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Mapu-ché, «gente de la tierra», así se llaman ellos mismos, aunque ahora los denominan araucanos, nombre más sonoro, dado por el poeta Alonso de Ercilla y Zúñiga, que no sé de dónde lo sacó, tal vez de Arauco, un lugar del sur. Yo pienso seguir llamándolos mapuche -la palabra no tiene plural en castellano- hasta que me muera, porque así se dicen ellos mismos. No me parece justo cambiarles el nombre para facilitar la rima: araucano, castellano, hermano, cristiano y así durante trescientas cuartillas. Alonso era un mocoso en Madrid cuando los primeros españoles luchábamos en este suelo; llegó a la conquista de Chile un poco atrasado, pero sus versos contarán la epopeya por los siglos de los siglos. Cuando de los esforzados fundadores de Chile no quede ni el polvo de sus huesos, nos recordarán por la obra de aquel joven, quien no siempre es fiel á los hechos, ya que en su deseo de rimar los versos suele sacrificar la verdad. Además, no nos deja bien parados, me temo que muchos de sus admiradores tendrán una idea algo errada de lo que es la guerra de la Araucanía. El poeta acusa a los españoles de crueldad y desmedida ambición de riqueza, mientras exalta a los mapuche, a quienes atribuye bravura, nobleza, caballerosidad, ánimo de justicia y hasta ternura con sus mujeres. Creo conocerlos mejor que Alonso, porque llevo cuarenta años defendiendo lo que fundamos en Chile, y él apenas estuvo aquí unos meses. Admiro a los mapuche por su coraje y su amor exaltado a la tierra, pero puedo afirmar que no son un dechado de compasión y dulzura. El amor romántico que tanto exalta Alonso es bastante raro entre ellos. Cada hombre tiene varias mujeres, a las que trata como bestias de trabajo y crianza; así les consta a las españolas que han sido raptadas. Son tales las humillaciones padecidas en cautiverio, que estas pobres mujeres, avergonzadas, a menudo prefieren no regresar al seno de sus familias. Admito, eso sí, que los españoles no tratan mejor a las indias destinadas a su holgura y servicio. Los mapuche nos aventajan en otros aspectos, por ejemplo, no conocen la codicia. Oro, tierras, títulos, honores, nada de eso les interesa; no poseen más techo que el cielo ni más lecho que el musgo, andan libres por el bosque, con el viento en la melena, galopando en los caballos que nos han robado. Otra virtud que les celebro es el cumplimiento de la palabra dada. No son ellos quienes faltan a los pactos establecidos, sino nosotros. En tiempos de guerra atacan por sorpresa, pero no a traición, y en tiempos de paz respetan los acuerdos. Antes de nuestra llegada no conocían la tortura y respetaban a los prisioneros de guerra. El peor castigo es el exilio, la expulsión de la familia y de la tribu, más temida que la muerte. Los crímenes graves se pagan con una ejecución rápida. El condenado cava su propia tumba, donde echa palitos y piedras mientras nombra a los seres que desea que lo acompañen al otro mundo, luego recibe un mazazo mortal en el cráneo.

Me asombra el poder de esos versos de Alonso, que inventan la Historia, desafían y vencen al olvido. Las palabras sin rima, como las mías, no tienen la autoridad de la poesía, pero de todos modos debo relatar mi versión de lo acontecido para dejar memoria de los trabajos que las mujeres hemos pasado en Chile y que suelen escapar a los cronistas, por diestros que sean. Al menos tú, Isabel, debes conocer toda la verdad, porque eres mi hija del corazón, aunque no lo seas de sangre. Supongo que pondrán estatuas de mi persona en las plazas, y habrá calles y ciudades con mi nombre, como las habrá de Pedro de Valdivia y otros conquistadores, pero cientos de esforzadas mujeres que fundaron los pueblos, mientras sus hombres peleaban, serán olvidadas. Me distraje. Volvamos a lo que estaba contando, porque no me sobra tiempo, tengo el corazón cansado.

Diego de Almagro abandonó la conquista de Chile, forzado por la resistencia invencible de los mapuche, la presión de sus soldados -desencantados por la escasez de oro- y las malas noticias de la rebelión de los indios en el Perú. Emprendió el regreso para ayudar a Francisco Pizarro a sofocar la insurrección y juntos consiguieron derrotar definitivamente a las huestes enemigas. El imperio de los incas, asolado por el hambre, la violencia y el desorden de la guerra, bajó la cerviz. Sin embargo, lejos de agradecer la intervención de Almagro en su favor, Francisco Pizarro y sus hermanos se volvieron contra él para quitarle el Cuzco, ciudad que le correspondía en el reparto territorial hecho por el emperador Carlos V. Para satisfacer la ambición de los Pizarro no alcanzaban esas tierras inmensas con sus incalculables riquezas; querían más, lo querían todo.

Francisco Pizarro y Diego de Almagro terminaron por tomar las armas y se enfrentaron, en el sitio de Abancay, en una corta batalla que culminó con la derrota del primero. Almagro, siempre magnánimo, trató con inusual clemencia a sus prisioneros, también a los hermanos Pizarro, sus implacables enemigos. Admirados de su actitud, muchos soldados vencidos se pasaron a sus filas, mientras sus leales capitanes le rogaban que ejecutara a los Pizarro y aprovechara su ventaja para adueñarse del Perú. Almagro desatendió los consejos y optó por la reconciliación con el ingrato socio que le había agraviado.

