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Nada sé de la vida de Catalina antes de la llegada de los españoles al Perú; no hablaba de su pasado, era desconfiada y misteriosa. Baja, cuadrada, de color avellana, con dos trenzas gruesas atadas a la espalda con lanas de colores, ojos de carbón y olor a humo, esta Catalina podía estar en varias partes al mismo tiempo y desparecer en un suspiro. Aprendió castellano, se adaptó a nuestras costumbres, parecía satisfecha de vivir conmigo y un par de años más tarde insistió en acompañarme a Chile. «Yo queriendo ir contigo, pues, señoray», me suplicó en su lengua cantadita. Había aceptado el bautismo para ahorrarse problemas, pero no abandonó sus creencias; tal como rezaba el rosario y encendía velas en el altar de Nuestra Señora del Socorro, recitaba invocaciones al Sol. Esta sabia y leal compañera me instruyó en el uso de las plantas medicinales y en los métodos curativos del Perú, distintos a los de España. La buena mujer sostenía que las enfermedades provienen de espíritus traviesos y demonios que se introducen por los orificios del cuerpo y se albergan en el vientre. Había trabajado con médicos incas, quienes solían perforar huecos en el cráneo de sus pacientes para aliviar migrañas y demencias, procedimiento que fascinaba al alemán, pero al que ningún español estaba dispuesto a someterse. Catalina sabía sangrar a los enfermos tan bien como el mejor cirujano y era experta en purgas para aliviar los cólicos y la pesadez del cuerpo, pero se burlaba de la farmacopea del alemán. «Con eso no mas matando, pues, tatay», le decía, sonriendo con sus dientes negros de coca, y él terminó por dudar de los afamados remedios que con tanto esfuerzo había traído desde su país. Catalina conocía poderosos venenos, pociones afrodisíacas, yerbas que daban incansable energía, y otras que inducían el sueño, detenían desangramientos o atenuaban el dolor. Era mágica, podía hablar con los muertos y ver el futuro; a veces bebía una mixtura de plantas que la enviaba a otro mundo, donde recibía consejos de los ángeles. Ella no los llamaba así, pero los describía como seres transparentes, alados y capaces de fulminar con el fuego de la mirada; ésos no pueden ser sino ángeles. Nos absteníamos de mencionar estos asuntos delante de terceras personas porque nos habrían acusado de brujería y tratos con el Maligno. No es divertido ir a dar a una mazmorra de la Inquisición; por menos de lo que nosotras sabíamos, muchos desventurados han terminado en la hoguera. No siempre los conjuros de Catalina daban el resultado esperado, como es natural. Una vez trató de echar de la casa al ánima de Juan de Málaga, que nos molestaba demasiado, pero sólo consiguió que se nos murieran varias gallinas esa misma noche y que al día siguiente apareciera en el centro del Cuzco una llama con dos cabezas. El animal agravó la discordia entre indios y castellanos, porque los primeros creyeron que era la reencarnación del inmortal inca Atahualpa y los segundos la despacharon de un lanzazo para probar que de inmortal poco tenía. Se armó un altercado que dejó varios indios muertos y un español herido. Catalina vivió conmigo muchos años, cuidó de mi salud, me previno de peligros y me guió en decisiones importantes. La única promesa que no cumplió fue la de acompañarme en la vejez, porque se murió antes que yo.

A las dos indias jóvenes que me asignó el ayuntamiento les enseñé a zurcir, lavar y planchar la ropa, como se hacía en Plasencia, servicio muy apreciado en aquel tiempo en el Cuzco. Hice construir un horno de barro en el patio y con Catalina nos dedicamos a cocinar empanadas. La harina de trigo era costosa, pero aprendimos a hacerlas con harina de maíz. No alcanzaban a enfriarse al salir del horno; el olor las anunciaba por el barrio y los clientes acudían en tropel. Siempre dejábamos algunas para los mendigos y ensimismados, que se alimentaban de la caridad pública. Ese aroma denso de carne, cebolla frita, comino y masa horneada se me metió bajo la piel de tal manera, que todavía lo tengo. Me moriré con olor a empanada.

