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– Es el rescate más alto de la Historia. Llegó en forma de joyas, estatuas y vasos, pero fueron derretidos para convertirlos en barras marcadas con el sello real de España. De nada le sirvió a Atahualpa entregar semejante fortuna, que sus súbditos trajeron desde los más apartados lugares del imperio como diligentes hormigas; Pizarro, después de tenerlo prisionero durante nueve meses, lo condenó a ser quemado vivo. A última hora conmutó la sentencia por una muerte más amable, el garrote vil, a cambio de que el Inca accediese a ser bautizado -explicó Alderete. Agregó que Pizarro creía tener buenas razones para hacerlo, ya que supuestamente el cautivo había instigado desde su celda una sublevación. Según decían los espías, había doscientos mil quechuas provenientes de Quito y treinta mil caribes, que comían carne humana, listos para marchar contra los conquistadores en Cajamarca, pero la muerte del Inca los obligó a desistir. Más tarde se supo que aquel inmenso ejército no existía.

– De todos modos, cuesta explicarse cómo un puñado de españoles pudo derrotar a la refinada civilización que describís. Estamos hablando de un territorio mayor que Europa -dijo Pedro de Valdivia.

– Era un imperio muy vasto, pero frágil y joven. Cuando llegó Pizarro, tenía sólo un siglo de existencia. Además, los incas vivían en la molicie, nada pudieron hacer frente a nuestro coraje, las armas y los caballos.

– Supongo que Pizarro se alió con los enemigos del Inca, como hizo Hernán Cortés en México.

– Así es. Atahualpa y su hermano Huáscar mantenían una guerra fratricida, y de eso se valieron Pizarro y luego Almagro, quien llegó al Perú poco después, para derrotar a ambos.

Alderete explicó que en el imperio del Perú no se movía una hoja sin conocimiento de las autoridades, todos eran siervos. Con parte del tributo que pagaban los súbditos, el Inca alimentaba y protegía a huérfanos, viudas, enfermos y ancianos, y guardaba reservas para los malos tiempos. Pero, a pesar de estas razonables medidas, inexistentes en España, el pueblo detestaba al soberano y a su corte, porque vivía sometido a la servidumbre por las castas de los militares y religiosos, los orejones. Según dijo, al pueblo le daba lo mismo hallarse bajo el dominio de los incas o de los españoles, por eso no opuso mucha resistencia a los invasores. En todo caso, la muerte de Atahualpa dio la victoria a Pizarro; al descabezar el cuerpo del imperio, éste se desmoronó.

– Esos dos hombres, Pizarro y Almagro, bastardos sin educación ni fortuna, son el mejor ejemplo de lo que puede alcanzarse en el Nuevo Mundo. No sólo se han hecho riquísimos, sino que han sido colmados de honores y títulos por nuestro emperador -agregó Alderete.

– Sólo se habla de fama y riqueza, sólo se cuentan las empresas exitosas: oro, perlas, esmeraldas, tierras y pueblos sometidos, nada se dice de los peligros -arguyó Valdivia.

– Tenéis razón. Y los peligros son infinitos. Para conquistar esos suelos vírgenes se requieren hombres de mucho temple.

Valdivia enrojeció. ¿Acaso ese joven dudaba de su temple? Pero enseguida razonó que, de ser así, estaba en su derecho. Hasta él mismo dudaba; hacía mucho tiempo que no ponía a prueba su propio coraje. El mundo estaba cambiando a pasos de gigante. Le había tocado nacer en una época espléndida en la que por fin se revelaban los misterios del Universo: no sólo la Tierra había resultado ser redonda, también había quienes sugerían que ésta giraba en torno al Sol y no a la inversa. ¿Y qué hacía él mientras todo eso ocurría? Contaba corderos y cabras, recolectaba bellotas y aceitunas. Una vez más Valdivia tuvo conciencia de su hastío. Estaba harto de ganado y labradíos, de jugar a los naipes con los vecinos, de misas y rosarios, de releer los mismos libros -casi todos prohibidos por la Inquisición- y de varios años de abrazos obligados y estériles con su mujer. El destino, encarnado en ese joven de refulgente entusiasmo, golpeaba una vez más a su puerta, tal como lo hiciera en los tiempos de Lombardía, Flandes, Pavía, Milán, Roma.

