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Su taxi salió a toda velocidad hacia el este, como si estuviera en un tris de tirar por la borda la mitad posterior. El piso estaba sereno. Los objetos se hallaban envueltos por una pálida luz, renacidos. Una cesta de mimbre que había olvidado que tuvieran. Una silla de anea que habían comprado justo antes de marcharse ella. Su recuerdo en las cosas.

No podía conciliar el sueño. El largo trayecto aún se devanaba en su cuerpo, temblores, rayazos. Encendió el televisor en blanco y negro, el del dormitorio. Daban una película antigua, insustancial y aburrida, cosecha de los años cincuenta. Había un hombre, el héroe, cuya vida de clase media se iba haciendo añicos poco a poco. Primero su hermano, la oveja negra de la familia, seriamente endeudado, perseguido por unos mañosos de chichinabo. Llamadas telefónicas, reuniones, un diálogo sesgado. Luego estaba su esposa, hospitalizada, al parecer muñéndose de una enfermedad de la que nadie quería ni hablar. En una serie de escenas tediosamente detalladas, aparecía investida de valentía, de cólera, de recapacitación, de estridencia. Pammy no pudo dejar de mirarla. Era tan de medio pelo que resultaba magnética. Experimentó una casi total obliteración de la conciencia. A lo largo de los anuncios, de fabricantes de piscinas y de institutos de informática, aguantó en la silla junto a la cama. A medida que la película fue tornándose más sensiblera, su enojo fue en aumento. La ventanilla del autobús se había convertido en una pantalla de televisión llena de duelos en serie. El hijo mayor del héroe comenzó a pasar por estados sucesivos de lo que el médico llamó «sensibilidad reducida». Se sentaba en el suelo presa del estupor, incapaz de hablar, o negándose en redondo a decir nada, las extremidades inmóviles. Fueron en aumento las llamadas telefónicas del hermano del héroe. Necesitaba pasta y la necesitaba ya, si no… Otra escena de hospital. La esposa recitaba un pasaje de una carta de amor que el héroe le había escrito cuando eran jóvenes los dos.

Pammy estaba rebosante de emoción. Trató de quitársela de encima, a sabiendas de que era una emoción teñida por la artificialidad de la película, por lo sencillamente horrorosa que era. Notó que se henchía en ella, a su través, esa pena inmensa. Su rostro adquirió cierto tinte. Se pasó la mano derecha por el lado de la cabeza, los dedos bien abiertos. Le sobrevino entonces un sollozo liberador, imparable, una avalancha. Siguió sentada con las manos en las sienes por espacio de un cuarto de hora, llorando, cuando murió la esposa, se recuperó el niño, el hermano juró recuperar su amor propio, y el héroe con pantalones de pinzas veía a su hijo menor cabalgar en un pony.

Eso hacían las películas a las personas, fuesen o no horrorosas. Por fin se levantó y fue a la cocina. Le pareció que tenía la cara recién terminada, una superficie externa de un tejido en carne viva. Supuso que había ido dejándose llevar hasta eso. Había por doquier placeres desconcertantes, topografías enteras predispuestas de modo que las personas reaccionaran ante un estímulo del mercado de masas. No era nada malo sucumbir a unos cuantos sentimientos falseados. Le apetecía un bocadillo de rosbif, una cerveza fría. Allí no había más que sopas de sobre.

Pasaba de la medianoche, pero a la vuelta de la esquina había una delicatessen que no cerraba. Se vistió y bajó a la calle, sorprendida de no encontrársela desierta. El quiosco de prensa aún hacía negocio, igual que la deli, el puesto de los bagels, el de las pizzas y el souvlaki, los bares, la heladería, la hamburguesería. Aún hacía calor, la gente iba en mangas de camisa, téjanos y pantalones cortos, sandalias y zapatillas de andar por casa. Algunos hombres y mujeres de edad avanzada estaban sentados delante de los portales de sus viviendas. Gesticulaban, picaban unas aceitunas o unas almendras. " Todo el mundo comía algo. Mirase por donde mirase, veía bocas en pleno ejercicio, gente que manipulaba comida, que la pasaba de mano en mano, cartones de patatas fritas, cucuruchos de azúcar con dos bolas, y que hablaba, que se jaleaba, servilletas de papel que flotaban en el aire liviano. Una calle normal. Nada de particular. Ni un teatro a la vista, nada que explicase la presencia de tantísima gente. Todos dale que dale a la sin hueso. Nueva York, versión oral. Declamación entre bolo y bolo alimenticio. Crujidos y chapaleos. Perenne parloteo. La reina de las ciudades parlanchinas. Pammy tuvo que guardar cola. El que le atendió en el mostrador se lamió el bigote y puso los ojos en blanco.

Salió con una pequeña bolsa de comestibles. Los motores espectrales seguían zumbando por doquier: por las cloacas, bajo las escaleras de los sótanos, en los aparatos de aire acondicionado, en las rendijas de las aceras. Cuántas texturas complicadas. Taxis que empujaban. Lámparas de vapor de sodio. La ciudad era irracionalmente insistente en su propia belleza fibrosa, los acuerdos entretejidos de la podredumbre y del genio que planteaban a la sensibilidad de cualquiera un reto para superarse. Siluetas de árboles en los terrados. Basureros a media noche, apilando hileras de cubos metálicos en las aceras. Y siempre esa exigencia de sección de metal, un alma que se impone, que lastra y defrauda, medio local, aunque libre, provista de su botín tribal, adecuada a un diseño inmenso.

Caminó bajo una marquesina de un albergue para vagabundos. Decía: transitorios. Algo en esa palabra la confundió. Adquiría una tonalidad abstracta, como sucedía con las palabras en su experiencia (aunque no a menudo), si subsistían en su mente en calidad de unidades de lenguaje que misteriosamente se habían evadido de toda responsabilidad. Transisterias. Lo que transmitía no podía traducirse en palabras. El valor funcional se había deslizado fuera de la corteza, se había volatilizado. Pammy dejó de caminar, volvió el cuerpo por completo y leyó de nuevo el rótulo. Pasaron segundos antes de que aprehendiese su sentido.

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