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Pedro de Valdivia se crió en un caserón de piedra en Castuera, solar de hidalgos pobres, más o menos a tres jornadas de marcha hacia el sur de Plasencia. Lamento que no nos conociéramos en nuestra juventud, cuando él era un apuesto alférez de paso en mi ciudad, al regreso de una de sus campañas militares. Tal vez anduvimos el mismo día por las torcidas calles, él ya todo un hombre, con la espada al cinto y el vistoso uniforme de los caballeros del rey, yo todavía una muchacha de trenzas coloradas, como las tenía entonces, aunque después se me oscurecieron. Pudimos haber coincidido en la iglesia, su mano pudo rozar la mía en la pila de agua bendita y pudieron cruzarse nuestras miradas, sin reconocernos. Ni ese recio soldado, curtido por los afanes del mundo, ni yo, una niña costurera, podíamos adivinar aquello que nos deparaba el destino.

Pedro provenía de una familia de militares sin fortuna pero de abolengo, cuyas proezas se remontaban a la lucha contra el ejército romano, antes de Cristo, continuaba por setecientos años contra los sarracenos y seguía produciendo varones de mucho temple para las eternas guerras entre monarcas de la cristiandad. Sus antepasados habían descendido de las montañas para instalarse en Extremadura. Creció oyendo a su madre contar las hazañas de los siete hermanos del valle de Ibia, los Valdivia, que se enfrentaron en cruenta batalla con un monstruo pavoroso. Según la inspirada matrona, no se trataba de un dragón común -cuerpo de lagarto, alas de murciélago, dos o tres cabezas de sierpe-, como el de san Jorge, sino de una bestia diez veces más grande y feroz, antigua de muchos siglos, que encarnaba la maldad de todos los enemigos de España, desde los romanos y los árabes, hasta los malvados franceses, que en tiempos recientes se atrevían a disputar los derechos de nuestro soberano. «¡Imagínate, hijo, nosotros hablando francés!», intercalaba siempre la doña en el relato. Uno a uno cayeron los hermanos Valdivia, chamuscados por las llamaradas que escupía el monstruo o destrozados por sus garras de tigre. Cuando seis habían perecido y la batalla estaba perdida, el menor de los hermanos, que aún se mantenía en pie, cortó una gruesa rama de árbol, la afiló en ambos extremos y la introdujo en las fauces de la bestia. El dragón empezó a revolcarse de dolor y sus formidables coletazos partieron la tierra y levantaron una polvareda que llegó por el aire hasta África. Entonces el héroe enarboló su espada a dos manos y se la enterró en el corazón, liberando así a España. De ese joven, valiente entre valientes, descendía Pedro por directa línea materna, y como prueba bastaban dos trofeos: la espada, que permanecía en la familia, y el escudo de armas, en el que dos serpientes mordían un tronco de árbol en un campo de oro. El lema de la familia era: «La muerte, menos temida, da más vida». Con tales antepasados, es natural que Pedro obedeciera el llamado de las armas a temprana edad. Su madre gastó lo que aún quedaba de su dote en aperarlo para la empresa: cota de malla y armadura completa, armas de caballero, un escudero y dos caballos. La legendaria espada de los Valdivia era un hierro oxidado, pesado como garrote, que sólo tenía valor decorativo e histórico, de modo que le compró otra del mejor acero toledano, flexible y liviana. Con ella Pedro habría de luchar en los ejércitos de España bajo las banderas de Carlos V, habría de conquistar el reino más remoto del Nuevo Mundo, y junto a ella, partida y ensangrentada, moriría.

El joven Pedro de Valdivia, criado entre libros y bajo los cuidados de su madre, partió a la guerra con el entusiasmo de quien sólo ha visto la carnicería de los cerdos faenados en la plaza por un matarife, brutal espectáculo que atraía a todo el pueblo. La inocencia le duró tan poco como el flamante pendón con el escudo de su familia, que quedó hecho jirones en la primera batalla.

