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La esperó al terminar el trabajo delante de su casa. Entraron, tomaron copas durante varias horas. Él la sujetó de la mano, a veces se llevaba las yemas de sus dedos a los labios. Se dio cuenta de que era una terneza.

En la cocina, echó otro vistazo a la fotografía en la que ella aparecía con Sedbauer y Vilar. Estudió el rostro de Vilar. Reluciente, magro, la frente alta, el mentón afilado. La oyó en el dormitorio, oyó desprenderse de su piel la ropa de Rosemary.

Le aguardó ovillada, un vacío animal, el cuerpo blanco, profunda quietud, aquello que él procuraba aferrar con ambas manos, comer. No iba a apremiarla hacia un polvo inmenso y estremecedor, ni a recordar el tacto de sus manos al final de una tarde pasiva, dentro de unos meses, el papel navegando a la vez que su alma vagase por el parqué. Ella estiró las extremidades. Él vio entonces sus pechos, su cuello y su cara, sus brazos, sus manos pequeñas, semicerradas, y la sábana arrugada entre sus muslos. Nunca había visto con tanta claridad qué distinto era del suyo el cuerpo de una mujer. De algún modo, ese hecho se le había hurtado. «Será que estoy borracho», se dijo. En posición supina, ella parecía enorme, a punto de salirse de la pequeña cama individual. Buena cosa, perfecto, profunda quietud, vacío orgánico. Su respiración producía una cadencia perceptible, el rítmico sube y baja del cuerpo, un metrónomo de la calculada lujuria que él sentía. Los pies ligeramente contrahechos. Pequeños bultos, grumos de carne, en los bordes de los pezones. Se desvistió despacio, sabedor de que ninguno de los dos alcanzaría un intervalo de esfuerzo plenamente satisfactorio, ni silbaría un poco, respirando por la nariz, ni diría un nombre, toda perspectiva quemada y arrasada de sus rostros. Ella se tocó las costillas, donde se había posado una mosca. Ese movimiento automático la puso al descubierto fugazmente. En medio de la niebla, él por fin entendió, pero ¿el qué? ¿Había entendido, por fin, el qué? La mosca se posó en el alféizar de la ventana. Él la miró tratando de rehacer su conexión con el cuerpo enorme sobre la cama, la estructura ósea y muscular de un sueño. Había pálidas venas en sus piernas, líneas dejadas por el sol, hendiduras naturales. Con las rodillas en alto, la cabeza más allá de la curva de la almohada, podría estar a medias entregándose a un amante torpe y a medias defendiéndose de él. Él reptó, reptó literalmente entre sus piernas. Luego apoyó los antebrazos sobre sus rodillas en alto y miró el modo en que se le revelaba el pulso en el cuello.

– Dime algo más de George -le dijo-. ¿Qué más hacía, aparte de hacerte reír?

Cruzó la calle hasta la tienda de ¿áramelos escondida en el 77 de Water, una marquesina roja y amarilla, una hogareña nota al pie de la masa de acero y aluminio anodizado. Había grisura por doquiera, la humedad en suspenso, un día del color del propio distrito. Compró tabaco y chicles y se quedó a la entrada de la tienda, bajo la mole del rascacielos, a la escucha de las bocinas de niebla, un sonido que relacionaba con las ciudades extranjeras y con el sexo con las esposas de otros hombres. No le llevó mucho tiempo caer en la cuenta de que alguien r lo miraba fijamente. Un hombre cerca de la entrada al vestíbulo. Chaqueta de sport, de cuadros, una corbata gruesa. Lyle tuvo la impresión de que el hombre deseaba que él echase a caminar hacia allá. Era robusto, juvenil, el mentón tallado a cuchillo, hebras de cabello rizadas sobre la frente. Lyle decidió andar en sentido contrario. A unas dos manzanas, el hombre se puso a su paso. Lyle hizo un alto, a la espera de que se pusiera verde el semáforo. El hombre lo volvió a mirar, claramente decidido a transmitir alguna información tácita, una conexión, un mensaje que contaba con que Lyle percibiera. Recorrieron otra media manzana. Ante ellos, dos mujeres levantaron los paraguas simultáneamente.

