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mayo de 1886 Revuelta de Haymarket, en Chicago. Los antidisturbios asesinan obreros, 10 muertos, 50 heridos, explosiones de bombas, fuego a discreción.

septiembre DE 1920 Estallido en Wall Street, autor o autores desconocidos, 40 muertos, 300 heridos, quedan huellas en el muro del edificio de J. P. Morgan. Triste recordatorio.

febrero de 1934 Fuego de artillería en las calles de Viena, bombardeo de las casas de los obreros, un millar de muertos, entre ellos 9 líderes socialistas ahorcados. Alzamiento de los nazis. Víspera de la Segunda guerra mundial, etc.

Aún había más, en letra pequeña, al pie del cartelón. El hombre fornido, mustio, pañuelo en mano, estaba a menos de metro y medio. Lyle bajó de la acera, tocó al viejo del cartel al pasar por detrás de él; puso una mano sobre el tejido desgastado que le cubría el hombro, muy fugazmente, en un gesto que no entendió. Luego acompañó al otro hombre por Bowling Green, donde tomaron asiento en un banco, junto a una mujer que daba de comer a las palomas.

– ¿Y qué tal si te pones nombre?

– Burks.

– ¿Qué Burks? ¿Qué se supone que significa Burks?

El hombre miró de reojo a un coche aparcado en la otra acera. Burks estaba sentado al volante, con el cinturón puesto, la mirada al frente.

– De repente es un nombre genérico.

– Hazlo a nuestra manera, Lyle.

– Ya. Viviré más tiempo.

– Yo no iría tan lejos, por pesimista que sea.

– Se tiñe el pelo. Kinnear. Olvidé comentarlo la última vez. Es posible que tenga un contacto en el juzgado de guardia, por lo que pueda valer.

– Por pura curiosidad, Lyle, una cosa: ¿dónde se encuentra?

– ¿No tienes mi línea de teléfono pinchada al ordenador que rige los destinos del mundo?

– Para nada, al menos que yo sepa. Además, no creo que tenga mayor importancia, porque A. J. 110 te va a contar nada, lo que se dice nada, que sea importante.

– Pues si tú no lo sabes, yo tampoco.

– Lo que te rote.

– Podría especular, claro está. Hacer deducciones lógicas. ¿Por qué no me dices antes algo acerca de él? Lo que sepas, lo que sea. Has encontrado su nombre en un registro de voz, por lo visto, o poniéndoles cintas grabadas a unos cuantos, diría yo. ¿Qué más sabes, eh?

Burks-2 estaba arrellanado y ocupaba medio banco. Se limpiaba las gafas modernas con el pañuelo que había tenido en la mano durante el cuarto de hora anterior. Su fatiga, su propio peso desparramado, dio a Lyle confianza. Parecía un hombre que patrocinase un equipo femenino de softball. Se mete el meñique en la nariz y tiene comercio sexual en los automóviles.

– A. J. enseñó vocalización y dicción en un instituto. Trabajaba a tiempo parcial para una agencia de cobro a morosos. Era cobrador. Como actividad suplementaria se dedicó a promover la reforma de las prisiones, a hablar con grupos, a recaudar fondos, en el estado de Nevada. Se fue radicalizando cada vez más, como suele,pasar, aunque lo que en realidad sucediera en el fondo de su corazoncito, Lyle, está abierto a discusión. Hubo un poco de bulla en Nueva Orleans, a finales de la primavera del 63. Es difícil precisar los detalles. Parece que se iba a proceder a un secuestro, por lo visto de un abogado que figuraba en un comité gubernamental. Disponía de información que alguien quería a toda costa. Hubo conexiones, curiosas corrientes soterradas. Por ejemplo, Oswald. Por ejemplo, Cuba. Documentos echados en falta. Pero parece ser que todo el montaje nunca se llegó a precisar. Alguien contactó con el departamento de Justicia con la muy conveniente antelación de cuarenta y ocho horas sobre la programación de la intentona. El bueno de Kinnear desapareció en ese punto, o poco más o menos. Reapareció en Bogotá tres años después, donde resulta que estuvo compinchado como un gilipollas con chusma implicada en el tráfico de cocaína. Acto seguido desaparece y justo después se procede a arrestar a docenas de personas. Luego nos lo encontramos en la Costa Oeste, con un grupo de antiguos rockeros de los tiempos de la universidad, que se dedican al negocio de los viajes, a trasladar a gente de manera clandestina, a sacarlos del país. A. J. hizo un poquito de todo. No es que tuviera mucho peso en el movimiento. Ha sido más bien un correo. Un pagador. Según nuestra reconstrucción, ha tratado de venderse como jefe operativo de tal o cual unidad terrorista. ¿No se te antoja peligroso?

