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– ¿Tenéis un plano para el barco, señor gobernador? -preguntó el supuesto experto.

– ¡No pretenderéis decirme que necesitáis un plano para algo tan simple! -lo desafió Valdivia.

– Nunca he construido un barco, excelencia.

– Rezad para que no se os hunda, amigo mío, porque iréis en el primer viaje -se despidió el gobernador, muy contento con su proyecto.

Por primera vez la idea del oro le entusiasmaba, podía imaginar las caras de la gente en el Perú cuando supieran que Chile no era tan mísero como se decía. Mandaría una muestra del oro en su propio barco, causaría sensación, eso atraería a más colonos y Santiago sería la primera de muchas ciudades prósperas y bien pobladas. Como había prometido, dejó a Michimalonko en libertad y se despidió de él con las mayores muestras de respeto. El indio se fue al galope en su nuevo caballo, disimulando la risa.

En una de sus excursiones evangelizadoras, que hasta ese momento no habían dado ni el menor fruto, porque los naturales del valle manifestaron pasmosa indiferencia ante las ventajas del cristianismo, el capellán González de Marmolejo regresó con un muchacho. Lo había encontrado vagando en la ribera del Mapocho, flaco, cubierto de mugre y costras de sangre. En vez de escapar corriendo, como hacían los indios cada vez que él aparecía con su sotana pringosa y su cruz en alto, el niño empezó a seguirlo como un perro, sin decir palabra, con ojos ardientes, atentos a cada movimiento del fraile. «¡Vete, chico! ¡Chus!», lo echaba el capellán, amenazando con darle un coscorrón con la cruz. Pero no hubo caso, se le pegó hasta Santiago. A falta de otra solución, lo trajo a mi casa.

– ¿Qué queréis que haga con él, padre? No tengo tiempo para criar chiquillos -le dije, porque lo último que me convenía era encariñarme con un niño del enemigo.

– Tu casa es la mejor de la ciudad, Inés. Aquí estará muy bien este pobrecillo.

– ¡Pero…!

– ¿Qué dicen los Mandamientos de la Ley de Dios? Hay que alimentar al hambriento y vestir al desnudo -me interrumpió.

– No me acuerdo de ese mandamiento, pero si vos lo decís…

– Ponedlo a trabajar con los cerdos y las gallinas, es muy dócil.

Pensé que bien podía criarlo él, para eso tenía casa y manceba, podía convertirlo en sacristán, pero no pude negarme porque debía muchos favores a ese capellán; mal que mal, me estaba instruyendo. Ya podía leer sin ayuda uno de los tres libros de Pedro, Amadís , de amores y aventuras. Con los otros dos todavía no me atrevía, El cantar del Mío Cid , sólo batallas, y Enchiridion Militis Christiani , de Erasmo, un manual para soldados que no me interesaba para nada. El capellán tenía otros varios libros que seguro también estaban prohibidos por la Inquisición y que un día yo esperaba leer. De modo que el mocoso se quedó con nosotros. Catalina lo lavó y vimos que no era sangre seca lo que tenía, sino barro y arcilla; aparte de unos rasguños y magullones, estaba indemne. Tenía unos once o doce años, era flaco, con las costillas visibles, pero fuerte, estaba coronado por una mata de pelo negro, tieso de mugre. Llegó casi desnudo. Nos atacó a mordiscos cuando intentamos quitarle un amuleto que traía colgado al cuello de una tira de piel. Pronto me olvidé de él, porque estaba muy atareada con las labores de fundar el pueblo, pero dos días después Catalina me lo recordó. Dijo que no se había movido del corral donde lo dejamos y tampoco había comido.

– ¿Qué vamos a estar haciendo con él, mamitay?

– Que se vaya con los suyos, es lo mejor.

Fui a verlo y lo hallé sentado en el patio, inmóvil, tallado en madera, con sus ojos negros fijos en los cerros. Había tirado lejos la manta que le dimos, parecía gustarle el frío y la llovizna del invierno. Le expliqué por señas que se podía ir, pero no se movió.

