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Mientras tanto, Simon Alexeevitch seguía leyendo:

– «La sociedad Tübingen Petroleum podrá explotar todos los productos brutos y refinados sin pagar derechos ni solicitar autorización especial. Asimismo, podrá importar sin ningún gravamen las máquinas, herramientas y materias primas necesarias para sus operaciones y los productos de primera necesidad para los trabajadores…»

– Voy a decirle que pare, señor Golder -balbuceó Valleys precipitadamente-. No está usted en condiciones… está lívido.

Golder le agarró la mano con fuerza.

– Cállese… no me deja oír… ¡Cállese de una vez, por el amor de Dios!

– «Las cantidades que deberán abonarlos concesionarios al gobierno soviético oscilarán entre el cinco y el quince por ciento del rendimiento total de los campos petrolíferos y podrán elevarse al cuarenta por ciento del rendimiento de los pozos activos…»

Golder soltó una queja inarticulada y encorvó el cuerpo sobre la mesa. Simon Alexeevitch se interrumpió.

– Les hago notar que, en lo relativo a los pozos activos, la segunda subcomisión, cuyo informe puedo proporcionarles, estima…

Valleys notó que la mano helada de Golder buscaba la suya bajo la mesa y la agarraba convulsivamente. Sin vacilar, le apretó los dedos con fuerza. En ese momento, recordó de forma imprecisa que en cierta ocasión le había sujetado la mandíbula, rota y ensangrentada, a un setter agonizante. ¿Por qué aquel viejo judío le recordaba tan a menudo a un perro moribundo que da sus últimas boqueadas pero aún se revuelve con un gruñido feroz, dispuesto a morder, a soltar una última y rabiosa dentellada?

– Su nota a la cláusula veintisiete… -estaba diciendo Golder-. Nos ha hecho gastar saliva durante tres días… ¿Es que vamos a empezar otra vez? Siga…

– «La sociedad Tübingen Petroleum puede construir edificios, refinerías, conductos y todo cuanto sea necesario para sus trabajos. Las concesiones tendrán una duración de noventa y nueve años…»

Golder había soltado la mano de Valleys y, encorvado, medio echado sobre el hule manchado de tinta, se aflojaba la ropa sobre el pecho y se lo arañaba con las uñas, como si quisiera dejar los pulmones al descubierto. Con manos temblorosas, se apretaba el corazón con el salvaje e instintivo encarnizamiento del animal enfermo que restriega contra el suelo la parte que le duele. Estaba blanco como la pared. Valleys veía resbalar por su rostro las gotas de sudor, gruesas y abundantes como lágrimas.

Pero Simon Alexeevitch seguía leyendo con voz vibrante, casi solemne. Para concluir, se levantó un poco de la silla:

– «Cláusula setenta y cuatro y última. Al expirar la concesión, las mencionadas construcciones y toda la maquinaria de los campos petrolíferos pasarán a ser propiedad inalienable del gobierno soviético.»

– Se acabó -le susurró Valleys a su jefe con una especie de estupor.

Lentamente, el viejo Golder volvió a levantar la cabeza y pidió por señas que le dejaran una pluma. Empezó la ceremonia de las firmas. Los diez hombres estaban pálidos, callados, exhaustos.

Golder se levantó y se dirigió hacia la puerta. Los miembros de la comisión lo saludaron desde lejos, con reserva. El único que sonreía era el chino. Los demás parecían cansados y malhumorados. Golder los saludaba con una rápida y envarada inclinación de la cabeza, como un autómata.

«Ahora… -se dijo Valleys-. Se va a derrumbar, seguro. No puede más.»

Pero Golder no se derrumbó. Consiguió bajar la escalera. Sin embargo, una vez en la calle pareció sufrir un mareo; se detuvo, apoyó la frente contra una pared y se quedó inmóvil, temblando como una hoja.

Valleys llamó un taxi y le ayudó a subir. A cada sacudida, la cabeza de Golder se bamboleaba y caía hacia delante como la de un muerto. No obstante, el aire acabó reanimándolo. Respiró hondo y se palpó la cartera, a la altura del corazón.

– Bueno, asunto concluido… Los muy cerdos…

– Cuando pienso que llevamos aquí cuatro meses y medio… -murmuró Valleys-. ¿Cuándo regresamos, señor Golder? ¡Qué asco de país! -concluyó con vehemencia.

– Sí… Usted se irá mañana.

– ¿Cómo? ¿Y usted?

– Yo voy a Teisk.

– ¡Oh! -exclamó Valleys sorprendido-. Señor Golder… ¿es absolutamente necesario? -preguntó tras una vacilación.

– Sí. ¿Por qué?

Valleys se sonrojó.

– ¿No puedo acompañarle? No quisiera dejarlo solo en este país incivilizado. No se encuentra bien.

Golder se encogió de hombros con un vago gesto de fastidio.

– Debe usted irse lo antes posible, Valleys.

– Pero ¿no podría usted… pedir que le manden a alguien? No es prudente viajar así en su estado, y solo…

– Estoy acostumbrado -gruñó Golder con sequedad.

– ¡Habitación diecisiete! -gritó el recepcionista desde abajo-. ¡La primera a la izquierda del pasillo!

Al cabo de un instante, la luz se apagó. Golder siguió subiendo, tropezando en los escalones, que no se acababan nunca, como en una pesadilla.

Tenía el brazo hinchado y dolorido. Dejó la maleta en el suelo, buscó a tientas el pasamanos, se inclinó hacia el hueco de la escalera y llamó. Pero no respondieron. Maldijo entre dientes, subió otros dos peldaños jadeando, volvió a pararse y apoyó la cabeza contra la pared.

