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Cabalgaron la noche entera, y a la mañana del día siguiente se encontraron en las cercanías del fuerte. Pudieron ver la colina, el humo del incendio y grupos dispersos de mapuche, ebrios de guerra y muday , blandiendo cabezas y miembros humanos; los restos de los españoles y yanaconas derrotados el día anterior. Horrorizados, los catorce hombres comprendieron que estaban rodeados y correrían la misma suerte que los de Valdivia, pero los intoxicados indígenas estaban celebrando la victoria y no los enfrentaron. Los españoles espolearon sus fatigadas cabalgaduras y subieron por la colina, abriéndose paso a mandobles entre los escasos borrachos que se les pusieron por delante. El fuerte estaba reducido a un montón de leños humeantes. Buscaron a Pedro de Valdivia entre los cadáveres y trozos de cuerpos descuartizados, pero no lo hallaron. Una tinaja con agua sucia les permitió saciar la sed propia y de los caballos, pero no hubo tiempo de nada más, porque en ese momento comenzaban a ascender por la ladera miles y miles de indígenas. No eran los ebrios que vieran antes, éstos habían salido de los árboles sobrios y en orden.

Los españoles, que no podían defenderse en el fuerte en ruinas, donde habrían quedado atrapados, volvieron a montar en las sufridas bestias y se lanzaron cerro abajo, dispuestos a abrirse paso entre el enemigo. En un instante se vieron envueltos por los mapuche y comenzó una contienda sin cuartel que habría de durar el resto del día. Resulta imposible creer que los hombres y caballos, que habían galopado desde Purén durante la noche entera, resistieran hora tras hora de lucha durante todo ese fatídico día, pero yo he visto batallar a los españoles y he luchado junto a ellos, sé de lo que somos capaces. Por fin los soldados de Gómez pudieron agruparse y huir, seguidos de cerca por las huestes de Lautaro. Los caballos no daban más de sí y el bosque estaba sembrado de troncos caídos y otros obstáculos que impedían correr a las bestias, pero no así a los indios, que surgían de entre los árboles e interceptaban a los jinetes.

Estos catorce hombres, los más bravos de los bravos, decidieron entonces ir sacrificándose uno a uno para detener al enemigo, mientras sus compañeros intentaban avanzar. No lo discutieron, no echaron suertes, nadie se lo mandó. El primero gritó adiós a los demás, detuvo su cabalgadura y se volvió para enfrentar a los perseguidores. Arremetió desprendiendo centellas con la espada, decidido a luchar hasta el último suspiro, ya que ser apresado vivo era una suerte mil veces peor. En pocos minutos cien manos lo bajaron del animal y lo atacaron con las mismas espadas y cuchillos que les habían quitado a los españoles vencidos de Valdivia.

Los escasos minutos que aquel héroe regaló a sus amigos, permitieron a éstos adelantarse un trecho, pero pronto los mapuche los alcanzaron de nuevo. Un segundo soldado decidió inmolarse, también gritó un último adiós y se detuvo cara a la masa de indios, ávidos de sangre. Y enseguida lo hizo un tercero. Y así, uno a uno cayeron seis soldados. Los ocho restantes, varios de ellos malheridos, continuaron la desesperada carrera hasta llegar a una angostura, donde otro debió sacrificarse para que pasaran los demás. También a él lo despacharon en pocos minutos. En ese punto el caballo de Juan Gómez, sangrando de varios flechazos en las ijadas y exhausto, cayó de bruces al suelo. Para entonces ya era noche cerrada en el bosque y el avance resultaba casi imposible.

– ¡Subid a mi grupa, capitán! -le ofreció uno de los soldados.

– ¡No! ¡Seguid adelante y no os retraséis por mí! -les ordenó Gómez, sabiéndose malherido y calculando que el caballo no resistiría el peso de dos hombres.

