– Imposible que nadie se anticipe a ella.
– ¿Está permitido decir «los dineros», en plural?
– Por supuestísimo -dijo él.
A primera hora de la noche ella lo llevó en el coche a una estación de metro. Tuvo una larga conversación interior consigo mismo. Una de las voces era la de Lyle en calidad de antiguo astronauta que había llegado a pisar la luna. La otra era la de Lyle en calidad de mujer, que entrevistaba al astronauta en un estudio de televisión. La máscara del astronauta hablaba de un modo conmovedor acerca de la levedad, que calificaba de forma poética de la ansiedad y el aislamiento. En algún rincón de la cabeza original de Lyle, la entrevistadora sonrió antes de carraspear. Pasaron por delante de casas y más casas. Y llegaron a Main Street, en Flushing.
– Rosemary no sabe que yo soy Vilar. Piensa que me llamo Marina Ramírez.
– Vale, entendido.
– Pero tú sabes que soy Vilar.
– Así es.
La máscara de la mujer hizo preguntas acerca de las formas y ios colores, la soledad entre las estrellas. «Pisaremos alguna vez el planeta rojo», dijo. Hubo que esperar a que cambiasen los semáforos. La conversación se fue apagando. Se sintió idiota por haberla mantenido. Marina lo miraba a la vez que detenía el coche tras algunos otros.
– Aún nos queda por delante el intento de atacar en Wall, 11.
Él no reaccionó.
– Hay que hacerlo añicos en la medida en que podamos, antes de que decidan cerrar el edificio por sus propias razones. Ya se ve que se avecina una gran descentralización. ¿Es una reacción al terror imperante? Me divierte pensar que tienen un plan maestro para eliminar los blancos más destacados. Se pondrán a cubierto. O se electrizarán por completo. Nada más que olas y corrientes que se hablan unas con otras. Espíritus. Así, lo suyo sería atacar y destrozar en la mayor medida posible.
– De ahí vuestro interés en un segundo George.
– Con un George todo es más fácil.
– Ya me lo parecía.
– ¿No lo crees?
– Desde luego que sí.
– Claro está que un George no lo resuelve todo -dijo ella-. También nos hace falta un Vilar. Alguien capaz de manejar explosivos incluso dormido.
Lyle bajó del coche y automáticamente se revisó los bolsillos para comprobar que llevaba las llaves, monedas sueltas, la cartera, el tabaco. La vio avanzar palmo a palmo en medio del tráfico, que no era demasiado denso. Habían puesto matrículas de Ohio en el coche.
Se pasó lo que restaba de la tarde y la primera hora de la noche en el distrito. Estaba brumoso, el aire espeso, incluso a la orilla del río. Dos hombres hicieron caso omiso de un tercero, amigo de ambos, que orinaba; los dos peleaban a cámara lenta cerca de la cúpula de la cancha de tenis, a la entrada de Wall Street; uno de los dos intentaba alcanzar una botella que el otro llevaba en el bolsillo de atrás. Lyle dobló una esquina y caminó despacio hacia el oeste. Sabía que la falta de actividad era engañosa, a juzgar por la hora del día y el día de la semana; un alivio meramente ilusorio, un descanso del trajín de la ingeniería depredadora. Dentro de algunos de los cubos de granito, o de una torre de cromo, aquí y allá, la gente clasificaba dinero de diversos tipos, millones capaces de aturdir a cualquiera, propulsados por las máquinas, escaneado, codificado, archivado, limpio, envuelto y embalado en camiones, todo ello en medio de un estrépito de alta velocidad, ese desgarro sonoro e intrínseco a cualquier actividad próxima a la fecha límite. Había visto las salas donde se procedía a la codificación, el microfilmado de cheques, el desplazamiento del dinero, que se encogía al moverse y comenzaba a eludir todo intento de visualización, el paso de la existencia en papel a las secuencias electrónicas, su significado más complejo a cada nuevo paso, más difícil de nombrar. La totalidad del proceso era una condensación, un despojamiento de las propiedades accidentales del dinero, del tacto mismo del dinero. Había vuelto a South Street sin saber bien cómo. Ahora los tres hombres se habían enzarzado en la pelea, caminaban hacia atrás trazando círculos como gallos de pelea, como si la botella estuviera en el centro. Sus agarrones y embestidas eran más lentas que antes, una película de puñetazos y fintas y gestos esquivos mal sincronizados, y murmuraban y maldecían a la vez, sujetos a duras penas unos a otros. Lo que quedaba, pensó, a duras penas podría identificarse como dinero (en sí mismo, en sus formas normales, una compresión de la valía propia). El proceso sí restaba intacto, las olas y las cargas de Marina, una presencia ajena a la muerte. Lyle pensó en su propio dinero no como un medio de intercambio, sino como algo que debiera consignarse a un almacenamiento de datos, algo registrable sólo mediante destellos magnéticos. El dinero era la inmunidad espiritual frente a una pérdida futura y no susceptible de especificar. Existía en su propia mente en su forma más pura: mi dinero, una fuente reforzada de meditación. Vio a una mujer pasar de un teléfono a otro en una serie de cabinas abiertas, ante un edificio de oficinas, cerca del Mercado del Algodón. Esa visión del dinero, le pareció, distaba de ser la más sana. El secreteo, el afán de posesión, la racionalidad preñada de cáncer. La mujer, que no depositaba monedas en las ranuras, levantaba el teléfono del gancho de sujeción, vociferaba y lo dejaba descolgado. Tras hacerlo en todos y cada uno de los teléfonos, hasta el sexto y último de la hilera, que lanzó con gesto feroz, vio acercarse a Lyle y le sonrió, resquebrajándose su piel tersa. Cuando él le devolvió la sonrisa, pestañeó a su pesar.