– Tú eres el amigo de McKechnie, ¿no?

– ¿Será que la vida es así de simple? -repuso el hombre.

– No hago más que esperar a que la gente me contacte. Hablé con Frank McKechnie de la situación. De lo que saben ciertas personas. Frank habló con alguien para que diera aviso. Esperaba que el contacto se produjese mucho antes. Entretanto, he decidido averiguar todo lo posible.

– Sobresaliente, Lyle.

– ¿Tú cómo te llamas?

– Burks.

– Burks, tu tono de voz no me parece muy halagüeño.

– Uno hace lo que buenamente puede.

– Tienen contactos en la Costa Oeste. Lo sé. Usan matrículas de Ohio, al menos por el momento. Sé el número, si es que lo quieres. Un Volkswagen verde, ¿o ya te lo sabes?

– ¿Qué nos puedes decir de A. J. Kinnear?

– En la actualidad es sólo J. Kinnear.

– Para nosotros, A. J.

– Ahora, sólo J.

– Sólo J. -dijo Burks.

– No sé cuántas personas están implicadas. No sé si tienen unidades o equipos o lo que sea, no te podría decir cómo se organizan. Kinnear es un individuo complejo, creo yo. Están en Queens. Sé el nombre de la calle y el número de la casa.

– Kinnear, digo, ¿es alto, bajo, o qué?

Recorrieron las calles cercanas al río. Lyle describió a Kinnear hablando despacio y escuchando con atención, procurando memorizar sus propios comentarios y las apostillas de Burks. Fue como una conversación con un médico que diera cuenta de los resultados de unas pruebas importantes. Las preguntas y sus respuestas flotaban entre uno y otro. Toda una vida parecía girar sobre los goznes de la sintaxis, la inflexión, los detalles gramaticales. Creyó que Buks dijo algo sobre un registro de su voz, pero no estuvo muy seguro del contexto, ni si era o no aplicable a Kinnear. Fue también en parte parecido a sus primeras conversaciones con Rosemary Moore, fotografías de su propia boca, cuando el sentido de los comentarios que ella hizo le eludía no sólo a medida que los hacía, sino también después, en sus intentos por narrarse para sí mismo los particulares de cada uno de sus encuentros. Vio una barcaza en medio de la niebla, quizás en el centro del río, deslizándose hacia puerto. A Burke le relucían los zapatos. Era joven, seguramente más que Lyle.

– Es posible que hagan otra intentona en la Bolsa.

– Eso nos interesaría, y mucho.

– ¿Qué más?

– ¿Qué más de qué?

– ¿Hay alguna cosa que desees saber? -dijo Lyle-. Tienen un sótano lleno de armas recauchutadas. Te las puedo describir si quieres. Tengo esa molesta facilidad.

– ¿Y qué es eso?

– Hago acopio de información compulsivamente.

– Debe de ser una lata.

– Ese tono de voz… -dijo Lyle.

– Anda y que te folle un pez, listillo.

– Veamos: ¿tú eres amigo de McKechnie, sí o no?

– Tú hablaste con Frank McKechnie. Dijo que hablaría con un amigo suyo. Si prefieres creer que mi presencia aquí y ahora es resultado directo de la comunicación de McKechnie, gozas de entera libertad, Lyle. Pero hay una cuestión que me gustaría plantear.

– ¿De qué se trata?

– ¿Será que la vida es así de simple?

– Qué bonito.

– Uno hace lo que buenamente puede.

– No, de veras, muy bonito. Me gusta.

– Muy bien, Lyle.

– ¿Qué me puedes decir de Vilar?

– Puedo decirte que por mí como si te pones a comer mierda pinchada en un palo -dijo Burks.

En el fondo, otro chico de Fordham o de Marquette. Estudios de lenguas y de historia. Deportes de interior. Reverencia a los jesuítas por su sofisticación, por su habilidad analítica. Votaría por los moderados de cualquier partido. Sabe cómo estrangular a un pastor alemán con las cuentas de un rosario.