– Puede que esté en Canadá.

– Mira, Lyle. Si quieres que te diga la verdad, me importa un pijo. Te lo juro. Por lo que a mí respecta, es como si A. J. estuviera en Limbo, estado de Arkansas. Si te lo he preguntado es por pura curiosidad, por pasar el rato.

– Puede que esté en Canadá o camino de Canadá, no estoy seguro, no creo que esté muy lejos, pero creo que Canadá, fijo.

Las migas de pan salieron volando de la mano de!a mujer. Una docena de palomas se acercaron a picotear. Burks-1 bajó la ventanilla con un bostezo. También bostezó Lyle a la vez que aguzaba la vista para leer la matrícula.

– Nos gustaría saber algo sobre Marina Vilar.

– Todavía quiere hacer algo en la Bolsa.

– ¿Dónde se le encuentra?

– Ni idea, de veras que no lo sé. Yo diría que vive en su maldito coche.

– ¿Quién está con ella, cuántos son?

– ¿No sabes nada de eso por medio de Vilar?

– Yo personalmente, Lyle, no sabría decirte si Vilar es mexicano o si es sueco, pero todo lo que alcanzo a saber me lleva a pensar que está en condiciones de apuntarse a clases de macramé. Como una jaula de grillos. No se adapta nada bien a su actual entorno.

– Sólo sé de una posibilidad, de otra persona, y es probablemente el que fabrique el explosivo.

– Tendrá un nombre, digo yo.

– Luis Ramírez, seguramente. He dicho seguramente. No lo sé con certeza. J, más o menos indicó que falsificaba pasaportes. Ha pasado algún tiempo con grupos de otros países, caso de que exista, caso de que se llame así. Es posible que los tres tengan alguna relación de familia. Es algo confuso.

– ¿Quién es J.?

– Kinnear.

– Ah, A. J.

– Tienes una información algo anticuada.

– Cuando dices tres, ¿a quiénes te refieres? ¿Los latinos?

– Correcto. Sólo que son suecos.

– No me parece que tenga ni pizca de gracia.

Burks le dio un número para que llamara en cuanto Marina se pusiera en contacto con él. Cuando alguien cogiera su llamada, debía darle su propio número de teléfono y luego facilitarle la información que poseyera. Todo el mundo le daba números o le proponía que diese números. Se le dan bien los números. No necesitaba anotar nada. Había desarrollado maneras de recordar, métodos que se remontaban a su más tierna adolescencia. Eran secretos trucos mnemotécnicos. No había nadie más que utilizara exactamente los mismos. De eso estaba seguro. Las fórmulas eran demasiado personales, estaban demasiado asentadas en su propia idiosincrasia, eran imposibles de duplicar.

– ¿Hay alguna fecha de la que te acuerdes en especial? -dijo Burks.

– Ella no dijo cuánto. Ni la más mínima alusión. Tampoco sé qué clase de explosivo.

– ¿Qué experiencia tienen?

– Algo hicieron una vez en Bruselas, e hicieron lo del aeropuerto de Alemania Occidental. Berlín Occidental, quiero decir. ¿Cómo se llama?

– Joder, pues no sé.

– Sea como fuere, le dieron al avión que no tocaba.

– Tuvo que ser el infierno.