– No está queriendo irse, pues. Quedarse está queriendo, no más -suspiró Catalina.

– Que se quede entonces.

– ¿Y quién va a estar vigilando al salvaje, pues, señoray? Ladrones y flojos están siendo estos mapuche.

– Es sólo un niño, Catalina. Ya se irá, nada tiene que hacer aquí.

Ofrecí al chico una tortilla de maíz y no reaccionó, pero cuando le acerqué una calabaza con agua, la cogió a dos manos y se bebió el contenido a sorbos sonoros, como un lobo. Contrario a mis predicciones, se quedó con nosotros. Lo vestimos con un poncho y calzas de adulto recogidas en la cintura mientras le cosíamos algo de su tamaño, le cortamos el pelo y le quitamos los piojos. Al día siguiente comió con un apetito voraz, y pronto salió del corral y empezó a vagar por la casa y luego por la ciudad, como un alma perdida. Le interesaban más los animales que la gente, y aquéllos le respondían bien; los caballos comían de su mano, y hasta los perros más bravos, entrenados para atacar a los indios, le movían la cola. Al principio lo echaban de todas partes, ningún vecino quería un indiecito tan raro bajo su techo, ni siquiera el buen capellán, que tanto me predicaba los deberes cristianos, pero pronto se acostumbraron a su presencia y el chico se volvió invisible, entraba y salía de las casas, siempre silencioso y atento. Las indias del servicio le daban golosinas y hasta Catalina terminó por aceptarlo, aunque a regañadientes.

En eso volvió Pedro, cansado y adolorido por la larga cabalgata, pero muy satisfecho, porque traía las primeras muestras de oro, pepitas de buen tamaño sacadas del río. Antes de reunirse con sus oficiales, me cogió por la cintura y me llevó a la cama. «En verdad eres el alma mía, Inés», suspiró, besándome. Olía a caballo y sudor, nunca me había parecido tan guapo, tan fuerte, tan mío. Confesó que me había echado de menos, que cada vez le costaba más alejarse de mí, aunque fuese sólo por unos días, que cuando estábamos separados tenía malos sueños, premoniciones, miedo de no volver a verme. Lo desnudé como a un niño, lo lavé con un trapo mojado, besé una a una sus cicatrices, desde la gruesa herradura de la cadera y los cientos de rayas de guerra que le cruzaban brazos y piernas, hasta la pequeña estrella de la sien, producto de una caída de muchacho. Hicimos el amor con una ternura lenta y nueva, como un par de abuelos. Pedro estaba tan molido por esas semanas de esfuerzo, que se dejó hacer por mí con una mansedumbre de virgen. Montada sobre él, amándolo lentamente, para que gozara de a poco, admiré su noble rostro a la luz de la bujía, su frente amplia, su prominente nariz, sus labios de mujer. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa plácida, estaba entregado, parecía joven y vulnerable, diferente al hombre aguerrido y ambicioso que semanas antes había partido a la cabeza de sus soldados. En un momento, durante la noche, me pareció vislumbrar en un rincón la silueta del chico mapuche, pero pudo haber sido sólo un juego de sombras.

Al otro día, cuando volvió de su reunión con el cabildo, Pedro me preguntó quién era el pequeño salvaje. Le expliqué que me lo había endosado el capellán, que suponíamos que era huérfano. Pedro lo llamó, lo examinó de pies a cabeza y le gustó, tal vez le recordaba cómo era él mismo a esa edad, igual de intenso y altivo. Se dio cuenta de que el niño no hablaba castellano y mandó a buscar a un lengua.

– Dile que puede quedarse con nosotros siempre que se haga cristiano. Se llamará Felipe. Me gusta ese nombre, si tuviera un hijo, así lo llamaría. ¿De acuerdo? -anunció Valdivia.