Entre los tercios de España iba otro atrevido hidalgo, Francisco de Aguirre, quien se convirtió de inmediato en el mejor amigo de Pedro. Tan fanfarrón y bullicioso era Francisco, como serio era Pedro, aunque ambos gozaban de igual fama de valientes. La familia Aguirre era vasca de origen, pero asentada en Talavera de la Reina, cerca de Toledo. Desde el principio el joven dio muestras de una audacia suicida; buscaba el peligro porque se creía protegido por la cruz de oro de su madre que llevaba al cuello. De la misma cadenilla colgaba un relicario con una mecha de cabello castaño, perteneciente a la hermosa joven que amaba desde niño con un amor prohibido, pues eran primos hermanos. Francisco había jurado permanecer célibe, ya que no podía casarse con su prima, pero eso no le impedía buscar los favores de cuanta hembra se pusiera al alcance de su fogoso temperamento. Alto, guapo, con risa franca y una sonora voz de tenor, perfecta para animar tabernas y enamorar mujeres, no había quien se le resistiera. Pedro le advertía que se cuidara, porque el mal francés no perdona a moros, judíos ni cristianos, pero él confiaba en la cruz de su madre, que si había resultado ser infalible protección en la guerra, debía serlo también contra las consecuencias de la lujuria. Aguirre, amable y galante en sociedad, se transformaba en una fiera en la batalla, al contrario de Valdivia, quien se mostraba sereno y caballeroso aun ante los más álgidos peligros. Ambos jóvenes sabían leer y escribir, habían estudiado y poseían más cultura que la mayoría de los hidalgos. Pedro había recibido esmerada educación de un sacerdote, tío de su madre, con quien él convivió en la juventud y de quien se murmuraba en voz baja que era en realidad su padre, pero él jamás se atrevió a preguntárselo. Habría sido un insulto a su madre. Además, Aguirre y Valdivia tenían en común que vinieron al mundo en 1500, el mismo año del nacimiento del sacro emperador Carlos V, monarca de España, Alemania, Austria, Flandes, las Indias Occidentales, parte de África y más y más mundo. Los jóvenes no eran supersticiosos, pero se jactaban de estar unidos al rey bajo la misma estrella y, por lo tanto, destinados a similares hazañas militares. Creían que no había mejor propósito en esta vida que ser soldados bajo tan gallardo jefe; admiraban la estatura de titán del rey, su valor indomable, su habilidad de jinete y espadachín, su talento de estratega en la guerra y de hombre estudioso en la paz. Pedro y Francisco agradecían la suerte de ser católicos, garantía de salvación del alma, y españoles, es decir, superiores al resto de los mortales. Eran hidalgos de España, soberana del mundo, larga y ancha, más poderosa que el antiguo Imperio romano, señalada por Dios para descubrir, conquistar, cristianizar, fundar y poblar los más remotos rincones de la Tierra. Contaban con veinte años cuando partieron a combatir en Flandes y luego en las campañas de Italia, donde aprendieron que en la guerra la crueldad es una virtud y, dado que la muerte es una constante compañera, más vale tener el alma preparada.

Los dos oficiales servían bajo las órdenes de un extraordinario soldado, el marqués de Pescara, cuya apariencia algo afeminada podía ser engañosa, ya que bajo la armadura de oro y los atavíos de seda bordados de perlas, con que se presentaba al campo de batalla, había un raro genio militar, como demostró una y mil veces. En 1524, en medio de la guerra entre Francia y España, que se disputaban el control de Italia, el marqués y dos mil de los mejores soldados españoles desaparecieron de manera misteriosa, tragados por la bruma invernal. Se corrió la voz de que habían desertado, y circulaban coplas burlonas que los acusaban de traidores y cobardes, mientras ellos, ocultos en un castillo, se preparaban con el mayor sigilo. Estaban en noviembre y el frío congelaba el alma de los desventurados soldados acampados en el patio. No comprendían por qué los tenían allí, entumecidos y ansiosos, en vez de llevarlos a luchar contra los franceses. El marqués de Pescara no se daba prisa, esperaba el momento adecuado con la paciencia de un avezado cazador. Por fin, cuando ya habían pasado varias semanas, dio la señal a sus oficiales de aprontarse para la acción. Pedro de Valdivia ordenó a los hombres de su batallón que se colocaran las armaduras sobre sus refajos de lana, tarea difícil, porque al tocar el gélido metal los dedos se pegaban en él, y luego les entregó sábanas para que se cubrieran. Así, como blancos espectros, marcharon en total silencio, tiritando de frío, durante la noche entera, hasta que al alba llegaron a las proximidades de la fortaleza enemiga. Los vigías en las almenas percibieron cierto movimiento sobre la nieve, pero creyeron que se trataba de las sombras de los árboles mecidos por el viento. No vieron a los españoles arrastrándose en blancas oleadas sobre el suelo blanco hasta el último instante, cuando éstos se lanzaron al ataque y los fulminaron por sorpresa. Esa victoria aplastante convirtió al marqués de Pescara en el militar más célebre de su tiempo.

