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«Hace cuatro meses que no me ve», se dijo. La profunda sensación de ofensa inmerecida que su hija despertaba en él tan a menudo le encogió súbitamente el corazón, viva y lacerante como un dolor físico. «Los hijos son todos iguales… y sólo vives para ellos, sólo trabajas para ellos. Igual que mi padre, sí… A los trece años, lárgate y apáñatelas como puedas. Eso es lo que se merecen…»

Se quitó el sombrero, se pasó lentamente la mano por la frente para enjugarse el polvo y el sudor y luego miró hacia fuera con ojos ausentes. En verdad, había demasiada gente, gritos, sol, viento… La corta rue Mazagran estaba tan concurrida que el coche no avanzaba. Un niño, al pasar, pegó la cara al cristal de la ventanilla. Golder se acurrucó en el rincón y se subió el cuello del abrigo. Joyce… ¿Dónde estaría? ¿Con quién?

«Se lo diré -pensó con amargura-, esta vez se lo diré… Cuando quieres dinero, entonces soy tu querido dad , tu daddy , tu darling , pero luego ni el menor gesto de cariño, de…» Se interrumpió con un ademán cansado. Sabía de sobra que no le diría nada… ¿De qué serviría? En el fondo, Joyce todavía estaba en la edad de ser tonta y atolondrada. Una débil y fugaz sonrisa le distendió los labios. Sólo tenía dieciocho años.

Habían atravesado Biarritz, dejado atrás el Hôtel du Palais. Golder contempló con indiferencia el mar; pese al buen tiempo, estaba revuelto, con grandes olas verdes y blancas. Los intensos colores le dañaban la vista. Se puso la mano delante de los ojos y volvió la cabeza. Sólo al cabo de un cuarto de hora, cuando tomaron el camino del campo de golf, se inclinó hacia delante para ver su casa, que acababa de aparecer. Entre dos viajes, iba a pasar ocho días, como un extraño, pero cada vez le tenía más apego. «Me hago viejo. Antes… ¡Ah! Todo me daba igual… el hotel, el tren… Pero es agotador… Es una casa preciosa.»

Había comprado el terreno en 1916 por un millón y medio. Ahora valía quince. Era una casa construida con sillares, pesados y blancos como el mármol. Una casa hermosa, grande… Cuando el edificio se recortó en el cielo, con sus terrazas y su imponente y magnifico jardín, todavía poco frondoso pues el viento del mar retrasaba el rebrote de los árboles jóvenes, una expresión de ternura y orgullo suavizó las facciones de Golder.

– Un dinero bien invertido -murmuró satisfecho-. ¡Vamos, Alfred, más deprisa! -exclamó con impaciencia.

Desde abajo se veían con nitidez los arcos que formaban los rosales, los tamariscos, la avenida de cedros que descendía hasta el mar…

«Las palmeras han crecido…»

El coche se detuvo ante la escalinata, pero los únicos que salieron a recibirlo fueron los criados. Vio a la joven doncella de Joyce, que le sonreía.

– No están en casa, ¿verdad? -dijo Golder.

– No, señor. La señorita volverá a la hora de comer.

No preguntó adónde había ido. ¿Para qué?

– ¡El correo! -ordenó.

Cogió el fajo de cartas y telegramas y empezó a leerlos mientras subía la escalera. En la galería, se detuvo indeciso entre dos puertas similares. El criado que lo seguía con la maleta le indicó una habitación.

– La señora ha dicho que instaláramos al señor aquí. Su habitación está ocupada.

– Bien -murmuró Golder con indiferencia.

Una vez solo, se dejó caer en una silla con la expresión cansada y ausente de quien acaba de llegar a un hotel en una ciudad desconocida.

– ¿El señor va a descansar?

Golder dio un respingo y se levantó fatigosamente.

– No, no merece la pena -respondió, y pensó: «Si me acuesto, no volveré a levantarme.»

No obstante, después de bañarse y afeitarse, se sintió mejor. Sólo persistía un leve temblor en la punta de los dedos. Se fijó en ellos: estaban hinchados y blancos como la carne de un muerto.

– ¿Hay mucha gente en casa? -preguntó con esfuerzo.

– El señor Fischl, su alteza y el señor conde de Hoyos.

Golder se mordió el labio, pero no dijo nada.

«¿A qué alteza habrán descubierto ahora? Condenadas mujeres… Fischl -pensó con irritación-, ¿por qué Fischl, maldita sea? Y Hoyos…»

Pero Hoyos era un asiduo.

Bajó la escalera lentamente y se dirigió a la terraza. En las horas de más calor, la cubrían con grandes toldos de lona púrpura. Se tumbó en una hamaca y cerró los ojos. Pero los rayos de sol atravesaban la tela y conferían a la terraza una luz extraña, rojiza y temblorosa. Golder se revolvió febril en la hamaca.

«Este rojo… Otra estúpida idea de Gloria. ¿Qué demonios me recuerda este rojo? -murmuró-. Algo horrible… ¡Ah, sí! ¿Qué dijo aquella vieja bruja? Que la boca se le llenaba de espuma y sangre…»

Golder se estremeció, suspiró, varias veces volvió con dificultad la cabeza sobre los cojines cubiertos de delicados encajes, arrugados y empapados en su sudor. Después, de repente cayó dormido.

Cuando despertó, eran más de las dos, pero la casa parecía vacía.

«Aquí no ha cambiado nada», se dijo.

