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– Lyle, ¿tú estás seguro de que estás casado? Se cuenta por ahí que tienes alguna historia, sólo que con tantas mujeres, y en tantos sitios a la vez, que es imposible que además estés casado. Eso se cuenta, vaya.

Lyle pestañeó mirando su cerveza y sonrió para sus adentros.

– Tengo entendido que llevaba una chapa de visitante.

– Correcto -dijo McKechnie.

– ¿Y visitante de quién? Es obvio que de eso se trata.

– Fue a visitar a George Sandbauer.

– Eso no lo sabía.

– George se lo encontró en el parqué.

– Pues no queda más remedio que preguntarse por qué, si se conocían, el tipo le pegó un tiro allí mismo, en vez de hacerlo en alguna callejuela.

– A lo mejor no tenía planeado pegarle un tiro.

– Tuvieron una discusión -dijo Lyle.

– Tuvieron una discusión y el tipo saca el arma. Que, por cierto, se ha encontrado por ahí. Una pistola de juez de atletismo, pero con el cañón ahuecado para disparar munición del calibre veintidós.

– ¿Cómo es posible tener una discusión en pleno parqué con un tipo de fuera? ¿Quién tiene tiempo para ponerse a discutir con alguien que, además, resulta que es tu visitante?

– No todo el que entra con una chapa de visitante es tu cuñada recién llegada de East Hartford. Es posible que George tuviera algunos amiguetes interesantes.

Con el dedo índice, McKechnie hizo un movimiento en zigzag sobre los vasos. El camarero se dirigió hacia ellos, aunque hablando con otro cliente por encima del hombro.

– Sabes bien lo que todo esto significa, ¿sí o no?

– Dímelo tú, Frank.

– Significa que instalarán uno de esos aparatos de detección de metales y todos tendremos que pasar por el aro al entrar en el parqué. Odio esos malditos artilugios. Te pueden dañar gravemente la médula ósea, ¿lo sabías? Bastante asquerosa es la vida que llevo ya.

3

Lyle estaba sentado en su casa junto a la ventana, en vaqueros y camiseta, descalzo, bebiendo una cerveza irlandesa.

Pammy compró fruta en un puesto callejero. Le encantaba la pinta de la fruta en las cajas, al aire libre, las ' hileras superpuestas de melocotones y de uvas. Comprar fruta fresca le hacía sentirse bien. Era un acto de excelencia moral. Estaba deseando llegar a casa con las uvas, colocarlas en un frutero y rociar los racimos con abundante agua fría. Le producía un gran placer sopesar los racimos con ambas manos, notar el agua que los enfriaba. Y luego, los melocotones. El tacto de los melocotones.

Lyle recordó haber visto algunas monedas sueltas en el dormitorio. Fue allí. Los encontró al cabo de diez minutos. Tres monedas de un centavo sobre una caja de Kleenex color cobre y castaño. Oyó a Pam sacar las llaves del bolso. Apiló las monedas sobre la cómoda. Las fichas de transporte en el lado derecho, las monedas en el izquierdo. Volvió a la ventana.

Pammy tuvo que dejar la bolsa de la fruta antes de lograr abrir la puerta. Se acordó de lo que le había inquietado, la vaga presencia. Su vida. Detestaba su vida. Era una cosa de medio pelo, una molestia menor. Tendía a olvidarla a la primera de cambio. Cuando se acordaba de lo que había estado pensando, se daba por satisfecha al recordarlo y aliviada en el fondo de que no fuese nada peor. Empujó la puerta del apartamento.

– Vaya, ya llega.

– Hola. Si estás en casa…

– ¿Qué llevas en ese bolsón tan gracioso y tan húmedo?

– A lo mejor no te lo enseño.

– Fruta.

– Te he comprado un melón de Aviñón.

– ¿A mí me gusta el melón de Aviñón? -dijo Lyle.

– Y mira qué ciruelas. ¿A que no te lo crees?

– ¿Quién se comerá todo eso? Tú nunca las pruebas. Pruebas un poco cuando lo sacas de la bolsa y se acabó, Chiquita. Tratándose de fruta, te encoges.

– Pero a ti te gustan las ciruelas.

– Así que dices que es para mí, mira qué te he traído, la mandarina más grande del mundo, ñam, ñam.

– Es que para mí la fruta es muy bonita.

– Sí, en el cajón de la nevera correspondiente, donde cada pieza encoge como un feto.

– ¿Y esa cerveza que me ibas a poner? -dijo ella.

Él había adoptado una mueca rara, presunta imitación de la cara de virtuosa de la fruta que tenía ella, y que a ella le hizo reír. Avanzó por al apartamento quitándose prendas de vestir, dejando la fruta en su sitio, sacando una fuente de queso y galletas saladas. Había pedazos de ella por todas partes. Lyle la observó, tarareando algo.

– Hoy han matado a un fulano en el parqué. De un disparo.

– ¿Cómo? ¿En la Bolsa?

– Alguien le pegó un tiro. De sopetón.

– ¿Tú lo viste?

– Bingo.

– ¡Joder! ¿Quién ha sido? ¿Otra vez los puertorriqueños?

Él extendió la mano cuando ella pasaba por delante. Ella se acomodó en él a la vez que él se levantaba de la silla. Notó el pulgar de él en la base de la espalda, colándose por el sujetador. Se estiró para cerrar las cortinas. Él se sentó de nuevo, tarareando algo, con los brazos en alto, mientras ella le quitaba la camiseta.

