas pequeñas, que realmente asustaban al consumidor (aún olía). Había girado el botón de lo que llamaban «calentador eléctrico» para calentar agua (quizá por distracción porque el jueves era el día del agua caliente en el edificio), había leído un poco el diario Milliyet (estaba arrugado), y había resuelto a medias el crucigrama con un lápiz que luego se había llevado consigo: túmulo, intervalo, selene, difícil; distribución, señalador, misterio, escucha. Había desayunado (té, queso, pan); no había hecho la colada. Había fumado dos cigarrillos en el dormitorio y cuatro en el salón. Se había llevado con ella sólo algunos vestidos de invierno, parte de sus productos de maquillaje aunque decía que le estropeaban la piel, sus zapatillas, las últimas novelas que había leído, un llavero vacío que creía que le traería suerte y que tenía colgado del asa de su cajón, un collar de perlas que era su único adorno y el cepillo del pelo con espejo por detrás y se había puesto el abrigo del color de su pelo. Debía de haber metido todo aquello en la vieja maleta de tamaño mediano que le había pedido prestada a su padre (el Tío Melih la había traído del Magreb) por si les resultaba necesaria en un viaje que nunca harían. Había cerrado la mayor parte de los armarios (de una patada) y los cajones, había colocado en sus sitios respectivos todas las chucherías que siempre dejaba por medio, y había escrito la carta de despedida de una sola vez, sin la menor vacilación: ni en el cubo de la basura ni en los ceniceros había restos de borradores rasgados.

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