Ese breve llanto repentino en la explanada de la estación, por un motivo que en realidad yo no comprendía ni podía comprender; mientras me decía en el fondo: «Ves una visión de la cara de la mujer que es tu madre, que te quiere tanto, que te ha mantenido y protegido durante años, a ti que eres un vagabundo, un borracho; y nunca se ha quejado una sola vez, porque sabe que en tu estado presente no puedes lanzarte solo por el mundo y ganarte la vida y defenderte, ni siquiera encontrar y conservar el amor de otra mujer que te proteja; y todo porque eres el pobre y estúpido Leíto; en lo más hondo del pozo oscuro de la noche, bajo las estrellas del mundo, estás perdido, pobre, a nadie le importa, y ahora renuncias al amor de una mujercita, porque querías beber una copa más con un amigo juerguista que viene del otro lado de tu demencia.»
Y como siempre.
Para terminar con la gran aflicción de la calle Price, cuando Mardou y yo, reunidos el domingo por la noche, de acuerdo con lo establecido (había preparado todo el programa para la semana, mientras meditaba en el patio después de fumar la droga, «Éste es el programa más ingenioso que jamás se me ha ocurrido, diablos, con un programa así puedo vivir una verdadera vida amorosa», consciente del valor reichiano de Mardou, y al mismo tiempo escribir esas tres novelas y llegar a ser un gran… etcétera) (un programa por escrito, que luego entregué a Mardou para que lo estudiara; decía así: «Ir a casa de Mardou a las nueve de la noche, dormir, volver al día siguiente a mediodía para pasar la tarde escribiendo, cenar por la noche y descansar después, luego volver a las nueve de la noche del día siguiente», con espacios vacíos en el programa al llegar al fin de semana, para «posibles excursiones»… de borrachera); y con este programa siempre en la mente, después de haber pasado el fin de semana en casa sumido en ese horrible… Me precipité a casa de Mardou el domingo por la noche, a las nueve, como habíamos quedado; no se veía ninguna luz en su ventana («Como me imaginaba que algún día sucedería») y en cambio una nota en la puerta, para mí, que leí después de orinar rápidamente en la letrina del vestíbulo: «Querido Leo, volveré a las diez y media», y la puerta (como siempre) estaba sin llave, de modo que entré a esperarla y me puse a leer el libro de Reich; porque había traído nuevamente mi grueso volumen vanguardista de tan sana intención, la obra de Reich, y estaba dispuesto por lo menos a «echarle un buen…» suponiendo que todo tuviera que terminar esa misma noche, y allí estaba sentado, mirando de reojo y maquinalmente; las once y media y todavía no ha llegado, tiene miedo de mí, quién sabe dónde está… («Leo», me dijo más tarde, «realmente pensé que habíamos terminado, que no volverías nunca más») y sin embargo me había dejado esa nota de Ave del Paraíso, siempre y todavía esperanzada y deseosa de no herirme ni de hacerme esperar en la oscuridad; pero como a las once y media no ha vuelto me voy a casa de Adam, dejándole un mensaje para que me llame por teléfono, con varias ramificaciones que después de un rato tacho, una multitud de detalles sin importancia que confluyen todos en la gran aflicción de la calle Price, lo cual tiene lugar después de haber pasado juntos una noche «exitosa» de amor, cuando le digo: «Mardou, te has vuelto mucho más preciosa para mí después de lo ocurrido», y a causa justamente de eso, como observamos, estoy en condiciones de satisfacerla mejor, y en efecto la satisfago: dos veces para ser exacto, y por primera vez; luego pasamos juntos una tarde entera y deliciosa, como si nos hubiéramos reconciliado, aunque de vez en cuando la pobre Mardou alza la vista y dice: «Pero en realidad deberíamos romper, no hemos hecho nunca nada juntos, íbamos a ir a México, y después te buscarías un empleo y viviríamos juntos; y recuerda también la idea que tenías de vivir en un altillo, todos esos fantasmas que no han cobrado vida, por así decir, porque no has sido capaz de proyectarlos de tu mente hacia el mundo, no has sido capaz de obrar, y yo tampoco; por ejemplo, hace varias semanas que no voy al psicoanalista.» (Le había escrito, sin embargo, una carta hermosa ese mismo día, pidiéndole que la perdonara y que le permitiera volver después de unas semanas, y la aconsejara porque estaba tan perdida; yo había aprobado la carta.) Todo esto había sido tan