Los soldados debieron obedecerle, continuaron adelante, tanteando en la oscuridad, perdidos, mientras él se internaba mas en la espesura. Al cabo de muchas y muy terribles horas, los seis sobrevivientes lograron llegar al fuerte de Purén y dar aviso a sus camaradas antes de caer desplomados de fatiga. Allí aguardaron apenas lo necesario para restañar la sangre de sus heridas y dar alivio a las cabalgaduras, antes de emprender marcha forzada hacia La Imperial, que entonces era sólo una aldea. Los yanaconas cargaban en hamacas a los heridos con esperanza de vida, pero a los moribundos les dieron un fin rápido y honroso para que los mapuche no los hallasen vivos.

Entretanto, a Juan Gómez se le hundían los pies, porque las lluvias del invierno reciente habían convertido la zona en una espesa ciénaga. A pesar de estar sangrando de varios flechazos, extenuado, sediento, sin haber comido en dos días, no se sometió a la muerte. La visibilidad era casi nula, debía avanzar penosamente, tanteando entre los árboles y los matorrales. No podía aguardar el amanecer, la noche era su única aliada. Escuchó claramente los alaridos de triunfo de los mapuche cuando encontraron su caballo caído y rezó para que el noble animal, que lo había acompañado en tantas batallas, estuviese muerto. Los indios solían torturar a las bestias heridas para vengarse de los amos. El olor a humo le indicó que sus perseguidores habían encendido antorchas y lo buscaban en la vegetación, seguros de que el jinete no podía estar lejos. Se quitó la armadura y la ropa y las hizo desaparecer en el barro y, desnudo, se adentró en la ciénaga. Los mapuche estaban ya muy cerca, podía oír sus voces y vislumbrar la luz de las antorchas.

Y en este punto de la narración es donde Cecilia, cuyo macabro sentido del humor parece español, se doblaba de risa al contarme aquella espantosa noche. «Mi marido acabó hundido en un pantano, tal como le advertí que ocurriría», dijo la princesa. Con su espada, Juan Gómez cortó una caña y enseguida se sumergió por completo en el pútrido lodazal. No supo cuántas horas estuvo en el barro, desnudo, con las heridas abiertas, encomendando su alma a Dios y pensando en sus hijos y en Cecilia, esa bella mujer que había salido de un palacio para seguirlo al fin del mundo. Los mapuche pasaron varias veces por su lado rozándolo, sin imaginar que el hombre que buscaban yacía sepultado en la ciénaga, abrazado a su espada, respirando apenas por el hueco de la caña.

A media mañana del día siguiente, los hombres que marchaban hacia La Imperial vieron a un ser de pesadilla, cubierto de sangre y barro, que se arrastraba entre la tupida vegetación. Por la espada, que no había soltado, reconocieron a Juan Gómez, el capitán de los catorce de la fama.

Por primera vez desde la muerte de Rodrigo, anoche pude descansar durante varias horas. En la duermevela del amanecer sentí una opresión en el pecho que me aplastaba el corazón y me dificultaba respirar, pero no sentí angustia, sino gran sosiego y dicha, porque comprendí que era el brazo de Rodrigo, que dormía a mi lado, como en los mejores tiempos. Permanecí inmóvil, con los ojos cerrados, agradecida de ese dulce peso. Deseaba preguntarle a mi marido si había venido por fin a buscarme, decirle que me hizo muy feliz durante los treinta años que compartimos y que sólo lamenté sus largas ausencias de guerrero. Pero temí que al hablarle desapareciera; en estos meses de soledad he comprobado cuán tímidos son los espíritus. Con la primera luz de la mañana, que se coló por las ranuras de los postigos, Rodrigo se retiró de mi lado, dejando la huella de su brazo sobre mí y su olor en la almohada. Cuando llegaron las criadas ya no había rastro de él en la habitación. A pesar de la dicha que esa inesperada noche de amor me dio, parece que amanecí con mal semblante, porque las mujeres fueron a llamarte, Isabel. No estoy enferma, hija, nada me duele, me siento mejor que nunca, así es que no me mires con esa cara de funeral; pero me quedaré acostada un rato más, porque tengo frío. Si no te importa, me gustaría aprovechar para dictarte.