– ¿Cuándo partís a las Indias, Jerónimo?

– Este mismo año, si Dios me lo permite.

– Podéis contar conmigo -dijo Pedro de Valdivia en un susurro, para que Marina no le oyera. Tenía la mirada fija en su espada toledana, que colgaba sobre la chimenea.

En 1537 me despedí de mi familia, a quien ya no volvería a ver, y viajé con mi sobrina Constanza a la hermosa Sevilla, perfumada de azahar y jazmín, y de allí, navegando por las claras aguas del Guadalquivir, llegamos al bullicioso puerto de Cádiz, con sus callejuelas de adoquines y sus cúpulas moriscas. Nos embarcamos en la nave del maestro Manuel Martín, de tres mástiles y doscientas cuarenta toneladas, lenta y pesada, pero segura. Una fila de hombres llevó a bordo la carga: barriles de agua, cerveza, vino y aceite, sacos de harina, carne seca, aves vivas, una vaca y dos cerdos para consumir en el viaje, además de varios caballos, que en el Nuevo Mundo se vendían a precio de oro. Vigilé que mis bultos, bien amarrados, fuesen dispuestos en el espacio que el maestro Martín me asignó. Lo primero que hice al instalarme con mi sobrina en nuestra pequeña cabina fue disponer un altar para Nuestra Señora del Socorro.

– Tenéis mucho valor al emprender este viaje, doña Inés. ¿Dónde os espera vuestro marido? -quiso saber Manuel Martín.

– En verdad lo ignoro, maestro.

– ¿Cómo? ¿No os espera en Nueva Granada?

– Me envió su última carta desde un lugar que llaman Coro, en Venezuela, pero eso fue hace tiempo y puede ser que ya no se encuentre allí.

– Las Indias son un territorio más vasto que todo el resto del mundo conocido. No os será fácil hallar a vuestro marido.

– Lo buscaré hasta encontrarlo.

– ¿Cómo, señora mía?

– Como es habitual, preguntando…

– Os deseo suerte, entonces. Ésta es la primera vez que viajo con mujeres. Os ruego, a vos y a vuestra sobrina, que seáis prudentes -agregó el maestro.

– ¿Qué queréis decir?

– Ambas sois jóvenes y nada mal parecidas. Sin duda adivináis a qué me refiero. Tras una semana en alta mar, la tripulación comenzará a padecer la falta de mujer y, habiendo dos a bordo, la tentación será fuerte. Además, los marineros creen que la presencia femenina atrae tormentas y otras desgracias. Por vuestro bien y mi tranquilidad, preferiría que no tuvierais trato con mis hombres.

El maestro era un gallego bajo, de anchas espaldas y piernas cortas, con una nariz prominente, ojillos de roedor y la piel curtida, como el cuero, por la sal y los vientos de las travesías. Se había embarcado de grumete a los trece años y podía contar en una mano los años que había pasado en tierra firme. Su aspecto tosco contrastaba con la gentileza de sus modales y la bondad de su alma, como sería evidente más tarde, cuando vino en mi ayuda en un momento de mucha necesidad.

Es una lástima que entonces yo no supiese escribir, porque habría comenzado a tomar notas. Aunque no sospechaba aún que mi vida merecería ser contada, aquel viaje debió ser registrado en detalle, ya que muy poca gente ha cruzado la salada extensión del océano, aguas de plomo hirvientes de vida secreta, pura abundancia y terror, espuma, viento y soledad. En este relato, escrito muchos años después de los hechos, deseo ser lo más fiel a la verdad posible, pero la memoria es siempre caprichosa, fruto de lo vivido, lo deseado y la fantasía. La línea que divide la realidad de la imaginación es muy tenue, y a mi edad ya no interesa porque todo es subjetivo. La memoria también está teñida por la vanidad. Ahora la Muerte está sentada en una silla cerca de mi mesa, esperando, pero todavía me alcanza la vanidad no sólo para ponerme carmín en las mejillas cuando vienen visitas, sino para escribir mi historia. ¿Hay algo más pretencioso que una autobiografía?

