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– ¿Ah, sí?

– Sí. -Tübingen bajó la cabeza-. La Amrum ha pagado lo de nuestros campos de Persia, Golder.

– ¿Han reanudado ustedes las negociaciones?

– Claro, de inmediato. Quería tener todo el Cáucaso. Quería el monopolio del refinado y ser el único distribuidor mundial de los derivados del petróleo ruso.

Golder esbozó una sonrisa.

– Como ha dicho usted hace un momento, era demasiado. No les gusta ceder demasiada fuerza económica, y en consecuencia política, a los extranjeros.

– Son imbéciles. A mí no me interesa su política. En su casa, cada cual es libre de hacer lo que quiera. Pero, una vez allí, no les habría dejado meter la nariz en mis asuntos más de la cuenta, eso se lo aseguro…

Golder soñó en voz alta:

– Pues yo… yo habría empezado por Teisk y los Aroundgis. Y poco a poco, más adelante… -Abrió la mano y la cerró rápidamente como si atrapara una mosca-. Me habría hecho con todo lo demás… con todo… todo el Cáucaso, todo el petróleo…

– Sí. He venido a verlo para proponerle que retomemos el asunto.

Golder meneó la cabeza.

– No. Yo ya no cuento. Estoy enfermo… medio muerto.

– ¿Ha conservado las acciones de Teisk?

– Sí -respondió tras una vacilación-. Aunque no sé por qué… Para lo que valen… Debería venderlas al peso.

– Desde luego, si la Amrum obtiene la concesión, I'll be damned si valen ni siquiera eso… Si la obtengo yo… -El anciano se interrumpió.

Golder negó con la cabeza.

– No -dijo apretando los dientes con cara de dolor.- No.

– ¿Por qué? Lo necesito. Y usted a mí.

– Lo sé. Pero no quiero volver a trabajar. No puedo. Estoy enfermo. El corazón… Sé que no renunciar a los negocios ahora supondría mi muerte. No. ¿Para qué? A mi edad ya no necesito gran cosa. Sólo vivir.

Tübingen meneó la cabeza.

– Yo tengo setenta y seis. Dentro de veinte o veinticinco años, cuando todos los pozos de Teisk estén funcionando, llevaré mucho tiempo bajo tierra. A veces lo pienso… Lo mismo que cuando firmo un contrato: ¡noventa y nueve años! En ese tiempo, no sólo yo, sino también mi hijo, mis nietos y los hijos de mis nietos, todos reposaremos juntos en el seno del Señor… Pero siempre habrá un Tübingen. Para él es para quien trabajo.

– Yo no tengo a nadie -dijo Golder-. Así que, ¿para qué?

Tübingen cerró los ojos.

– Queda lo que se ha creado. -El anciano alzó lentamente los párpados y lo miró como si pudiera ver a través de él-. Lo que… -repitió animándose, con la voz grave y profunda de quien habla de la ambición más secreta de su corazón- se ha construido, creado… lo que permanece…

– Y en mi caso, ¿qué quedaría? ¿El dinero? ¡Bah, no merece la pena! Si te lo pudieras llevar a la otra vida…

– «El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!» -recitó Tübingen en voz baja, con la inflexión monótona y rápida del puritano empapado de las Escrituras desde la infancia-. Es la ley. Contra eso no puede hacerse nada.

Golder soltó un profundo suspiro.

– No. Nada.

– Soy yo -dijo Joyce. Se le había acercado hasta rozarlo, pero él no se movía-. Cualquiera diría que ya no me reconoces… Dad -exclamó de pronto, como antaño.

Sólo entonces, Golder se estremeció y cerró los ojos, como cegado por una luz hiriente. Extendió la mano con tan poca fuerza que apenas rozó la suya, y la dejó caer de nuevo sin decir nada.

Joyce arrastró un taburete hasta su sillón, se sentó, se quitó el sombrero, sacudió la cabeza con un gesto que él no había olvidado, y luego se quedó inmóvil, seria, muda.

– Has cambiado -murmuró Golder a disgusto.

– Sí -respondió ella con una sonrisa triste.