– Se llevaron por delante el DC-9.

– ¿Con qué?

– Con misiles.

– Tuvo que ser la leche justificar todo eso ante el mando.

Lyle se puso en pie. El Burks original respondió arrancando en motor.

– ¿No se te exige por ley decirme exactamente a qué organización perteneces?

– Si tuviera la energía necesaria para levantar el pie, Lyie, se te exigiría recibir una patada en los huevos. Ahora mismo, ése es el único requerimiento efectivo.

7

En el parqué, Lyle se plegó a la racionalidad estricta del volumen y el precio en todas sus ramificaciones. Una atención consumada era una característica positiva, una mirada mansa por todas partes, la cordura que residía en cuantas caras le salían al paso. Era un trabajo sólido, nítido y a veces incluso animado, muy del Viejo Mundo en cierto modo, los hombres reunidos en una plaza para tomar parte del intercambio verbal, abierto, a la vez que tomaban nota de las cifras con lápices, los operarios desconcertados ante la caligrafía del personal. El papel se acumulaba bajo sus pies. Corrientes secretas, pensó, recordando el concepto de dinero electrónico según Marina. Olas, sistemas, invisibilidad, poder. Pensó: bip-bip-bip-bip-bip. Uno de los brokers le dio un golpéenlo en la cabeza, de broma, cual si fuera un combate de boxeo fingido. Lyle fue a la zona de fumadores y llamó a la sede de la empresa desde una de las cabinas, preguntó por Rosemary Moore. Le cogió Zeltner, colgó el teléfono. Fumó cruzado de brazos, dando brincos sobre los talones. Tenía un aura de sufrimiento viril, como si las cosas hubieran llegado a tal punto por el despeñadero del error que ya no podían expresarse de una manera verbal coherente, necesitadas de comentarios imposibles, de lágrimas o gritos.

– Bueno, Frank.

– El mundo sigue dando vueltas.

– Veo que te has afeitado.

– El mundo exterior.

– Aún sigue dando vueltas.

– Eso es obvio incluso para mí.

– Es buena cosa que dé vueltas -dijo Lyle-. Si no, no reinaría esta quietud. Necesitamos ese movimiento, ves, el fluir exterior, para seguir estando sanos y a salvo.

– A eso cuesta acostumbrarse.

– Porque nunca te lo dicen. Tus papaítos, digo. El vejete. Ya sabes, dándose un tirón en los tirantes. Nunca te lo dijo.

– ¿Y yo dónde quiero estar, Lyle?

– Dentro.

– Respuesta correcta -dijo McKcchnie.

– Oye, sobre la llamada que te pedí que hicieras. Da lo mismo. No te lo tendría que haber pedido. Todo está en su sitio.

– No me digas nada.

– Todo en orden. Nada que decir. Finito.

– Es que no te podría conceder toda mi atención, Lyle. ¿Sabes?

– Es un asunto religioso, Frank. Pronunciar ciertas palabras, los nombres de ciertas personas. Es un asunto profundamente personal.

– No sé de qué me hablas, pero estoy de acuerdo.

– Toca el nervio en los rincones más secretos.

Kinnear ya parecía muy distante en el tiempo y en el espacio. Las dos visitas de Lyle a la casa de madera gris eran puntos de niebla, casi míticos, el cuarto de estar y el patio, el arsenal del sótano. Era como si hubiese oído una descripción de esas zonas sin que supiera quién la hacía, como si jamás hubiera estado en ellas, físicamente, en persona, rascándose las costillas, con la garganta seca. Rebuscó en su memoria los detalles del lugar, cierta sensación de la textura y la dimensión. No había mucho más que Kinnear, con sus pasos almohadillados, sus rasgos faciales perfectos, su cabello de extraño color. Sus arrugas amistosas cuando sonreía. Su voz, madura y profesional: dos créditos, no obligatorios. Iba reduciéndose la serie de acontecimientos, su propia participación, a ese único elemento, la voz de J., las olas que la transportaban, emitidas desde algún lugar remoto.

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