irreal, desde el momento en que había entrado en Heavenly Lañe, después de haber pasado esos días tan solo y triste en casa -cuando lloré en la explanada de la estación- para volver y ver que al fin y al cabo la luz estaba apagada (como en el fondo me lo había prometido), pero la nota nos había salvado por un momento; y también el hecho de haber podido encontrarla más tarde, puesto que por fin me llamó a casa de Adam y me dijo que fuese a buscarla a casa de Rita, donde bebimos cerveza que yo había llevado; luego llegó Mike Murphy y también él había comprado cerveza, para terminar con otra noche estúpida de conversación a gritos. Por la mañana Mardou me dijo: «¿Recuerdas algo de todo lo que dijiste anoche delante de Mike y de Rita?», y yo le contesté: «Naturalmente que no». El día entero, prestado del día del cielo, delicioso; hacemos el amor y tratamos de hacernos promesas de poca monta; todo inútil, ya que al caer la noche ella me dice, «Vayamos al cine», con su pobrecito dinero de la mensualidad. «Dios santo, no podemos gastar todo tu dinero.» «Bueno, que se vaya al diablo el dinero del cheque, no me importa nada, pienso gastarlo todo y se acabó», con gran énfasis; por lo tanto se pone los pantalones de pana negra y un poco de perfume; yo me acerco y le huelo el cuello y le digo Dios mío, qué bien hueles; y la deseo más que nunca, en mis brazos se deja ir, entre mis manos se disgrega como polvo; hay algo que no anda. «¿Te enfadaste cuando me escapé del taxi?» «Leo, fue una chiquillada, fue la cosa más histérica que he visto en mi vida.» «Perdóname.» «Naturalmente que te perdono, pero fue la cosa más histérica que he visto en mi vida, y todo el tiempo estás haciendo cosas así, cada vez peor, en realidad, ¡oh, al diablo todo!, vayamos a algún cinc.» Por lo tanto, salimos, ella se ha puesto un impermeable pequeño, rojo, conmovedor, que yo no le había visto nunca, encima de los pantalones de pana negra, y sale a la calle con aire decidido, con su cabello negro y corto que le da un aspecto tan raro, como una… como una persona de París; yo estoy vestido en cambio solamente con mis viejos pantalones de ex ferroviario y una camisa de trabajo sin camiseta; de pronto descubro que hace frío, ya es el mes de octubre, y a ratos llueve, de modo que empiezo a temblar a su lado, mientras recorremos la calle Price, en dirección a la calle Market, donde están las salas de espectáculos; recuerdo aquella tarde cuando volvíamos del fin de semana en casa de Bromberg; lo dos tenemos un nudo en la garganta, yo no sé por qué, ella sí.
«Querido, tengo que decirte algo, y si te lo digo tienes que prometerme que igual vendrás conmigo al cine.» «De acuerdo». Y naturalmente, después de un momento, agrego: «¿Qué es?» Calculo que será algo relacionado con… «Terminemos de una vez, pero terminemos en serio, no quiero seguir así, no porque no me gustes, pero creo que ya es demasiado evidente tanto para ti como para mí…» Un tipo de discusión que siempre puedo llevar a buen fin, como lo he hecho tantas veces, diciéndole: «Pero tratemos, oye, de ver si las cosas se arreglan poco a poco…», porque el hombre siempre puede conseguir que la mujercita ceda, ha sido hecha para ceder, la mujercita… por lo tanto espero confiado que empiece con algo por el estilo, aunque me siento lúgubre, trágico, melancólico, y el aire frío me penetra. «Te diré, la otras noche» (tarda algunos instantes en poner un poco de orden en el recuerdo de las últimas noches, se confunde; yo la ayudo a recordar, y le rodeo la cintura con el brazo; a medida que avanzamos nos vamos acercando a las frágiles luces enjoyadas de las calles Price y Columbus, esa esquina de la vieja Playa del norte, tan rara, y cada vez más rara a medida que pasa el tiempo, lo que me evoca algunos pensamientos privados, como si fueran escenas antiguas de mi vida en San Francisco; en fin, me siento casi satisfecho y complacido dentro del manto de mi persona; sea como fuere, por fin decidimos que la noche en cuestión debe de haber sido la noche del sábado, que fue justamente la noche en que me puse a llorar en la explanada de la estación; ese llanto, como ya dije, tan repentino y breve, y esa visión. Trato de interrumpirla y de contarlo todo, esforzándome al mismo tiempo en descubrir si lo que quiere decirme es que la noche del sábado ocurrió algo espantoso que yo no puedo seguir ignorando…).