Pedro de Valdivia llegó a la Ciudad de los Reyes en aquellos días y se puso a las órdenes de quien le había convocado, Francisco Pizarro. Respetuoso de la legalidad, no cuestionó la autoridad ni las intenciones del gobernador; éste era el representante de Carlos V, y eso le bastó. Sin embargo, lo último que Valdivia deseaba era participar en una guerra civil. Había viajado hasta allí para combatir a indios insurrectos, y nunca se puso en el caso de tener que hacerlo contra otros españoles. Trató de servir de intermediario entre Pizarro y Almagro para llegar a una solución pacífica, y en un momento creyó estar a punto de lograrla. No conocía a Pizarro, quien decía una cosa, pero en la sombra planeaba otra. Mientras el gobernador se daba tiempo con discursos de amistad, preparaba su plan para acabar con Almagro, siempre con la idea fija de gobernar solo y apropiarse del Cuzco. Envidiaba los méritos de Almagro, su eterno optimismo y, sobre todo, la lealtad que provocaba en sus soldados, porque él se sabía detestado.

Después de más de un año de escaramuzas, convenios violados y traiciones, las fuerzas de ambos rivales se enfrentaron en Las Salinas, cerca del Cuzco. Francisco Pizarro no encabezó su ejército, sino que lo colocó bajo el mando de Pedro de Valdivia, cuyos méritos militares eran conocidos de todos. Lo nombró maestre de campo, porque había luchado bajo las órdenes del marqués de Pescara en Italia y tenía experiencia en batirse contra europeos, ya que una cosa era enfrentarse con indios mal armados y anárquicos y otra era hacerlo contra disciplinados soldados españoles. En su representación asistió a la batalla su hermano, Hernando Pizarro, odiado por su crueldad y arrogancia. Deseo que esto quede muy claro, para que no se culpe a Pedro de Valdivia de las atrocidades cometidas en esos días, de las cuales tuve pruebas contundentes porque me tocó atender a los infelices cuyas llagas no sanaban aun meses después de la batalla. Los pizarristas contaban con cañones y doscientos hombres más que Almagro; estaban muy bien armados, llevaban arcabuces nuevos y unas balas mortíferas, como pelotas de hierro que al abrirse desplegaban varias cuchillas afiladas. Tenían la moral alta y se hallaban bien descansados, mientras que sus contrarios venían de pasar grandes penurias en Chile y en la tarea de sofocar la sublevación de los indios del Perú. Diego de Almagro estaba muy enfermo y tampoco participó en la batalla.

Los dos ejércitos se dieron cita en el valle de Las Salinas, en un rosado amanecer, mientras millares de indios quechuas observaban desde las colinas el divertido espectáculo de los viracochas matándose unos a otros como fieras rabiosas. No entendían las ceremonias ni las razones de esos barbudos guerreros. Primero formaban en filas ordenadas, luciendo sus bruñidas armaduras y gallardos caballos, luego ponían una rodilla en tierra, mientras otros viracochas, vestidos de negro, hacían magia con cruces y copones. Comían un pedacito de pan, se santiguaban, recibían bendiciones, se saludaban de lejos, y al fin, cuando ya habían transcurrido casi dos horas de esta danza, se aprestaban para asesinarse mutuamente. Lo hacían con método y ensañamiento. Durante horas y más horas peleaban cuerpo a cuerpo gritando lo mismo: «¡Viva el Rey y España!» «¡Santiago y a ellos!». En la confusión y el polvo que levantaban las patas de las bestias y las botas de los hombres, no se sabía quién era quién, porque los uniformes se habían vuelto todos color arcilla. Entretanto, los indios aplaudían, cruzaban apuestas, saboreaban su merienda de maíz asado y carne salada, mascaban coca, bebían chicha, se acaloraban y se cansaban, porque la reñida batalla duraba demasiado.

Al final del día los pizarristas salieron vencedores gracias a la pericia militar del maestre de campo, Pedro de Valdivia, héroe de la jornada, pero fue Hernando Pizarro quien dio la última orden: «¡A degüello!». Sus soldados, animados por un odio nuevo, que después ellos mismos no se explicaban y los cronistas no podrían enderezar, se encarnizaron en un baño de sangre contra cientos de sus compatriotas, muchos de los cuales habían sido sus hermanos en la aventura de descubrir y conquistar el Perú. Remataron a los heridos del ejército almagrista y entraron a hierro y pólvora al Cuzco, donde violaron a las mujeres, tanto españolas como indias y negras, y robaron y destrozaron hasta saciarse. Acometieron contra los vencidos con tanto salvajismo como los incas, lo que es mucho decir, porque éstos nunca fueron considerados, basta recordar que entre los tormentos habituales estaba el de colgar a los condenados por los pies con las tripas enrolladas al cuello, o el de desollarlos y, mientras aún estaban vivos, hacer tambores con la piel. No llegaron a tanto los españoles en esa ocasión, porque andaban apurados, según me contaron algunos sobrevivientes. Varios soldados de Almagro que no perecieron de inmediato a manos de sus compatriotas fueron aniquilados por los indios, que descendieron de los cerros al final de la batalla, dando alaridos de contento, porque por una vez las víctimas no eran ellos. Celebraron vejando los cadáveres; los hicieron picadillo a cuchilladas y golpes de piedra. Para Valdivia, quien había luchado desde los veinte años en muchos frentes y contra diversos enemigos, ése fue uno de los más vergonzosos momentos de su oficio de militar. A menudo despertó gritando en mis brazos, atormentado por pesadillas en que se le aparecían los compañeros degollados, tal como después del saqueo de Roma se le aparecían madres que se suicidaban con sus hijos para escapar de la soldadesca.

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