– Soy Eliza Sommers. ¿Se acuerda de mí? -murmuró la niña.
Aprovechando que Miss Rose estaba en Santiago posando para el retrato y Jeremy Sommers escasamente aparecía por la casa en esos días, porque se habían inundado las bodegas de su oficina, había discurrido ir a la procesión y tanto molestó a Mama Fresia, que la mujer acabó por ceder. Sus patrones le habían prohibido mencionar ritos católicos o de indios delante de la niña y mucho menos exponerla a que los viera, pero también ella moría de ganas de ver al Cristo de Mayo al menos una vez en su vida. Los hermanos Sommers no se enterarían nunca, concluyó. De modo que las dos salieron calladamente de la casa, bajaron el cerro a pie, se montaron en una carreta que las dejó cerca de la plaza y se unieron a una columna de indios penitentes. Todo habría resultado de acuerdo a lo planeado si en el tumulto y el fervor de ese día, Eliza no se hubiera soltado de la mano de Mama Fresia, quien contagiada por la histeria colectiva no se dio cuenta. Empezó a gritar, pero su voz se perdió en el clamor de los rezos y de los tristes tambores de las cofradías. Echó a correr buscando a su nana, pero todas las mujeres parecían idénticas bajo los mantos oscuros y sus pies resbalaban en el empedrado cubierto de lodo, de cera de velas y sangre. Pronto las diversas columnas se juntaron en una sola muchedumbre que se arrastraba como animal herido, mientras repicaban enloquecidas las campanas y sonaban las sirenas de los barcos en el puerto. No supo cuánto rato estuvo paralizada de terror, hasta que poco a poco las ideas empezaron a aclararse en su mente. Entretanto la procesión se había calmado, todo el mundo estaba de rodillas y en un estrado frente a la iglesia el obispo en persona celebraba una misa cantada. Eliza pensó encaminarse hacia Cerro Alegre, pero temió que la sorprendiera la oscuridad antes de dar con su casa, nunca había salido sola y no sabía orientarse. Decidió no moverse hasta que se dispersara la turba, tal vez entonces Mama Fresia la encontraría. En eso sus ojos tropezaron con un pelirrojo alto colgado del monumento de la plaza y reconoció al enfermo que había cuidado con su nana. Sin vacilar se abrió camino hasta él.
– ¡Qué haces aquí¡ ¿Estás herida? -exclamó el hombre.
– Estoy perdida; ¿puede llevarme a mi casa?
Jacob Todd le limpió la cara con su pañuelo y la revisó brevemente, comprobando que no tenía daño visible. Concluyó que la sangre debía ser de los flagelantes.
– Te llevaré a la oficina de Mr. Sommers.
Pero ella le rogó que no lo hiciera, porque si su protector se enteraba que había estado en la procesión, despediría a Mama Fresia. Todd salió en busca de un coche de alquiler, nada fácil de encontrar en esos momentos, mientras la niña caminaba callada y sin soltarle la mano. El inglés sintió por primera vez en su vida un estremecimiento de ternura ante esa mano pequeña y tibia aferrada a la suya. De vez en cuando la miraba con disimulo, conmovido por ese rostro infantil de ojos negros almendrados. Por fin dieron con un carretón tirado por dos mulas y el conductor aceptó llevarlos cerro arriba por el doble de la tarifa acostumbrada. Hicieron el viaje en silencio y una hora más tarde Todd dejaba a Eliza frente a su casa. Ella se despidió dándole las gracias, pero sin invitarlo a entrar. La vio alejarse, pequeña y frágil, cubierta hasta los pies por el manto negro. De pronto la niña dio media vuelta, corrió hacia él, le echó los brazos al cuello y le plantó un beso en la mejilla. Gracias, dijo, una vez más. Jacob Todd regresó a su hotel en el mismo carretón. De vez en cuando se tocaba la mejilla, sorprendido por ese sentimiento dulce y triste que la chica le inspiraba.
