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Ichiro se quedó callado. Volví a subir y bajar la persiana.

– Claro que… -dije-, si hubieras insistido con lo del sake, Oji ya habría intentado que te diesen un poco. Pero bueno, mejor así. Hemos hecho bien en dejar que las mujeres se salgan con la suya esta vez. No valía la pena que se enfadasen por una tontería.

– En casa -dijo Ichiro-, a veces mi padre quiere hacer algo, pero si madre no quiere, es ella la que gana.

– ¡No me digas! -dije riéndome.

– O sea, que usted no se preocupe.

– No, no tenemos motivo, ni tú ni yo. -Me aparté de la ventana y me arrodillé junto a su cama-. Bueno, ahora intenta dormirte.

– ¿Se queda esta noche?

– No, esta noche Oji se va pronto a casa.

– ¿Y por qué no se queda también usted?

– No hay bastante sitio, Ichiro. Recuerda que Oji tiene una casa muy grande para él solo.

– ¿Vendrá usted mañana a despedirse?

– Claro, Ichiro. Claro que sí. Pero vendréis a vernos muy pronto, seguro.

– No se preocupe usted si no ha conseguido que madre me diera sake.

– Estás creciendo muy deprisa, Ichiro -dije riéndome-. Cuando crezcas serás alguien importante. Quizá hasta consigas ser el jefe de la Nippon Electrics. O algo igual de importante. Bueno, y ahora se acabó la charla, a ver si te duermes.

Seguí sentado a su lado un rato, respondiéndole con pocas palabras cada vez que hablaba. Y creo que fue en esos momentos, mientras esperaba en la oscuridad que mi nieto se durmiera, oyendo de vez en cuando las risas que venían de la habitación de al lado, cuando me puse a reflexionar en la conversación que esa misma mañana había tenido con Setsuko en el parque de Kawabe. Hasta entonces no había tenido ocasión de hacerlo, por eso creo que todavía no habla calibrado lo mucho que sus palabras me habían molestado. Cuando Ichiro se quedó dormido, me reuní con el resto de la familia en el salón ya, de hecho, bastante enfadado con mi hija mayor. Esa fue sin duda la razón para que, poco después de sentarme, le dijera a Taro:

– Resulta raro cuando uno lo piensa. Ya hace dieciséis años que su padre y yo deberíamos conocernos, y sin embargo, hasta este año, no nos hemos hecho amigos.

– Es cierto -respondió mi yerno-, pero esas cosas pasan. Siempre hay vecinos a quienes damos los buenos días, sin más, y claro, es una pena.

– Pero bueno -dije-, en lo que respecta al doctor Saito y a mí, no sólo éramos vecinos; también estábamos unidos por el mundo del arte, los dos éramos conscientes de nuestra reputación. Por eso es todavía más lamentable que su padre y yo no nos esforzásemos antes por ser amigos. ¿No cree, Taro?

Le lancé una mirada a Setsuko para comprobar que estaba escuchando.

– Sí, es una lástima -dijo Taro-. Pero bueno, al final se han hecho amigos.

– Lo que quiero decir, Taro, es que siendo los dos conscientes de la importancia que teníamos en el mundo del arte por aquella época…

– Sí, sí, es una lástima. Si se sabe que un vecino es un colega importante, es normal buscar una relación más íntima. Pero claro, con todas las ocupaciones que uno tiene, no siempre es fácil.

Me quedé mirando a Setsuko satisfecho, pero mi hija no parecía haber captado la importancia de las palabras de Taro. Como es natural, es posible que no estuviera atendiendo; sin embargo, pienso que había comprendido muy bien las palabras de mi yerno, pero que era demasiado orgullosa para devolverme la mirada, ante la prueba evidente de que se equivocaba de medio a medio cuando aquella mañana me hiciera ciertas insinuaciones en el parque Kawabe.

Paseábamos tranquilamente por la avenida central del parque, contemplando la belleza del otoño en los árboles que se erguían a nuestro lado. Habíamos intercambiado impresiones sobre la nueva vida de Noriko y nuestra conclusión era que realmente se sentía muy feliz.

– Estoy muy satisfecho -dije yo-. Su futuro ya empezaba a preocuparme; en cambio ahora parece que todo va a marchar bien. Taro es un hombre admirable. No se puede pedir más.

– Y parece mentira -dijo Setsuko sonriendo- que haga sólo un año estuviésemos todos tan preocupados.

– Estoy muy satisfecho. Y, ¿sabes?, te agradezco mucho tu ayuda. Le diste ánimos a tu hermana cuando las cosas no iban bien.

– Al contrario, estando tan lejos, no podía hacer nada.

– Pero fuiste tú -le dije riéndome- quien me advirtió que tornara precauciones, ¿no te acuerdas? Como ves, seguí tu consejo.

– Discúlpeme, pero ¿qué consejo?

– Vamos, Setsuko, ya no es necesario tanto tapujo. Estoy dispuesto a reconocer que hay aspectos de mi carrera de los que realmente no tengo motivos para estar orgulloso. Así lo reconocí durante las negociaciones, tal y como tú me sugeriste.

– Discúlpeme, pero no sé a qué se refiere.

– ¿No te ha hablado Noriko del miai? Bien, aquella noche me aseguré de que mi carrera no pudiera ser obstáculo para su felicidad. Lo habría hecho de todas formas, sin embargo, agradecí que me lo aconsejaras.