Yo nunca había visto el océano; creía que era un río muy ancho, pero no imaginé que no se vislumbraba la otra orilla. Me abstuve de hacer comentarios para disimular mi ignorancia y el miedo que me heló los huesos cuando la nave salió a aguas abiertas y comenzó a menearse. Éramos siete pasajeros, y todos, menos Constanza, quien tenía el estómago muy firme, nos mareamos. Tanto fue mi malestar, que al segundo día le rogué al maestro Martín que me facilitara un bote para remar de vuelta a España. Lanzó una carcajada y me obligó a tragar una pinta de ron que tuvo la virtud de transportarme a otro mundo durante treinta horas, al cabo de las cuales resucité, demacrada y verde; sólo entonces pude beber un caldo que mi gentil sobrina me dio a cucharaditas. Habíamos dejado atrás la tierra firme y navegábamos en aguas oscuras, bajo un cielo infinito, en el mayor desamparo. No podía imaginar cómo el piloto se orientaba en ese paisaje siempre idéntico, guiándose con su astrolabio y las estrellas en el firmamento. Me aseguró que podía estar tranquila, pues había hecho el viaje muchas veces y la ruta era bien conocida por españoles y portugueses, que llevaban décadas recorriéndola. Las cartas de navegación ya no eran secretos bien guardados, hasta los malditos ingleses las poseían. Otra cosa eran las cartas del estrecho de Magallanes o de la costa del Pacífico, me aclaró; los pilotos las cuidaban con sus vidas, pues eran más valiosas que cualquier tesoro del Nuevo Mundo.

Nunca me acostumbré al movimiento de las olas, el crujido de las tablas, el rechinar de los hierros, el golpeteo incesante de las velas azotadas por el viento. De noche apenas podía dormir. De día me atormentaban la falta de espacio y, sobre todo, los ojos de perro en celo con que me miraban los hombres. Debía conquistar mi turno en el fogón para colocar nuestra olla, así como la privacidad para usar la letrina, un cajón con un orificio suspendido sobre el océano. Constanza, por el contrario, jamás se quejaba y hasta parecía contenta. Cuando llevábamos un mes de viaje, los alimentos empezaron a escasear y el agua, ya descompuesta, fue racionada. Trasladé la jaula con las gallinas a nuestro camarote porque me robaban los huevos, y dos veces al día las sacaba a tomar el aire atadas con un cordel por una pata.

En una ocasión tuve que usar mi sartén de hierro para defenderme de un marinero más osado que los demás, un tal Sebastián Romero, cuyo nombre no he olvidado porque sé que nos encontraremos en el purgatorio. En la promiscuidad de la nave, este hombre aprovechaba la menor ocasión para echarse encima de mí, pretextando el movimiento natural de las olas. Le advertí una y otra vez que me dejara en paz, pero eso aún lo excitaba más. Una noche me sorprendió sola en el reducido espacio bajo el puente destinado a la cocina. Antes de que alcanzara a darme un zarpazo, sentí su aliento fétido en la nuca y, sin pensarlo dos veces, di media vuelta y le mandé un sartenazo en la cabeza, tal como años antes había hecho con el pobre Juan de Málaga, cuando intentó golpearme. Sebastián Romero tenía el cráneo más blando que Juan y cayó despatarrado al suelo, donde permaneció dormido por varios minutos, mientras yo buscaba unos trapos para vendarlo. No derramó tanta sangre como cabía esperar, aunque después se le hinchó la cara y se le volvió color de berenjena. Lo ayudé a ponerse de pie y, como a ninguno de los dos nos convenía dar a conocer la verdad, acordamos que se había golpeado contra una viga.

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