Un año más tarde Valdivia y Aguirre participaron en la batalla de Pavía, la hermosa ciudad de cien torres, donde también los franceses fueron derrotados. El rey de Francia, que se batía a la desesperada, fue hecho prisionero por un soldado de la compañía de Pedro de Valdivia, que lo derribó del caballo sin saber quién era y estuvo a punto de rebanarle el cuello. La oportuna intervención de Valdivia lo impidió, modificando así el curso de la Historia. Sobre el campo de lid quedaron más de diez mil muertos; durante semanas el aire estuvo infestado de moscas y la tierra de ratas. Dicen que todavía los repollos y las coliflores de la región suelen traer huesos astillados entre las hojas. Valdivia comprendió que por primera vez la caballería no había sido el factor fundamental para el triunfo, sino dos nuevas armas: los arcabuces, complicados de cargar pero de largo alcance, y los cañones de bronce, más livianos y móviles que los de hierro forjado. Otro elemento decisivo fue la participación de miles de mercenarios, suizos y lansquenetes alemanes, famosos por su brutalidad y a los que Valdivia despreciaba, porque para él la guerra, como todo lo demás, era una cuestión de honor. El combate de Pavía lo llevó a meditar sobre la importancia de la estrategia y las armas modernas: no bastaba el coraje demente de hombres como Francisco de Aguirre, la guerra era una ciencia que requería estudio y lógica.

Después de la contienda de Pavía, agotado y cojeando por un lanzazo en la cadera, que le curaron con aceite hirviendo, aunque la herida volvía a abrirse al menor esfuerzo, Pedro de Valdivia regresó a su casa en Castuera. Estaba en edad de casarse, perpetuar su apellido y hacerse cargo sus tierras, yermas de tanta ausencia y descuido, como no se cansaba de repetirle su madre. El ideal era una novia que aportase una dote considerable, ya que la empobrecida hacienda de los Valdivia mucho la necesitaba. Había varias candidatas elegidas por la familia y el cura, todas de buen nombre y fortuna, a las que él iría conociendo mientras convalecía de su herida. Pero los planes no resultaron como se esperaba. Pedro vio a Marina Ortiz de Gaete en el único sitio donde podía encontrarla en público: a la salida de misa. Marina tenía trece años y todavía la vestían con las crinolinas almidonadas de la infancia. Iba acompañada por su dueña y una esclava, que sostenía un parasol sobre su cabeza, aunque el día estaba nublado; jamás un rayo de luz directa había tocado la piel translúcida de aquella muchacha pálida. Tenía el rostro de un ángel, el cabello rubio y luminoso, el andar vacilante de quien carga con demasiadas enaguas, y tal aire de inocencia, que Pedro olvidó al punto los propósitos de mejorar su hacienda. No era hombre de mezquinos cálculos; la belleza y virtud de la joven lo sedujeron al punto. Aunque ella carecía de dinero y su dote estaba muy por debajo de sus méritos, apenas averiguó que no estaba prometida a otro comenzó a cortejarla. La familia Ortiz de también deseaba para su hija una unión con beneficios económicos, pero no pudo rechazar a un caballero de nombre tan ilustre y probado valor como Pedro de Valdivia, y puso como única condición que la boda se llevara a cabo después de que la chica cumpliera catorce años. Entretanto, Marina se dejó agasajar por su pretendiente con la timidez de un conejo, aunque se las arregló para hacerle saber que ella también contaba los días para casarse. Pedro estaba en el apogeo de su virilidad, era de buena estatura, pecho fuerte, bien proporcionado, de noble estampa, nariz prominente, mentón autoritario y ojos azules, muy expresivos. Ya entonces llevaba el cabello hacia atrás, cogido en una cola corta en la nuca, mejillas afeitadas, bigote engomado y la barbita angosta que lo caracterizó toda su vida. Se vestía con elegancia, empleaba gestos categóricos, era de hablar pausado e imponía respeto, pero también podía ser galante y tierno. Marina se preguntaba, admirada, por qué ese hombre de gran orgullo y bizarría se había fijado en ella. Se casaron al año siguiente, cuando la chica comenzó a menstruar, y se instalaron en el modesto solar de los Valdivia.

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