Pude sostener mi casa, pero en esa ciudad, tan cara y corrupta, una viuda se hallaba en duros aprietos para salir de la pobreza. Podría haberme casado, ya que no faltaban hombres solos y desesperados, algunos bastante atractivos, pero Catalina siempre me advertía contra ellos. Solía leerme la suerte con sus cuentas y conchas de adivinar y siempre me anunciaba lo mismo: yo viviría muy largo y llegaría a ser reina, pero mi futuro dependía del hombre de sus visiones. Según ella, no era ninguno de quienes golpeaban mi puerta o me asediaban en la calle. «Paciencia, mamitay, ya estará viniendo tu viracocha», me prometía.

Entre mis pretendientes se contaba el orgulloso alférez Núñez, quien no renunciaba a su afán de echarme el guante, como él mismo decía con poca delicadeza. No entendía por qué yo rechazaba sus requerimientos, ya que mi excusa anterior no servía. Se había demostrado que era viuda, como él me había asegurado desde el comienzo. Imaginaba que mis negativas eran una forma de coquetería, y así, cuanto más tercos eran mis desaires, más se encaprichaba él. Debí prohibirle que irrumpiera con sus mastines en mi casa, porque aterrorizaban a mis sirvientas. Los animales, entrenados para someter a los indios, al olerlas comenzaban a tironear de sus cadenas y gruñían y ladraban con los colmillos a la vista. Nada divertía tanto al alférez como azuzar a sus fieras contra los indios, por lo mismo desatendía mis súplicas e invadía mi casa con sus perros, tal como lo hacía en otras partes. Un día los dos animales amanecieron con el hocico lleno de espuma verde y pocas horas después estaban tiesos. Su dueño, indignado, amenazó con matar a quien se los hubiese envenenado, pero el médico alemán lo convenció de que habían muerto de peste y que debía quemar los restos de inmediato para evitar el contagio. Así lo hizo, temiendo que el primero en caer con la enfermedad fuera él mismo.

Las visitas del alférez se hicieron cada vez más frecuentes y, como también me molestaba en la calle, me hizo la vida un infierno. «Este blanco no entiende con palabras, pues, señoray. Yo bien digo que puede irse muriendo, como los perros de él», me anunció Catalina. Preferí no indagar qué quería decir. En una ocasión Núñez llegó como siempre, con su olor a macho y sus regalos, que yo no deseaba, llenando mi casa con su ruidosa presencia.

– ¿Por qué me atormentáis, hermosa Inés? -me preguntó por enésima vez, cogiéndome por la cintura.

– No me agraviéis, señor. No os he autorizado para que me tratéis con familiaridad -repliqué, desprendiéndome de sus zarpas.

– Bien, entonces, distinguida Inés, ¿cuándo nos casamos?

– Nunca. Aquí tenéis vuestras camisas y calzas, remendadas y limpias. Buscad otra lavandera, porque no os quiero en mi casa. Adiós. -Y lo empujé hacia la puerta.

– ¿Adiós, decís, Inés? ¡No me conocéis, mujer! ¡A mí nadie me insulta, y menos una ramera! -me gritó desde la calle.

Era la hora suave del atardecer, cuando los parroquianos se juntaban a esperar que salieran las últimas empanadas del horno, pero no tuve ánimo para atenderlos; temblaba de ira y vergüenza. Me limité a repartir algunas empanadas entre los pobres, para que no se quedaran sin comer, y luego cerré mi puerta, que habitualmente mantenía abierta hasta que caía el frío de la noche.

– Maldito es, pues, mamitay, pero no te asoroches. Este Núñez ha de estar trayendo buena suerte -me consoló Catalina.

– ¡Sólo puede traerme desgracia, Catalina! Un hombre fanfarrón y despechado es siempre peligroso.