Y no es que la maleta pesara; sólo contenía artículos de aseo y una muda de ropa. En aquellas provincias soviéticas siempre llegaba un momento en que había que cargar con el equipaje; se había dado cuenta apenas se había alejado de Moscú… Pero, por ligera que fuese, casi no podía levantarla. Estaba más cansado que un perro.

Había salido de Teisk el día anterior. El viaje le había resultado tan pesado que había estado a punto de hacer que pararan a medio camino. ¡Por veintidós horas en coche! «Vejestorio», gruñó para sus adentros. Pero aquel Ford estaba en las últimas y los caminos de montaña eran casi impracticables. Los botes y las sacudidas lo habían dejado molido. A última hora de la tarde se había averiado el claxon y, al pasar por un pueblo, el conductor había recogido a un chico que se había subido al estribo y, con una mano aferrada al techo y dos dedos de la otra metidos en la boca, no había parado de silbar desde las seis hasta medianoche. Todavía le parecía oírlo. Golder se tapó los oídos con una mueca de dolor. Y el ruido de chatarra del viejo Ford, la vibración de los cristales, que daba la impresión de que fueran a desprenderse en cada curva… Por fin, cerca de la una, habían visto unas luces temblorosas. Era el puerto en el que embarcaría para Europa al día siguiente.

En otros tiempos había sido uno de los principales centros mundiales del comercio de trigo. Golder lo conocía bien. Había llegado allí con veinte años. En aquel puerto se había subido a un barco por primera vez.

Ahora sólo un puñado de vapores griegos y cargueros soviéticos fondeaban en los muelles. La ciudad tenía un aspecto de pobreza y abandono que encogía el corazón. Y el hotel, sucio, oscuro y con agujeros de bala en las paredes, era indeciblemente siniestro. Golder lamentaba no haber regresado vía Moscú, como le habían aconsejado en Teisk. Los barcos no transportaban más que schurum-burum , los mercaderes orientales que recorren el mundo cargados con sus fardos de alfombras y pieles viejas. Pero una noche se pasa de cualquier manera. Golder no veía el momento de marcharse de Rusia. Pasado mañana estaría en Constantinopla.

Había llegado a su habitación. Soltó un profundo suspiro, encendió la luz y se sentó en un rincón, en la primera silla que vio, dura e incómoda, con un rígido respaldo de madera negra.

Estaba tan cansado que le bastó con cerrar los párpados un instante para quedarse traspuesto. Pero apenas durmió un minuto. Volvió a abrir los ojos y escrutó la habitación con expresión ausente. Una leve corriente de aire movía la bombilla del techo haciéndola parpadear como si fuera a apagarse, como una vela expuesta al viento. Iluminaba estampas descoloridas, amorcillos de muslos otrora rojos como la sangre pero ahora cubiertos por una pátina de polvo oscuro. Era una habitación enorme de techo alto y muebles de madera negra y terciopelo granate, con una mesa en medio y un viejo quinqué cuyo globo, lleno de moscas muertas, parecía tapizado de densa mermelada negra.

Naturalmente, las balas también la habían alcanzado. En un lado, sobre todo, el tabique estaba atravesado por orificios enormes y el yeso, agrietado en forma de estrella, se descascarillaba poco a poco e iba amontonándose en el suelo como fina arena. Golder tocó distraídamente el desconchón y luego se sacudió las manos y se levantó. Eran más de las tres.

Dio unos pasos, volvió a sentarse, se inclinó para quitarse los zapatos y se quedó agachado, con el brazo estirado, inmóvil. ¿Para qué iba a desnudarse? No podría dormir. No había una jarra de agua. Fue al lavabo y abrió un grifo. Nada. Hacía un calor asfixiante y no corría ni un soplo de brisa. El polvo y el sudor le pegaban la ropa interior al cuerpo. Cuando se movía, la tela húmeda le daba escalofríos en los hombros, desagradables como los que provoca la fiebre.

«¡Qué ganas tengo de marcharme de este país, Dios mío!», se dijo.

La noche se le estaba haciendo eterna. Aún faltaban tres horas. El barco no zarpaba hasta el amanecer. Pero, claro, se retrasaría… En el mar todo iría mejor. Soplaría un poco de viento, un poco de aire. Y luego, Constantinopla. El Mediterráneo. París. ¿París? Pensó en todos aquellos hipócritas de la Bolsa y sintió una vaga satisfacción. «¿Sabe que el viejo Golder…? Pues sí. ¿Quién lo habría dicho, eh? La verdad es que parecía acabado.» Golder creía estar oyéndolos. Gentuza… ¿Qué podrían valer ahora los Teisk? Trató de calcularlo, pero era difícil… Desde la marcha de Valleys no tenía noticias de Europa. Tiempo al tiempo… Jadeó ruidosamente. Era curioso, pero no podía imaginar cómo sería su vida después de aquella travesía. Tiempo al tiempo… Joy… Hizo una mueca. Joy… De tarde en tarde, sin duda, cuando su marido, o ella misma, perdieran en el juego, se acordaría de que existía el viejo, se presentaría en casa, cogería el dinero y volvería a desaparecer durante meses… Expresamente, había hecho estipular a Seton que ella no podría tocar el capital. «Si no, desde el día de su boda hasta el de mi muerte…» No acabó la frase. No se forjaba ilusiones.

– He hecho todo lo que estaba en mi mano -dijo con tristeza en voz alta.

Se había quitado los botines. Fue hasta la cama y se acostó. Pero desde hacía algún tiempo no podía estar acostado. Se ahogaba. A veces se quedaba dormido, pero se despertaba enseguida respirando con ansia y soltando unos extraños gemidos que oía apenas, como en sueños, y que le parecían estremecedores e incomprensibles, cargados de una oscura y siniestra amenaza. Nunca supo que quien se quejaba de aquel modo, gimiendo como un niño, era él.

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