– Discúlpeme, padre, pero no recuerdo que le diera ningún consejo. No obstante, Noriko me ha comentado muchas veces la noche del miai. Recuerdo que me escribió para decirme lo sorprendida que estaba por las palabras que padre… que había dicho usted de sí mismo.

– Sí, me imagino que la sorprendieron. Noriko siempre ha infravalorado a este viejo que tiene por padre, pero no soy de los que hundiría a su hija en la desgracia por negarse a ver las cosas como son.

– Noriko me contó que el modo en que se comportó usted aquella noche la desconcertó mucho. Por lo visto, también a los Saito los desconcertó. Nadie entendía muy bien qué pretendía usted. Suichi se sorprendió mucho cuando le leí la carta de Noriko.

– ¡Es increíble! -dije riendo-. ¡Si fuiste tú la que me impulsó a hacerlo! Fuiste tú la que me sugirió que «tomara precauciones» para que no patináramos con los Saito como habíamos patinado con los Miyake, ¿no te acuerdas?

– Cualquiera diría que he perdido la memoria, pero no, no recuerdo nada de eso.

– En fin, Setsuko, es increíble. Setsuko se detuvo y exclamó:

– ¡Qué bonitos están los arces en esta época del año!

– Es cierto -dije-. Y conforme avance el otoño lo estarán aún más.

– Es fantástico. -Mi hija sonrió y seguimos caminando. Al cabo de un rato dijo-: ¿Sabe, padre?, ayer hablando de no sé qué cosa, Taro-san mencionó casualmente una conversación que había tenido con usted la semana pasada, sobre un compositor que acababa de suicidarse.

– ¿Yukio Naguchi? Ah, sí, la recuerdo. Pero creo que Taro opinaba que el suicidio de Naguchi no tenía sentido.

– En fin, a Taro le preocupaba el interés que mostraba por la muerte del señor Naguchi. Sobre todo que comparase usted su carrera con la de él. Fue algo que nos preocupó a todos. En realidad, desde hace algún tiempo estamos todos bastante preocupados. Ahora que está jubilado, quizá esté usted un poco deprimido.

Me reí:

– En ese sentido podéis estar tranquilos, Setsuko. No pienso seguir el ejemplo del señor Naguchi.

– Por lo que he oído, las canciones del señor Naguchi se hicieron muy famosas en todo el país durante la guerra. Al parecer, su deseo de compartir la responsabilidad que también tenían políticos y generales no carecía de fundamento. Comete usted un error si se ha comparado alguna vez con ellos. Después de todo, usted era pintor.

– Setsuko, te aseguro que no pienso seguir el ejemplo del señor Naguchi. Aunque el orgullo no me impide reconocer que en otra época yo también fui un personaje influyente, por más que el resultado acabara siendo desastroso.

Mi hija se quedó un rato pensativa y después añadió:

– Discúlpeme, pero quizá haya que ver las cosas tal y como son. Usted hizo unos cuadros maravillosos y, sin duda, de todos los pintores fue el más influyente. Pero ¿qué influencia pudo tener su obra en todo esto que estamos hablando? Tiene que dejar de seguir sintiéndose culpable.

– Tu consejo es muy distinto del que me diste el año pasado, Setsuko. Por entonces parecía que mi carrera podría tener un peso decisivo.

– Discúlpeme, padre, pero sigo sin entender por qué hace usted alusión a las negociaciones del matrimonio. Me intriga saber qué importancia podía tener su carrera en el asunto. Por lo visto a los Saito no les preocupaba en absoluto y, como le he dicho, se quedaron muy sorprendidos con su actitud el día del miai.

– No salgo de mi asombro, Setsuko. El caso es que el doctor Saito y yo nos conocíamos desde hacía tiempo. El era uno de los críticos de arte más eminentes de la ciudad. Mi carrera, por lo tanto, no le debía ser desconocida. Creo que hice bien, sobre todo tal y como estaban las cosas, en exponer claramente lo que pensaba al respecto. Además, estoy seguro de que el doctor Saito apreció mi conducta.

– Perdone, pero, por lo que dijo Taro-san, el doctor Saito nunca siguió su carrera muy de cerca. Siempre fueron buenos vecinos, por supuesto. Pero al parecer no sabía que usted estuviese metido en el mundo del arte hasta que empezaron las negociaciones.

– Te equivocas, Setsuko -contesté riéndome-. El doctor Saito y yo nos conocíamos desde hacía muchos años. Muy a menudo nos encontrábamos en la calle y hablábamos de arte.

– Pues debo estar equivocada. Discúlpeme. Sin embargo, hay que dejar bien claro que nadie le ha reprochado a usted nada de su pasado. Por lo tanto, deje de compararse con ese pobre compositor.

No insistí en seguir discutiendo con Setsuko y rápidamente pasamos a hablar de temas más banales. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que mi hija se equivocaba en muchas de las cosas que afirmó aquella mañana. Por una parte, era imposible que el doctor Saito no conociera mi fama de pintor durante aquellos años. Y si esa noche después de la cena conseguí que Taro corroborase lo que yo decía fue sólo para convencer a Setsuko, dado que yo, personalmente, nunca he tenido la menor duda. Todavía recuerdo, por ejemplo, aquel soleado día de hace dieciséis años, en que el doctor Saito me dirigió la palabra por primera vez, mientras yo reparaba la cerca de mi casa. «Es un gran honor tener en el barrio a un artista de su categoría», había dicho al ver mi nombre en la puerta. Lo recuerdo muy bien. No hay duda, por lo tanto, de que Setsuko se equivoca.

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