– Chúpeme el ojete, señor -le dijo ella.
Él se detuvo y la vio alejarse cojeando por la calle. Tomó uno de los teléfonos descolgados y llamó a Rosemary Moore. Lo dejó que sonara sin cesar.
Pammy, con los pechos desnudos en la terraza, de madera de secuoya, vio a Ethan remar hacia la orilla, la luz variable entre ambos, ópalos de fuego y bronce de coníferas, una sombra ajedrezada desde la casa hasta la orilla, el mediodía azul allá detrás. Se sentó en un banco mientras Jack Law le cortaba el cabello. La casa era toda de cristal y de láminas de cedro, construida en vertical, sus superficies reflectantes adensadas por los árboles. Jack murmuraba instrucciones para sus adentros, aligerándole una zona tras la oreja izquierda. Ella miraba al oeste, hacia las colinas silueteadas del continente.
– ¿En qué andas ahí detrás?
– Tú querías dramatismo, ¿no? Un cambio drástico. Pues no me interrumpas.
– ¿Qué haremos para almorzar?
– Eso es todo io que hacemos aquí. Planeamos los almuerzos con tiempo de sobra, los planeamos largo y tendido, sin dejar de tener presente el asunto de las verduras frescas, la langosta fresca, los huevos frescos de corral, toda la rutina de los cojones. Lo hablamos despacio, ¿no? Luego hacemos los planes con todos los detalles. Luego preparamos el almuerzo. Luego nos sentamos a almorzar, y hablamos del almuerzo.
– Oye, no me apetece que me hagas nada en el pelo si estás con ese humor de perros.
– Y luego, pues recogemos, tiramos los restos, fregamos, secamos los platos. Y entonces llega la hora de hablar de la cena, del desayuno, del almuerzo, de la siguiente comida. Rápido, hay que ir a los puestos de la carretera. Unas moras, naranjada, maíz, vamos, deprisa.
– No es que tengas un humor como muy vitalista. Percibo muy poco calor humano, Jack.
– Cuando oscurezca -dijo él-. Cuando todo esté en calma.
– No me gusta que tengas las tijeras en la mano.
– ¿Te puedes creer cuánto oscurece?
– Se llama noche, Jack. A eso lo llamamos noche.
– No me imaginaba que las cosas pudieran ser así. Creí que al menos íbamos a nadar. ¿A tí te parece que eso es agua?
– Está fría, lo sé.
– Yo había pensado en nadar por las mañanas. Había pensado en que por fin nos veríamos Ubres de las playas atestadas de bañistas. Pero con esta agua… ¿cómo íbamos a suponerlo?
– Tampoco está totalmente fuera de toda cuestión.
– Esto es un asco.
– Prueba suerte otra vez -dijo ella-. A lo mejor, no es más que el día.
– Tienes unos pechos preciosos.
– Ahora mismo, un poco peludos.
– Unos pechos preciosos para ser chica.
– Yo sigo estando deseosa de saber qué haremos para almorzar.
– En el supuesto de que él llegue a supervisarlo.
– A mí me parece que sabe remar muy bien.
– El supervisor -dijo Tack-. En el supuesto de que llegue el supervisor.
– Siempre que Ethan esté dispuesto a alquilar una casa así de bonita, en un paisaje tan maravilloso, etcétera, etcétera, por mí no habrá ninguna pega en que sea él quien supervise lo que se le ponga en gana supervisar. -¿Qué es lo que ¡leva en ese bote? Por su forma de remar, cuatro toneladas de hierro en lingotes.
– A mí me gusta mirarlo. Me gusta ver remar a la gente. Y montar en bicicleta. Es agradable de ver. Una vez estuvimos en Inglaterra, y en algún lugar cercano al Castillo de Windsor vimos a unos chicos remando en unas traineras, por equipos, y por la orilla los seguía el instructor pedaleando en su bicicleta, por un camino de sirga, dándoles instrucciones a gritos.
– Yo esto lo hago por antonomasia.
– Remar y pedalear al mismo tiempo-dijo ella-. Chico, no veas qué maravilla para mi desgastado cráneo.
– Esto es un drama extraordinaire.
– Yo sólo quiero un nuevo corte de pelo. -Ya lo tienes, prenda.
Ella siempre había vivido en pisos. Aquélla era una casa en el bosque, a la orilla de la bahía, una casa que se impregnaba de la climatología reinante, de los cambios frecuentes de temperatura. Oía ruidos a lo largo de toda la noche. En el tejado y en la bodega vivían animalillos. Había murciélagos en la chimenea, que no se usaba. En la cama, acurrucada bajo las mantas y el edredón, no distinguía entre el sonido del viento y la lluvia, entre murciélagos y ardillas, entre la lluvia y los murciélagos. Se oían crujidos de madera de barco por todas partes, y el siseo de la leña carbonizada en el hogar, a veces algún chasquido, nunca el silencio. Cuando entraba la niebla desde la bahía parecía dar a entender un cambio elemental en el estado de la información. La humedad, con el mal tiempo, calaba hasta los huesos. Las aves se estampaban contra las inmensas cristaleras de los ventanales, pues veían el bosque en ellas, y quedaban sin sentido, o muertas.
Vieron a Ethan bajar del bote y arrastrarlo a la playa de guijarros, a salvo de la marea alta. Subió por los peldaños improvisados y por el sendero serpenteante, desapareciendo una o dos veces entre los árboles, para emerger cabizbajo. Pammy entró a buscar una camisa.