Con una especie de humor lúgubre, imaginó a Gloria como la había visto tantas veces, yendo a su encuentro por el jardín con paso vivo, balanceando el cuerpo sobre unos tacones demasiado altos, con la mano a modo de pantalla ante el viejo y pintado rostro, que se desdibujaba en la deslumbrante claridad. «Hello, David! ¿Cómo van los negocios? -le diría-. ¿Cómo estás?», pero sólo la primera pregunta requeriría respuesta. Más tarde, el fulgurante tropel de Biarritz invadiría la casa. Aquellas caras… Sólo de pensar en ellas se le revolvía el estómago. Todos los truhanes, los chulos, las viejas golfas del lugar… Y aquella gente se pasaría la noche bebiendo, comiendo y emborrachándose a su costa. Una corte de perros hambrientos. Se encogió de hombros. ¿Qué podía hacer? En otros tiempos lo encontraba divertido, halagador… «El duque de… El conde… Ayer, el maharajá, en mi casa…» Menuda basura. Cuanto más viejo se hacía y menos salud tenía, más le cansaba la gente, el jaleo, su familia, la vida…

Suspiró, dio unos golpecitos en el cristal que había detrás de él, llamó al jefe de comedor, que estaba preparando la mesa, y le indicó que recogiera los toldos. El sol resplandecía en el jardín y sobre el mar.

– ¡Hola, Golder! -oyó gritar.

Reconoció la voz de Fischl y se volvió lentamente sin responder. Pero ¿que necesidad tenía Gloria de invitarlo? Se había detenido en el umbral. Golder lo contempló casi con odio, como a una caricatura cruel: un judío rechoncho, pelirrojo y sonrosado de aspecto cómico, innoble y un tanto siniestro, con aquellos ojos chispeantes de inteligencia tras unas gafas de montura dorada, aquella barriga, aquellas piernecillas endebles, cortas y torcidas, y aquellas manos de asesino que sostenían tranquilamente un bote de porcelana con caviar a la altura de su corazón.

– ¡Golder, muchacho! ¿Vas a quedarte muchos días? -Fischl se acercó, cogió una silla y dejó el bote medio vacío en el suelo-. ¿Estabas durmiendo?

– No -gruñó Golder.

– ¿Cómo van los negocios?

– Mal.

– Pues a mí, de maravilla -dijo Fischl cruzando los brazos sobre el vientre con dificultad-. Estoy muy contento.

– Ya. Las perlas que cultivabas en la rada de Mónaco -rezongó Golder-. Creía que te habían metido en chirona.

Fischl rió de buena gana.

– Bah, sin problemas. Sí, pasé por los juzgados… Pero, como puedes ver, no me fue peor que otras veces -Fischl enumeró con los dedos-. Austria, Rusia, Francia. He estado en la cárcel en tres países. Espero que se haya acabado y me dejen en paz. Que se vayan al infierno. No quiero ganar más dinero, ya soy viejo… ¿Cómo estaba la Bolsa ayer? -preguntó tras encender un cigarrillo.

– Mal.

– ¿Sabes a cómo se pagaron las Huanchaca?

– A mil trescientos sesenta y cinco -respondió Golder frotándose las manos-. Te lanzaste de cabeza, ¿eh? -Y de pronto se preguntó por qué se alegraba tanto de que Fischl perdiera dinero. Nunca le había hecho nada. «Es curioso, pero no lo soporto», pensó.

Fischl se limitó a encogerse de hombros.

– Iddische Glick -dijo.

«Debe de estar nadando otra vez entre millones, el muy cerdo -pensó Golder, que sabía reconocer el leve estremecimiento, inconfundible y espontáneo, ese acento sordo y entre cortado que tiñe las frases despreocupadas y revela al hombre afectado tanto como un suspiro o una maldición; no lo percibió en Fischl-. Le trae sin cuidado.»

– ¿Qué haces aquí? -gruñó.

– Me ha invitado tu mujer… Oye… -Fischl se acercó y bajó la voz-. Muchacho, tengo un asunto que te interesará. ¿Has oído hablar de las minas de plata del Paso?

– Gracias a Dios, no -respondió Golder.

– Ahí hay miles de millones.

– Millones hay en todas partes, la cuestión es poder cogerlos.

– Haces mal negándote a que nos asociemos. Tú y yo hemos nacido para entendernos. Eres inteligente pero te falta audacia, afición al riesgo… Le tienes miedo al juez, ¿eh? -Fischl rió regocijado-. A mí no me gustan los negocios banales, vender, comprar… Prefiero crear, lanzar algo, emprender… Una mina en Perú, por ejemplo, que ni sabes dónde está… Mira, hace dos años me embarqué en algo parecido. Todavía no se había removido un palmo de tierra y las acciones ya estaban suscritas, por supuesto. Bueno, pues va y entran en escena los especuladores americanos… No me creas si no quieres, pero, chico, a los quince días los terrenos valían diez veces más. Vendí con unos beneficios enormes. Negocios así son pura poesía.

Golder se encogió de hombros.

– No.

– Como quieras… pero luego te arrepentirás. Aquello era legal. -Fischl fumó en silencio durante un instante-. Oye…

– ¿Qué?

Fischl lo miró entornando los ojos.

– ¿Marcus…?

El viejo rostro de Golder permaneció impasible; sólo un músculo tembló súbitamente en una comisura de sus labios.

– ¿Marcus? Ha muerto.

– Ya lo sé -dijo Fischl bajando la voz-. Pero ¿por qué? -preguntó bajándola aún más-. ¿Qué le hiciste, viejo Caín?

– ¿Que qué le hice? Pretendió timar al viejo Golder -respondió con súbita brusquedad, y sus chupadas y cenicientas mejillas enrojecieron de golpe-. Eso es peligroso…

Fischl rió.

– Viejo Caín… -repitió regocijado-. Pero tienes razón. Yo soy demasiado bueno. -Se interrumpió y aguzó el oído-. Ahí viene tu hija, Golder.

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