– No diría yo que hayan sido los puertorriqueños. No querría yo decir, mejor dicho, que hayan sido ciudadanos de color, ni ninguno de los blancos cargados de buenas intenciones, que han enarbolado la lucha contra la lucha, sin saber, date cuenta, que el sistema capitalista y la estructura del poder y los patrones represivos son por sí mismos una dura lucha. No es cosa fácil ser el opresor del otro. Es un trabajo duro, diario, de perros, sin ningún encanto. Peor que triturar las aceras, rebuscar en archivos, llamar por teléfono una y mil veces. El éxito de la opresión depende de ello. Por eso diría, a modo de conclusión, que se empeñan en luchar contra la lucha. Pero no querría yo decir que hayan sido los puertorriqueños, los antisistema, lo que quieras. No fue una bomba, tenlo en cuenta. Fue un arma. Bang, bingo.

Pammy y Lyle, desnudos, estaban cara a cara en la cama blanca, arrodillados, las manos del uno en los hombros del otro, bajo una luz plana, que menguaba por décimas de segundo. La habitación estaba a salvo del escueto atardecer de la calle, la hora de los ruidos pensativos, cuando todo queda suspenso. Funcionaba el aparato del aire acondicionado, un zumbido agudo. Con cada descarga, un tinte neutro, un residuo, como de ceniza enfriada, impregnaba la habitación. Pammy y Lyle comenzaron a tocarse. Conocían las imágenes cambiantes de la similitud física. Era un vínculo tácito, parte de su conciencia compartida, el silencio minado entre personas que viven juntas. Acurrucado cada cual en las extremidades y siluetas del otro, parecían repetibles, células hijas de alguna división muy precisa. Sus lenguas derivaron sobre carne más húmeda. Este presentimiento de lo húmedo, una intuición de la naturaleza sumergida, fue lo que los puso a cien uno con otro, a mordiscos, a arañazos de ansia. A él le supo a vinagre el pelo alborotado de ella. Se separaron un momento, se tocaron desde una distancia calculada, se sondearon introspectivamente, un intercambio complejo. Él se levantó de la cama para apagar el aire acondicionado y subir la ventana. La velada se había recargado de fragancias. Atronaba encima de ellos. Lo mejor del verano eran esas tormentas que llenan una habitación, casi medicinalmente, de climatología, de luz variable. La lluvia golpeaba con fuerza los cristales. Vieron los árboles capear vientos racheados. Lyle se había mojado al abrir la ventana, las manos y el abdomen, y ambos esperaron a que se secara, hablando con acentos extranjeros de una tormenta que les había pillado en coche, en los Alpes, riéndose en «portugués» y en «holandés». Ella se retorció apretándose contra él, la soledad de ambos convertida en un refugio contra la tormenta. Perdieron contacto durante un momento. Ella lo atrajo hacia sí, necesitada de ese conflicto de superficies, la palpable lógica de su polla dentro de ella. Lo agarró con fuerza, se soltó al contagio del movimiento recurrente, alzándose, doloridos y juguetones, asilvestrados como dos cachorros de tigre.

Es hora de «actuar», pensó él. Ella tenía que quedar «satisfecha». Él tenía que ponerse a «su servicio». Ambos harían esfuerzos por «interactuar».

Cuando estuvo seguro de que habían acabado los dos, él se apartó y notó una mínima rociada de lluvia después de que alcanzara el alféizar. Tumbados de espaldas recuperaron el aliento. Ella quiso una pizza. Se sintió culpable por no apetecerle la fruta. Pero se había pasado el día trabajando, tomando ascensores, trenes. No podía afrontar las consecuencias de la fruta, su condición perecedera, la obligación que entrañaba el comerla. Quería sentarse en un rincón, sola, y atiborrarse de comida basura.

«Está a punto de encerrarse en el cuarto de baño», pensó él.

Oscureció. Ella se sentó al pie de la cama para vestirse. La lluvia amainó. Pammy oyó la camioneta de los helados de Mister Softee en la calle. Se anunciaba con música enlatada, un sonido que ella odiaba, la misma cantinela mecánica, de organillo, que le llegaba todas las noches. No era capaz de oír ese ruido sin sentir una grave opresión mental. Para indicarlo, emitió un zumbido grave, sordo, con una trémula «m» para reseñar que estaba de veras al filo de lo insoportable.

– Hay un auténtico Mister Softee.

– Ya lo creo -dijo ella.

– Va sentado en la trasera de la camioneta. Es el que hace el ruido, no es una música grabada en cinta. Lo hace con la boca. Le sale por ¡a boca. Ése es su lenguaje. Así es como hablan en las traseras de las camionetas de los helados por toda la ciudad. No diré que por toda la nación, aún no se ha extendido tanto.

– Un fenómeno local.

– Está ahí sentado, babeando. Es gordísimo, paste-loso. Ni siquiera se puede levantar. No tiene consistencia en las carnes.

– Ni tampoco genitales.

– Sí, deben de estar por alguna parte.

– Dejémonos de bromas y hablemos -dijo ella.

Se tumbó en la cama con camiseta y vaqueros, y se acomodó a su lado, apretándose contenta contra él. Él hizo un ruido y le dio un mordisco en la cabeza. Ella le arañó las costillas.

– Cuidado.

– Es que yo me gano la vida mordiendo cabezas.

– Ándate con cuidado, que sé dónde y cómo duele.

Él hizo un ruido de succión. Parecía interesarle más que cualquier otro de los ruidos que hiciera. Había desarrollado atragantamientos y resuellos a partir del ruido original. Comenzó a ahogarse, a asfixiarse, respirando trabajosamente, convulso. Pammy contestó el teléfono al cuarto o quinto timbrazo, como hacía siempre, a juicio de él, bien porque le parecía chic, bien por fastidiarle. Era Ethan Segal. Había pensado en acercarse a verlos con Jack. ¿Qué tenemos para darles de beber?

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