«Bueno, esa noche fui al bar de Dante y no quería quedarme, quise volverme a casa, y Yuri estaba en el bar, haciendo todo lo posible por estar conmigo, y llamó a alguien, y yo estaba junto al teléfono, y le dije a Yuri que lo llamaban» (así me lo contó, con esta incoherencia) «y mientras él estaba en la cabina del teléfono yo me fui a casa, porque estaba cansada, pero imagínate que a las dos de la madrugada se me aparece y llama a la puerta…»
«¿Por qué?» «Porque no tenía dónde dormir, estaba borracho; entró casi a la fuerza… y bueno…»
«¿Qué?»
«Bueno, querido, lo hicimos juntos», esa palabra tan de hipster, al oír la cual, aunque seguía caminando y mis piernas se movían y me transportaban y mis pies seguían apoyándose firmemente en el suelo, la parte inferior de mi vientre se había desplomado dentro de mis pantalones o de mis ingles, y todo mi cuerpo era una sola sensación de algo que se fundía definitivamente, que se derramaba como una masa blanda en la nada; de pronto las calles se volvieron tan lúgubres, la gente que pasaba tan bestial, las luces tan innecesarias para iluminar este… este mundo hiriente; estábamos cruzando una calle cuando ella dijo «lo hicimos juntos», y como una locomotora me vi obligado a concentrar toda mi atención para volver a subir a la acera; no la miré; mi vista en cambio se perdió por la avenida Colum-bus, pensé irme, rápidamente, alejarme de ella, como ya había hecho en casa de Larry; pero no me fui, dije solamente: «No quiero seguir viviendo en este mundo repugnante», aunque en voz tan baja que ella apenas me oyó, y si me oyó no hizo ningún comentario; después de un rato agregó algunos detalles: «Podría contarte algunos detalles más, pero será mejor no entrar en detalles, en realidad…», tartamudeando, en voz baja, y sin embargo los dos seguíamos avanzando en dirección al cinematógrafo, donde daban Toros bravos (yo lloré al ver la pena del torero cuando supo que su mejor amigo y su novia se habían ido a la montaña con su propio automóvil, hasta lloré al ver el toro, porque sabía que estaba condenado a morir, y sabía las muertes horribles que mueren los toros en esa trampa que se llama plaza de toros); hubiera querido alejarme de Mardou, escapar. («¡Oye, viejo!», me había dicho apenas una semana antes, una vez que me puse a hablar de Adán y Eva y me referí a ella llamándola Eva, la mujer que gracias a su belleza es capaz de hacer que el hombre haga cualquier cosa por ella, «no me llames Eva».) Pero ya no importaba; seguimos caminando; en cierto momento, de la manera más irritante para mí, se detuvo de pronto sobre la acera mojada de lluvia y dijo con voz indiferente: «Necesito un pañuelo»; luego se volvió para entrar en la tienda, y también yo me volví y la seguí de mala gana, a unos diez pies de distancia, comprendiendo que en realidad no me había dado cuenta todavía de lo que me pasaba, por lo menos desde la esquina de Price y Columbus, y ya estábamos en la calle Market. Mientras ella está en la tienda, yo sigo discutiendo conmigo mismo, será mejor que te vayas enseguida, tienes las monedas para el autobús, basta que cruces la calle rápidamente y te vayas a casa; cuando ella salga verá que te has ido, comprenderá que no has mantenido la promesa de ir al cine con ella, así como no has mantenido una inmensidad de otras promesas, pero esta vez sabrá que te asistía el más perfecto derecho, en tu calidad de macho. Pero nada de esto me satisface, me siento apuñalado por Yuri, me siento abandonado y cubierto de vergüenza por Mardou, me vuelvo hacia la tienda para mirar con ojos ciegos cualquier cosa y en ese mismo momento sale ella con un pañuelo de algodón púrpura fosforescente en la cabeza (porque han empezado a caer unas gotas grandes de lluvia, y no quiere que la lluvia le desarregle el cabello que se ha peinado tan cuidadosamente para ir al cine, y ahora se gasta el poco dinero que tiene en pañuelos). Una vez en el cine, después de una espera de quince minutos por lo menos, le tomo la mano, sin la menor intención de hacerlo; no porque estuviera enojado sino porque me pareció que pensaría que era demasiada humildad de mi parte tomarle la mano en el cine en un momento semejante, como si estuviéramos enamorados; pero igual le tomé la mano, cálida, perdida; no le pregunten al mar por qué los ojos de una mujer de ojos negros son tan extraños y perdidos; por fin salimos del cinematógrafo, yo malhumorado, ella consciente de la necesidad práctica de llegar lo más pronto posible al autobús, porque hacía frío; y fue allí, en la parada del autobús, cuando se alejó de mí para llevarme a un lugar más apartado, mientras esperábamos, y (como ya dije) entonces la acusé mentalmente dé inquietud ambulatoria.