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El policía me miró con suspicacia, después se volvió y entró en la casa. Al poco rato regresó y me dijo que lo siguiera.

Dentro de la casa habían vaciado armarios y cajones, y su contenido estaba tirado por el suelo. Con algunos libros habían hecho un paquete, y en la sala principal el tatami estaba levantado y un policía inspeccionaba el suelo con una linterna. De detrás de una mampara llegaban los sollozos de la madre de Kuroda, mientras otro policía le hacía preguntas.

Me llevaron a la terraza de detrás de la casa. En medio de un patio pequeño había un policía de uniforme y otro de paisano, de pie junto a un fuego. El de paisano se dirigió a mí:

– ¿El señor Ono? -preguntó muy respetuosamente.

El policía que me había acompañado se dio cuenta del mal trato que me había dispensado y volvió a meterse en la casa rápidamente.

– ¿Qué ha sido del señor Kuroda?

– Está siendo sometido a un interrogatorio. Lo estamos tratando bien, no se preocupe.

Me quedé mirando fijamente el fuego que ya estaba casi apagado. El policía removía los restos con un palo.

– ¿Con qué derecho han quemado esos cuadros? -pregunté.

– Tenemos por norma destruir todo el material ofensivo que no vaya a ser utilizado como prueba. Hemos escogido unos cuantos como muestra y toda la basura que quedaba la hemos quemado.

– No sabía -dije- que era esto lo que iban a hacer. A la comisión sólo les dije que enviaran a alguien que metiera en razón a Kuroda, que hablase con él. -Volví a fijar mi mirada en el montón de ascuas que seguían ardiendo-. No era necesario quemar nada de eso. Había obras muy buenas.

– Señor Ono, le agradecemos mucho su ayuda, pero ahora debe usted dejar la investigación en manos de las autoridades competentes. Procuraremos que a su amigo Kuroda se lo trate con justicia.

El hombre sonrió y, volviéndose hacia el fuego, le dijo algo al policía de uniforme. Este volvió a remover las cenizas y murmuró entre dientes:

– Basura antipatriota.

Me quedé en la terraza, sin dar crédito a mis ojos. Finalmente, el policía de paisano se volvió hacia mí y me dijo:

– Le aconsejo que se vaya a su casa.

– ¡Esto es una locura! -dije-. ¿Y por qué están interrogando a la señora Kuroda? ¿Qué tiene ella que ver?

– Eso es cosa de la policía, señor Ono. Ya no es asunto suyo.

– ¡Qué locura! Pienso informar de esto al señor Ubukata. O quizá lo mejor es que acuda directamente al señor Saburi.

El policía de paisano llamó a alguien de la casa y de pronto apareció el policía que me había abierto la puerta.

– Déle las gracias al señor Ono y acompáñelo fuera -ordenó el policía de paisano. Al volverse hacia el fuego le dio un ataque de tos-. Con malos cuadros el humo es aún peor -dijo haciendo una mueca y apartándose el humo de la cara.

Pero todo esto carece ahora de importancia. Creo recordar que estaba hablando de la visita que Setsuko me hizo el mes pasado. Concretamente, les narraba las anécdotas que Taro contó en la mesa referentes a sus colegas.

Si no recuerdo mal, la cena prosiguió en un ambiente muy agradable. No obstante, cada vez que Noriko nos servía sake, no podía evitar sentirme molesto por Ichiro. Las primeras veces me lanzó miradas de complicidad con una sonrisa a la que yo intentaba responder del modo más neutral posible. Pero, al cabo de un rato, ya no fue a mí sino a su tía a quien observaba malhumorado cada vez que llenaba las tazas de sake.

Después de que Taro nos contara unas cuantas historias divertidas, Setsuko le dijo:

– Usted se burla de todo, Taro-san, pero por lo que me ha dicho Noriko, en su empresa hay muy buen ambiente de trabajo. Así debe dar gusto trabajar.

Taro, de pronto, se puso muy serio.

– Sí, sí lo es -dijo afirmando con la cabeza-. Los cambios que se operaron en la empresa después de la guerra están empezando ahora a dar su fruto. Somos muy optimistas respecto al futuro. De aquí a diez años, si seguimos cumpliendo todos como hasta ahora, KNC no sólo será un nombre importante en Japón sino en todo el mundo.

– Es fantástico. Noriko me estaba contando que el director de su sección es un hombre muy agradable. Eso también debe alentar mucho.

– Exacto. Pero el señor Hayasaka no es sólo un hombre muy agradable, es también una persona muy hábil y competente. Estar por debajo de una persona ineficaz, por agradable que sea, resulta una experiencia muy desmoralizante, créame, Setsuko-san. Para nosotros, que nos dirija alguien como el señor Hayasaka es una suerte.

– Suichi también ha tenido la suerte de tener un jefe muy capaz.

– ¿Es cierto, Setsuko-san? Bueno, de una empresa como la Nippon Electrics es lo menos que puede esperarse. No todo el mundo podría desempeñar un cargo de responsabilidad en esa empresa.

– Sí, para nosotros es una suerte. Pero estoy segura de que en la KNC ocurre lo mismo. Suichi siempre habla muy bien de la KNC.

– Discúlpeme, Taro -intervine yo-. Sin duda, en la KNC tienen motivos más que suficientes para ver el futuro con optimismo, pero lo que querría preguntarle es si realmente resulta tan positiva toda esa criba que hicieron después de la guerra. He oído que de la antigua dirección no queda prácticamente nadie.