Lyle caminó a través del centro, hacia zonas más bulliciosas. Empezaba a anochecer. Se hizo a un lado para no chocar con algunas personas que bajaban de un autobús. Una de ellas tuvo un contacto momentáneo con él, y extendió el brazo para evitar la colisión, un hombre de bigote y cabello crespo, que murmuró algo indescifrable. Tenía la cabeza grande, cuadradota. Quita de en medio, tío. Lyle buscó un teléfono público sin dejar de caminar. Empezó a llover con fuerza y las calles fueron quedando desiertas poco a poco. No vayas a ponerle la mano encima a un tipo decente. Encontró un bar, pidió una copa, fue a la cabina telefónica del fondo. Contestó una de las hijas de McKechnie, le dijo que iba a buscar a su padre.

– ¿Y ese amigo tuyo?

– ¿Qué pasa con él?

– Burks -dijo Lyle-. ¿Es así como se llama?

– No.

– Vuelve a llamarle, Frank, y entérate de si sabe quién es el tal Burks.

– Ya lo llamé.

– Vamos, puedes hacerlo por mí.

– Yo ya lo llamé. Asunto zanjado.

– Llámale. Luego te vuelvo a llamar yo.

– Claro, tú vuelve a llamar.

– Te llamo en un cuarto de hora.

– Fijo, Lyle. Cuando quieras.

Volvió a la barra y se bebió la copa a sorbos. Cerca había un hombre con muletas, poco menos que un despojo, al parecer. El sitio era una porquería. Dos mujeres de edad estaban sentadas en el rincón más alejado de la barra. Compartían un cigarrillo. Lyle se terminó la copa. Era demasiado pronto para llamar de nuevo a McKechnie. Pidió otro whisky y volvió al teléfono para llamar a J. Kinnear, y comprendió, con gran sorpresa, que no disponía de ninguna forma de ponerse en contacto con Kinnear. El teléfono estaría obviamente a nombre de otro, y Lyle nunca había pensado en verificar el número del teléfono de la casa de madera, en Queens. Rematadamente idiota. Cuando volvió a la barra vio que alguien pasaba por delante de la puerta, alguien presuroso, bajo la lluvia, un hombre que se cubría la cabeza con un periódico. Sólo fue un atisbo. Mínimo atisbo del bigote del hombre. Poco después entró una mujer y saludó al hombre de las muletas, preguntándole qué había ocurrido.

– Me atropello un conductor experto.

– ¿Le has puesto pleito?

– ¿Qué pleito? -dijo-. Yo estaba junto al bordillo.

– Podrías sacarle un dinero, Mikey. Es lo que hace todo el mundo. Podrías sacar una tajadita bien guapa.

– Fue como si viese a los querubines.

O a un licenciado en Económicas, pensó. Titulado por una de las diez grandes. Cabeza cuadrada, cabello crespo. Autor de un estudio sobre las regulaciones comerciales en la Europa del Este. Hace flexiones apoyándose en los nudillos de las manos.

Lyle recorrió Nassau Street. El distrito era un sector cerrado. Bajo las sucesivas láminas de la lluvia lo vio de ese modo por vez primera. Era una zona sellada, estanca, ajena al resto de la ciudad, como si la propia ciudad obedeciera a un plan para disimular lo que se extendía a su alrededor, la tosca aceptación de la campiña de una podredumbre nada ceremoniosa. El distrito crecía reiteradamente hacia dentro, cada vez más secreto, una teología oculta del dinero, extendiéndose hacia lo más profundo, por sus propios mármoles veteados. Los directores de las unidades acumulaban e incrementaban sus reservas. Los ingenieros daban champú a las cámaras acorazadas. En la cripta más recóndita podría oírse la amplitud del pulso de la historia, un sistema y un rito que sobrepasara las evidencias halladas por medios sensoriales. Salió de un porta! y detuvo el primer taxi libre que le salió al paso, sintiéndose de nuevo inteligente.

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