Las procesiones sirvieron para aumentar el arrepentimiento colectivo y también, como pudo comprobarlo el mismo Jacob Todd, para atajar las lluvias, justificando una vez más la espléndida reputación del Cristo de Mayo. En menos de cuarenta y ocho horas se despejó el cielo y asomó un sol tímido, poniendo una nota optimista en el concierto de desdichas de esos días. Por culpa de los temporales y las epidemias pasaron en total nueve semanas antes que se reanudaran las tertulias de los miércoles en casa de los Sommers y varias más antes que Jacob Todd se atreviera a insinuar sus sentimientos románticos a Miss Rose. Cuando por fin lo hizo, ella fingió no haberlo oído, pero ante su insistencia salió con una respuesta apabullante.
– Lo único bueno de casarse es enviudar -dijo.
– Un marido, por tonto que sea, siempre viste -replicó él, sin perder el buen humor.
– No es mi caso. Un marido sería un estorbo y no podría darme nada que ya no tenga.
– ¿Hijos, tal vez?
– Pero ¿cuántos años cree usted que tengo, Mr. Todd?
– ¡No más de diecisiete¡
– No se burle. Por suerte tengo a Eliza.
– Soy testarudo, Miss Rose, nunca me doy por vencido.
– Se lo agradezco, Mr. Todd. No es un marido lo que viste, sino muchos pretendientes.
En todo caso, Rose fue la razón por la cual Jacob Todd se quedó en Chile mucho más de los tres meses designados para vender sus biblias. Los Sommers fueron el contacto social perfecto, gracias a ellos se le abrieron de par en par las puertas de la próspera colonia extranjera, dispuesta a ayudarlo en la supuesta misión religiosa en Tierra del Fuego. Se propuso aprender sobre los indios patagones, pero después de echar una mirada somnolienta a unos libracos en la biblioteca, comprendió que daba lo mismo saber o no saber, porque la ignorancia al respecto era colectiva. Bastaba decir aquello que la gente deseaba oír y para eso él contaba con su lengua de oro. Para colocar el cargamento de biblias entre potenciales clientes chilenos debió mejorar su precario español. Con los dos meses vividos en España y su buen oído, logró aprender más rápido y mejor que muchos británicos llegados al país veinte años antes. Al comienzo disimuló sus ideas políticas demasiado liberales, pero notó que en cada reunión social lo acosaban a preguntas y siempre lo rodeaba un grupo de asombrados oyentes. Sus discursos abolicionistas, igualitarios y democráticos sacudían la modorra de aquellas buenas gentes, daban motivo para eternas discusiones entre los hombres y horrorizadas exclamaciones entre las damas maduras, pero atraían irremediablemente a las más jóvenes. La opinión general lo catalogaba de chiflado y sus incendiarias ideas resultaban divertidas, en cambio sus burlas a la familia real británica cayeron pésimo entre los miembros de la colonia inglesa, para quienes la reina Victoria, como Dios y el Imperio, era intocable. Su renta modesta, pero no despreciable, le permitía vivir con cierta holgura sin haber trabajado jamás en serio, eso lo colocaba en la categoría de los caballeros. Apenas descubrieron que estaba libre de ataduras, no faltaron muchachas en edad de casarse esmeradas en atraparlo, pero después de conocer a Rose Sommers, él no tenía ojos para otras. Se preguntó mil veces por qué la joven permanecía soltera y la única respuesta que se le ocurrió a aquel agnóstico racionalista fue que el cielo se la tenía destinada.
– ¿Hasta cuándo me atormenta, Miss Rose? ¿No teme que me burra de perseguirla? -bromeaba con ella.
– No se aburrirá, Mr. Todd. Perseguir al gato es mucho más divertido que atraparlo -replicaba ella.