Mi yerno sonrió con aire pensativo y respondió:

– Me conmueve el interés que manifiesta, padre. Ya sabemos que la juventud y la energía por sí solas no dan siempre los mejores resultados, pero, francamente, era necesaria una renovación a fondo. La empresa necesitaba nuevos directivos, con ideas más acordes al mundo de hoy.

– Por supuesto. Y no dudo que esos nuevos dirigentes sean hombres capaces. Pero dígame, ¿no cree usted que a veces nos apresuramos demasiado en copiar a los americanos? Yo soy el primero que piensa que muchas de nuestras antiguas costumbres hay que hacerlas desaparecer para siempre, pero… ¿no cree que a veces junto a lo malo nos deshacemos también de cosas buenas? La verdad es que en este momento Japón parece un niño que aprendiera de un adulto extranjero.

– Tiene usted razón, padre. En algunas cosas nos hemos apresurado, pero en conjunto, tenemos mucho que aprender de los americanos. Por ejemplo, en pocos años hemos llegado a asimilar valores como la democracia y los derechos de la persona. Tengo incluso la impresión de que el país ha sentado las bases para levantar un gran futuro. Por eso empresas como las nuestras están tan seguras de su porvenir.

– Es cierto, Taro-san -dijo Setsuko-. Suichi comparte esa misma opinión. En numerosas ocasiones le he oído decir que nuestro país, tras cuatro años de desconcierto, empieza a pensar en el futuro.

Yo habría jurado que la observación iba dirigida a mí aunque le hubiese hablado a Taro, pero este debió de pensar lo mismo porque, en lugar de responderle, prosiguió:

– Por ejemplo, padre, la semana pasada tuve ocasión de cenar con mis compañeros de promoción y, por primera vez desde la rendición, todos los allí presentes, independientemente de su profesión, se mostraron optimistas. Por lo tanto, no es sólo en la KNC donde se advierte prosperar las cosas. Y aunque comprendo que se preocupe usted, estoy convencido de que lo que hemos aprendido estos últimos años será muy útil para nuestro futuro. Bueno, quizá me equivoque.

– No, no, en absoluto -le dije sonriendo-. No hay duda de que sois una generación con futuro. Todos tenéis una gran seguridad en vosotros mismos. Sólo deseo que todo os vaya bien.

Cuando mi yerno se disponía a responder, Ichiro alargó el brazo por encima de la mesa y con el dedo le dio unos golpecitos a la botella de sake, cosa que ya había hecho antes. Taro se volvió y le dijo:

– Ichiro-san, vamos, ayúdanos. ¿Qué quieres ser de mayor?

Mi nieto siguió mirando la botella de sake y, al cabo de un rato, se volvió hacia mí con gesto huraño. Su madre le tocó el brazo y le susurró:

– Vamos, Ichiro, tío Taro te está hablando.

– Quiero ser el presidente de la Nippon Electrics -dijo Ichiro en voz alta. Nos reímos todos.

– ¿Estás seguro? -preguntó Taro-. ¿No preferirías ser nuestro jefe en la KNC?

– Nippon Electrics es la mejor.

Volvimos a reírnos.

– Pero ¡qué pena! -exclamó Taro-. Ichiro-san es justo el hombre que nos hará falta en la KNC dentro de unos años.

A partir de ese momento, a Ichiro pareció olvidársele el sake y, cada vez que los adultos nos reíamos por algo, también se reía con nosotros. Sin embargo, al final de la cena, preguntó con un tono casi de indiferencia:

– ¿Ya no queda sake?

– Nos lo hemos bebido todo -dijo Noriko-, ¿Te apetece un poco de zumo de naranja?

Ichiro rechazó la oferta muy cortésmente, y se volvió hacia Taro que estaba explicándole algo. Por su actitud me di cuenta de lo decepcionado que debía estar y sentí que me invadía una oleada de irritación contra Setsuko por haberse mostrado tan poco comprensiva con el niño.

Una o dos horas más tarde, cuando fui al cuarto de los invitados para desearle las buenas noches, tuve oportunidad de conversar con él. La luz todavía estaba encendida, pero Ichiro, tapado y de espaldas, tenía media cara contra la almohada. Al apagar la luz vi que en el techo y en las paredes de la habitación se proyectaban las varillas de la persiana, iluminadas por la del apartamento de enfrente. De la habitación contigua llegaban las risas de mis hijas y, al arrodillarme al lado de Ichiro, me susurró:

– Ojí, ¿tía Noriko está borracha?

– No, Ichiro, no creo. Sólo se está riendo.

– A lo mejor está un poco borracha, ¿no, Oji?

– Bueno, es posible. Quizá un poco, pero no es nada malo.

– Las mujeres no aguantan bien el sake, ¿verdad, Oji? -dijo riéndose contra la almohada. Yo me reí y le contesté:

– Ichiro, no tienes por qué enfadarte por lo del sake. La verdad es que no importa. Cuando seas mayor, que será muy pronto, podrás beber todo el sake que quieras.

Me puse en pie y me acerqué a la ventana para intentar quitar un poco más de luz. Subí y bajé la persiana varias veces, pero las varillas estaban tan separadas que no había forma humana de impedir que entrase la luz de las ventanas de enfrente.

– No, Ichiro. No tienes por qué estar disgustado. Mi nieto se quedó callado durante un buen rato y al final dijo:

– Oji, usted no se preocupe.

– ¿Cómo? ¿Qué quieres decir, Ichiro?

– Usted no se preocupe. Si se preocupa, no podrá dormirse. Si la gente mayor no duerme, se pone enferma.

– Muy bien, Ichiro. Entonces te prometo que no me preocuparé. Pero tú no tienes por qué estar disgustado. De verdad, no hay motivo para disgustarse.

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