Como sabes, Juan Gómez salió con vida de aquella prueba, aunque demoró meses en reponerse de las heridas infectadas. Abandonó la idea del oro, regresó a Santiago y todavía vive con su espléndida mujer, quien ya debe de tener unos sesenta años, pero está igual que a los treinta, sin arrugas ni canas, no sé si por milagro o hechicería. Ese diciembre fatídico fue el comienzo de la insurrección de los mapuche, una guerra sin cuartel que no ha cesado en cuarenta años y no tiene para cuándo terminar; mientras quede un solo indio y un solo español vivos, correrá sangre. Debería odiarlos, Isabel, pero no puedo. Son mis enemigos, pero los admiro; si yo estuviese en su lugar, moriría luchando por mi tierra, como mueren ellos.

Llevo varios días evitando el momento de relatar el fin de Pedro de Valdivia. Durante veintisiete años he procurado no pensar en eso, pero supongo que ha llegado la hora de hacerlo. Quisiera creer la versión menos cruel, que Pedro se batió hasta ser derribado de un mazazo en la cabeza, pero Cecilia me ayudó a descubrir la verdad. Sólo un yanacona logró escapar al desastre de Tucapel para contar lo ocurrido ese día de Navidad, pero él nada sabía de la suerte del gobernador. Dos meses más tarde, Cecilia vino a verme y me dijo que una muchacha mapuche, recién llegada de la Araucanía, estaba sirviendo en su casa. Cecilia estaba enterada de que la india, quien no hablaba ni una palabra de castellano, había sido encontrada cerca de Tucapel. Una vez más, el mapudungu aprendido de Felipe -ahora Lautaro- me fue útil. Cecilia me la trajo y pude hablar con ella. Era una joven de unos dieciocho años, baja, delicada de facciones, fuerte de espaldas. Como no entendía nuestro idioma, parecía lerda, pero cuando le hablé en mapudungu comprendí que era habilísima. Esto es lo que pude averiguar por el yanacona que sobrevivió en Tucapel y lo que esa mapuche, quien estuvo presente en la ejecución de Pedro de Valdivia, me contó.

El gobernador se hallaba en las ruinas del fuerte, luchando a la desesperada con un puñado de valientes contra miles de mapuche, que se renovaban en frescos escuadrones, mientras ellos no podían dar descanso a las espadas. Transcurrió el día entero lidiando. Al atardecer, Valdivia perdió la esperanza de que Juan Gómez acudiera con refuerzos. Su gente estaba extenuada, los caballos sangraban tanto como los hombres y por las colinas ascendían obstinadamente nuevos destacamentos enemigos.

– Señores, ¿qué hacemos? -preguntó Valdivia a los nueve hombres que quedaban en pie.

– ¿Qué quiere vuestra merced que hagamos, sino que luchemos y muramos? -replicó uno de los soldados.

– ¡Entonces, hagámoslo con honra, señores!

Y los diez tenaces españoles, seguidos de los yanaconas que quedaban en pie, se lanzaron a luchar y morir de frente, las espadas en alto y el apóstol Santiago en los labios. En pocos minutos, ocho soldados fueron arrancados de sus cabalgaduras con boleadoras y lazos, arrastrados por el suelo y aniquilados por centenares de mapuche. Sólo Pedro de Valdivia, un fraile y un fiel yanacona pudieron romper el cerco y huir por la única vía abierta ante ellos, las demás estaban bloqueadas por el enemigo. Escondido en el fuerte había otro yanacona que soportó la humareda del incendio debajo de un montón de escombros y logró escapar con vida dos días más tarde, cuando ya los mapuche se habían retirado. El sendero abierto ante Valdivia había sido hábilmente dispuesto por Lautaro. Era un callejón sin salida, que conducía por el bosque oscuro a una ciénaga, donde las patas de los caballos se empantanaron, tal como Lautaro había calculado. Los fugitivos no podían retroceder porque tenían al enemigo a sus espaldas. En la luz de la tarde vieron salir de los matorrales a cientos de indígenas, mientras ellos se hundían irremisiblemente en aquel lodo podrido, del que se desprendía un hálito sulfuroso de infierno. Antes de que el pantano se los tragara, los mapuche los rescataron, porque no era así como planeaban darles fin.

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