La elocuencia del falso misionero fue una novedad en aquel ambiente y tan pronto se supo que había estudiado a conciencia las Sagradas Escrituras, le ofrecieron la palabra. Existía un pequeño templo anglicano, mal visto por la autoridad católica, pero la comunidad protestante se juntaba también en casas particulares. "¿Dónde se ha visto una iglesia sin vírgenes y diablos? Los gringos son todos herejes, no creen en el Papa, no saben rezar, se lo pasan cantando y ni siquiera comulgan", mascullaba Mama Fresia escandalizada cuando tocaba el turno de realizar el servicio dominical en casa de los Sommers. Todd se preparó para leer brevemente sobre la salida de los judíos de Egipto y enseguida referirse a la situación de los inmigrantes que, como los judíos bíblicos, debían adaptarse en tierra extraña, pero Jeremy Sommers lo presentó a la concurrencia como misionero y le pidió que hablara de los indios en Tierra del Fuego. Jacob Todd no sabía ubicar la región ni por qué tenía ese nombre sugerente, pero logró conmover a los oyentes hasta las lágrimas con la historia de tres salvajes cazados por un capitán inglés para llevarlos a Inglaterra. En menos de tres años esos infelices, que vivían desnudos en el frío glacial y solían cometer actos de canibalismo, dijo, andaban vestidos con propiedad, se habían transformado en buenos cristianos y aprendido costumbres civilizadas, incluso toleraban la comida inglesa. No aclaró, sin embargo, que apenas fueron repatriados volvieron de inmediato a sus antiguos hábitos, como si jamás hubieran sido tocados por Inglaterra o la palabra de Jesús. Por sugerencia de Jeremy Sommers se organizó allí mismo una colecta para la empresa de divulgación de la fe, con tan buenos resultados que al día siguiente Jacob Todd pudo abrir una cuenta en la sucursal del Banco de Londres en Valparaíso. La cuenta se alimentaba semanalmente con las contribuciones de los protestantes y crecía a pesar de los giros frecuentes de Todd para financiar sus propios gastos, cuando su renta no alcanzaba a cubrirlos. Mientras más dinero entraba, más se multiplicaban los obstáculos y pretextos para postergar la misión evangelizadora. Así transcurrieron dos años.
Jacob Todd llegó a sentirse tan cómodo en Valparaíso como si hubiera nacido allí. Chilenos e ingleses tenían varios rasgos de carácter en común: todo lo resolvían con síndicos y abogados; sentían un apego absurdo por la tradición, los símbolos patrios y las rutinas; se jactaban de individualistas y enemigos de la ostentación, que despreciaban como un signo de arribismo social; parecían amables y controlados, pero eran capaces de gran crueldad. Sin embargo, a diferencia de los ingleses, los chilenos sentían horror de la excentricidad y nada temían tanto como hacer el ridículo. Si hablara correcto castellano, pensó Jacob Todd estaría como en mi casa. Se había instalado en la pensión de una viuda inglesa que amparaba gatos y horneaba las más célebres tartas del puerto. Dormía con cuatro felinos sobre la cama, mejor acompañado de lo que nunca antes estuvo, y desayunaba a diario con las tentadoras tartas de su anfitriona. Se conectó con chilenos de todas clases, desde los más humildes, que conocía en sus andanzas por los barrios bajos del puerto, hasta los más empingorotados. Jeremy Sommers lo presentó en el "Club de la Unión", donde fue aceptado como miembro invitado. Sólo los extranjeros de reconocida importancia social podían vanagloriarse de tal privilegio, pues se trataba de un enclave de terratenientes y políticos conservadores, donde se medía el valor de los socios por el apellido. Se le abrieron las puertas gracias a su habilidad con barajas y dados; perdía con tanta gracia, que pocos se daban cuenta de lo mucho que ganaba. Allí se hizo amigo de Agustín del Valle, dueño de tierras agrícolas en esa zona y rebaños de ovejas en el sur, donde jamás había puesto los pies, porque para eso contaba con capataces traídos de Escocia. Esa nueva amistad le dio ocasión de visitar las austeras mansiones de familias aristocráticas chilenas, edificios cuadrados y oscuros de grandes piezas casi vacías, decoradas sin refinamiento, con muebles pesados, candelabros fúnebres y una corte de crucifijos sangrantes, vírgenes de yeso y santos vestidos como antiguos nobles españoles. Eran casas volcadas hacia adentro, cerradas a la calle, con altas rejas de hierro, incómodas y toscas, pero provistas de frescos corredores y patios internos sembrados de jazmines, naranjos y rosales.