Estaba más alta y más delgada, y tenía un aire extraño, indefinible, de abatimiento, desconcierto y cansancio.

Llevaba un espléndido abrigo de piel de marta. Con un gesto brusco, lo dejó caer al suelo a sus espaldas y le mostró el escote: en lugar del collar de perlas que le había regalado él, lucía una sarta de esmeraldas verdes como la hierba, tan puras y enormes que Golder se quedó mirándolas sin decir nada, con una especie de estupefacción.

– ¡Sí, ya veo! -dijo al fin con tono duro-. Tú también te las has arreglado… Pero entonces… ¿a qué has venido? No entiendo…

– Es un regalo de mi novio -dijo ella con voz monótona-. Me caso.

– ¡Ah! -murmuró Golder, y haciendo un esfuerzo añadió-: Enhorabuena. -Joyce no respondió. Él se quedó pensando, se pasó la mano por la frente varias veces y suspiró-. Entonces, espero que… -Se interrumpió-. Por lo que veo, es rico. Estarás contenta…

– ¡Contenta…! -Joyce soltó una risita desesperada y se volvió hacia él-. ¿Contenta? ¿Sabes con quién me caso? ¡Con el viejo Fischl! -exclamó, visto que él no se lo preguntaba.

– ¡Fischl!

– ¡Pues sí, Fischl! ¿Qué esperabas que hiciera? Ya no tengo dinero, ¿no? Mi madre no me da nada, ni un céntimo, ya la conoces, sabes que preferiría verme muerta de hambre antes que soltar un franco, ¿o es que no sabes cómo es? ¿Entonces? ¿Qué quieres? Y encima, agradecida porque se quiere casar conmigo… Si no, tendría que acostarme con él, simplemente, ¿no? Puede que fuera mejor, más fácil… Una noche de vez en cuando… Pero no quiere, ¿sabes? El viejo cerdo quiere más por su dinero -dijo de pronto con voz temblorosa de ira-. ¡Ah, cuánto me gustaría…! -Se interrumpió, se mesó el pelo y lo estiró con fuerza, desesperada-. Me gustaría matarlo -dijo al fin, lentamente.

Golder rió con dificultad.

– ¿Por qué? No, mujer, ¡si está muy bien, es magnífico! ¿Fischl? Tiene mucho dinero, ¿sabes? Cuando no está en la cárcel… Y podrás engañarlo con tu… ¿cómo se llama? Con tu gigoló… Serás muy feliz, ya verás. Sí, era el final apropiado para una golfa como tú, lo llevabas escrito en la cara. Sin embargo… sin embargo, no era lo que soñaba para ti, Joyce.

Golder palideció más. «¿Y a mí qué me importa, por Dios? -pensó febrilmente-. ¿A mí qué? Que se acueste con quien quiera, que vaya a donde quiera.» Pero su orgulloso corazón sangraba como antaño. «Mi hija… porque para todos, y pese a todo, es mi hija, la hija de Golder… ¡Y nada menos que con Fischl!»

– Si supieras lo desgraciada que soy…

– Quieres demasiadas cosas, pequeña, dinero, amor… En esta vida hay que elegir. Pero tú ya has elegido, ¿eh? -Esbozó una mueca amarga-. Nadie te obliga, ¿no? ¿Entonces? ¿Por qué lloriqueas? Lo has decidido tú.