El chico asintió. Pedro agregó que si era sorprendido robando lo haría azotar primero y lo echaría de la ciudad enseguida; podía darse por afortunado, porque otro vecino le cortaría la mano derecha de un hachazo. ¿Entendido? Asintió de nuevo, mudo, con una expresión más irónica que asustada. Le pedí al lengua que le propusiera un trato: si él me enseñaba su idioma, yo le enseñaría castellano. A Felipe no le interesó para nada. Entonces Pedro mejoró la oferta: si me enseñaba mapudungu tendría permiso para cuidar los caballos. De inmediato se iluminó la cara del mocoso y desde ese instante demostró adoración por Pedro, a quien llamaba Taita. A mí me decía formalmente chiñura , por señora, supongo. En eso quedamos. Felipe resultó buen maestro, y yo, una alumna aventajada; así es como gracias a él me convertí en la única huinca capaz de entenderse directamente con los mapuche, pero eso habría de tomar casi un año. Dije «entenderse con los mapuche» pero eso es una fantasía, nunca nos entenderemos, hay demasiados rencores acumulados.

Estábamos todavía en la mitad del invierno cuando llegaron a galope desenfrenado dos de los soldados que Pedro había dejado en Marga-Marga. Venían extenuados, malheridos, chorreados de lluvia y sangre, con las cabalgaduras a punto de reventar, a comunicarnos que en la mina se habían alzado los indios de Michimalonko y habían asesinado a muchos yanaconas, a los negros y a casi todos los soldados españoles; sólo ellos habían logrado escapar con vida. Del oro recogido no quedaba una sola pepita. En la playa de Concón también habían matado a nuestra gente; los cuerpos hechos pedazos yacían desparramados sobre la arena, y el barco en construcción estaba reducido a un montón de palos quemados. En total habíamos perdido a veintitrés soldados y a un número indeterminado de yanaconas.

– ¡Maldito Michimalonko, indio de mierda! ¡Cuando lo agarre lo haré empalar vivo! -rugió Pedro de Valdivia.

No había alcanzado a absorber el impacto de la noticia cuando llegaron Villagra y Aguirre a confirmar lo que las espías de Cecilia habían advertido semanas antes: miles de indígenas iban llegando al valle. Venían en grupos pequeños, hombres armados y pintados para la guerra. Se escondían en los bosques, en los cerros, bajo la tierra y en las mismísimas nubes. Pedro decidió, como siempre, que la mejor defensa era el ataque; seleccionó a cuarenta soldados de probado valor y partió a matacaballo al amanecer del día siguiente a dar un escarmiento en Marga-Marga y Concón.

En Santiago quedamos con una sensación de absoluto desamparo. Las palabras de Francisco de Aguirre definían nuestra situación: estábamos en el culo del mundo y rodeados de salvajes en cueros. No había oro ni barco, el desastre era total. El capellán González de Marmolejo nos reunió en misa y nos dio una exaltada arenga sobre la fe y el coraje, pero no logró levantar los ánimos de la población asustada. Sancho de la Hoz aprovechó la revoltura para culpar a Valdivia de nuestros padecimientos y así consiguió aumentar a cinco el número de sus adeptos, entre ellos el infeliz Chinchilla, uno de los veinte que se sumaron a la expedición en Copiapó. Nunca me gustó ese hombre, por simulador y cobarde, pero no imaginé que además fuera tonto de capirote. La idea no era original -asesinar a Valdivia-, aunque esta vez los conspiradores no contaban con los cinco puñales idénticos, que se hallaban bien guardados en el fondo de uno de mis baúles. Tan seguro estaba Chinchilla de la genialidad del plan, que se tomó unos tragos de más, se vistió de payaso, con campanitas y cascabeles, y salió a la plaza a hacer cabriolas imitando al gobernador. Por supuesto que Juan Gómez lo arrestó de inmediato, y apenas le mostró unos torniquetes y le explicó en qué parte del cuerpo se los aplicaría, Chinchilla se orinó de miedo y delató a sus compinches.

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