Catalina tenía razón. Gracias al nefasto alférez, que se instaló en una taberna a beber y jactarse de lo que pensaba hacer conmigo, conocí esa noche al hombre de mi destino, aquel que Catalina no se cansaba de anunciarme.

La taberna, una sala de techos bajos, con varios ventanucos por donde apenas entraba suficiente aire para respirar, estaba atendida por un andaluz de buen corazón que daba crédito a los soldados cortos de fondos. Por esa razón, y por la música de cuerdas y tambores de un par de negros, el local era muy popular. Contrastaba con el bullicio alegre de los clientes la figura sobria de un hombre que bebía solo en un rincón. Estaba sentado en una banqueta ante una mesita, donde había extendido un trozo de papel amarillento que mantenía estirado con su garrafa de vino. Era Pedro de Valdivia, maestre de campo del gobernador Francisco Pizarro y héroe de la batalla de Las Salinas, entonces convertido en uno de los encomenderos más ricos del Perú. En pago por los servicios prestados, Pizarro le había asignado, por el lapso de su vida, una espléndida mina de plata en Porco, una hacienda en el valle de La Canela, muy fértil y productiva, y centenares de indios para trabajarlas. ¿Y qué hacía en ese momento el afamado Valdivia? No calculaba las arrobas de plata extraídas de su mina, ni el número de sus llamas o sacos de maíz, sino que estudiaba un mapa trazado a la carrera por Diego de Almagro en su prisión, antes de ser ajusticiado. Le atormentaba la idea fija de triunfar allí donde el adelantado Almagro había fracasado, en ese territorio misterioso al sur del hemisferio. Eso faltaba aún por conquistar y poblar, era el único lugar virgen donde un militar como él podía alcanzar la gloria. No deseaba permanecer a la sombra de Francisco Pizarro, envejeciendo cómodamente en el Perú. Tampoco pretendía regresar a España, por muy rico y respetado que fuese. Menos le atraía la idea de reunirse con Marina, quien le aguardaba fielmente desde hacía años y no se cansaba de llamarlo en sus cartas, siempre colmadas de bendiciones y reproches. España era el pasado. Chile era el futuro. El mapa mostraba los caminos recorridos por Almagro en su expedición y los puntos más difíciles: la sierra, el desierto y las zonas donde se concentraban los enemigos. «Del río Bío-Bío al sur no se puede pasar, los mapuche lo impiden», le había repetido varias veces Almagro. Esas palabras perseguían a Valdivia, aguijoneándolo. Yo habría pasado, pensaba, aunque nunca dudó del valor del adelantado.

En eso estaba, cuando distinguió en la ruidosa taberna un vozarrón de ebrio y, sin quererlo, prestó atención. Hablaba de alguien a quien pensaba darle una muy merecida lección, una tal Inés, mujer engreída que se atrevía a desafiar a un honesto alférez del cristianísimo emperador Carlos V. El nombre le pareció conocido y pronto dedujo que se trataba de la joven viuda que lavaba y remendaba ropa en la calle del Templo de las Vírgenes. Él no había recurrido a sus servicios -para eso contaba con las indias de su casa-, pero la había visto algunas veces en la calle o en la iglesia y se había fijado en ella, porque era una de las pocas españolas del Cuzco, y se había preguntado cuánto duraría sola una mujer como ésa. En un par de ocasiones la había seguido unas cuadras a cierta distancia, nada más que para deleitarse con el movimiento de sus caderas -caminaba con firmes trancos de gitana- y el reflejo del sol en sus cabellos cobrizos. Le pareció que ella irradiaba seguridad y fuerza de carácter, condiciones que él exigía de sus capitanes pero que nunca pensó que apreciaría en una mujer. Hasta entonces sólo le habían atraído las muchachas dulces y frágiles que despertaban el deseo de protegerlas, por eso se había casado con Marina. Esa Inés nada tenía de vulnerable o inocente, era más bien intimidante, pura energía, como un ciclón contenido; sin embargo, eso fue lo que más le llamó la atención en ella. Al menos así me lo contó después.

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