– ¡Ah, todo esto es culpa tuya, sólo tuya! El dinero, el dinero… Pero ¿qué puedo hacer?, yo no sé vivir de otra manera… Lo he intentado, te juro que lo he intentado. Si me hubieras visto este invierno… ¿Sabes el frío que ha hecho? Como nunca, ¿verdad? Pues yo iba por ahí con mi abriguito gris de otoño (lo último que me encargué antes de que te fueras) ¡llamando la atención! No puedo, no puedo, ¿qué culpa tengo si no estoy hecha para eso? Las deudas, los problemas, todo eso… Así que, tarde o temprano, tendré que hacerlo, ¿no? Si no es éste será otro. Pero Alec, ¡Alec…! Que engañe a Fischl, dices… ¡Claro! Pero, si crees que podré hacerlo tan fácilmente, estás muy equivocado… ¡Ah, tú no lo conoces! Cuando ha pagado por algo, lo vigila, no sabes cómo lo vigila… ¡Ese viejo, ese asqueroso viejo…! ¡Oh, me gustaría morirme! Soy muy desgraciada, estoy sola, lo paso mal, ¡ayúdame, dad , no tengo a nadie más que a ti! -Joyce le cogió las manos, se las apretó y retorció febrilmente-. ¡Responde, habla, di algo! O en cuanto salga de aquí me mato. ¿Te acuerdas de Marcus? Dicen que se mató por tu culpa. Bueno, pues ¡también mi muerte caerá sobre tu conciencia!, ¿me oyes? -gritó de pronto con su vibrante y aguda voz de niña, que resonó de un modo extraño en el piso vacío.

Golder apretó los dientes.

– ¿Qué pretendes, asustarme? ¡No me tomes por idiota! Además, ya no tengo dinero. Déjame. Nada nos une. Lo sabes de sobra. Siempre lo has sabido. No eres mi hija… Lo sabes… Sabes perfectamente que eres hija de Hoyos… Bueno, pues vete a verlo a él. Que te proteja él, que te mantenga él, que trabaje él para ti. Ahora le toca a él… Yo ya he hecho bastante por ti, ya no es asunto mío, ya no tengo nada que ver… ¡Vete! ¡Vete!

– ¿Hoyos? ¿Estás… estás seguro? ¡Oh, dad , si supieras…! Alec y yo nos vemos en su casa… y delante de él, nosotros… -Escondió el rostro entre las manos. Golder vio resbalar las lágrimas entre sus dedos-. Dad -repitió con desesperación-. ¡Sólo te tengo a ti, no tengo a nadie más que a ti! Si supieras lo poco que me importa que seas o no mi padre… ¡No te tengo más que a ti! Ayúdame, te lo suplico… Deseo tanto ser feliz… Soy joven, quiero vivir, quiero… ¡quiero ser feliz!

– No eres la única, pequeña… Déjame, déjame…

Golder hizo un gesto vago con la mano, rechazándola y al tiempo atrayéndola. De repente se estremeció y dejó que sus dedos se deslizaran a lo largo de la nuca inclinada, de los cortos cabellos dorados impregnados de perfume… Sí, tocar otra vez aquella carne extraña, sentir bajo la palma de la mano la débil y presurosa palpitación de la vida, como antaño, y después…

– ¡Ah, Joyce! -murmuró con el corazón encogido-. ¿Por qué has venido, pequeña? Con lo tranquilo que estaba…

– ¿Y adónde querías que fuera, Dios mío? -respondió ella estrujándose las manos-. ¡Ah, si tú quisieras, sólo con que quisieras…!

Golder se encogió de hombros.

– ¿Qué? ¿Quieres que te dé a tu Alec, y de por vida, con dinero, joyas, como antes te daba juguetes? ¿Eso quieres? Pues ya no puedo. Es demasiado caro. Tu madre te ha dicho que todavía tengo dinero, ¿verdad?

– Sí.

– Pues mira cómo vivo. Me queda lo justo para aguantar hasta que muera. Pero a ti te duraría un año.

– Pero ¿por qué? -preguntó Joyce con desesperación-. Haz como antes, negocios, dinero… Es fácil…

– ¿Ah, sí? ¿Eso crees? -Volvió a acariciar la delicada cabeza rubia con una especie de temerosa ternura-. Mi pobre, mi pequeña Joyce…

«Es curioso -pensó apesadumbrado-, pero sé perfectamente cómo acabaría todo… En dos meses se habría hartado de acostarse con su Alec, o con quien fuese, y todo habría terminado… Pero ¡Fischl! ¡Ah, si al menos se tratara de otro, de cualquier otro! Pero Fischl… -se repitió con odio-. Después el muy canalla dirá: "La hija de Golder vino sin nada, sólo con lo puesto…"»

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