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Al llegar a San Francisco un año antes, Tao Chi´en se dedicó a establecer los contactos necesarios para ejercer su oficio de "zhong yi" por unos meses. Tenía algo de dinero, pero pensaba triplicarlo rápidamente. En Sacramento la comunidad china contaba con unos setecientos hombres y nueve o diez prostitutas, pero en San Francisco habían miles de clientes potenciales. Además, tantos barcos cruzaban constantemente el océano, que algunos caballeros enviaban sus camisas a lavar a Hawai o a China porque en la ciudad no había agua corriente, eso le permitía encargar sus yerbas y remedios a Cantón sin ninguna dificultad. En esa ciudad no estaría tan aislado como en Sacramento, allí practicaban varios médicos chinos con quienes podría intercambiar pacientes y conocimientos. No planeaba abrir su propio consultorio, porque se trataba de ahorrar, pero podía asociarse con otro "zhong yi" ya establecido. Una vez que se hubo instalado en un hotel, partió a recorrer el barrio, que había crecido en todas direcciones como un pulpo. Ahora era una ciudadela con edificios sólidos, hoteles, restaurantes, lavanderías, fumaderos de opio, burdeles, mercados y fábricas. Donde antes sólo se ofrecían artículos de pacotilla, se alzaban tiendas de antigüedades orientales, porcelanas, esmaltes, joyas, sedas y marfiles. Allí acudían los ricos comerciantes, no sólo chinos, también americanos que compraban para vender en otras ciudades. Se exhibía la mercadería en abigarrado desorden, pero las mejores piezas, aquellas dignas de entendidos y coleccionistas, no estaban expuestas a la vista, se mostraban en la trastienda sólo a los clientes serios. En cuartos ocultos algunos locales albergaban garitos donde se daban cita jugadores audaces. En esas mesas exclusivas, lejos de la curiosidad del público y el ojo de las autoridades, se apostaban sumas extravagantes, se hacían negocios turbios y se ejercía el poder. El gobierno de los americanos nada controlaba entre los chinos, que vivían en su propio mundo, en su lengua, con sus costumbres y sus antiquísimas leyes. Los "celestiales" no eran bienvenidos en ninguna parte, los gringos los consideraban los más abyectos entre los indeseables extranjeros que invadían California y no les perdonaban que prosperaran. Los explotaban como podían, los agredían en la calle, les robaban, les quemaban las tiendas y las casas, los asesinaban con impunidad, pero nada amilanaba a los chinos. Operaban cinco "tongs" que se repartían a la población; todo chino al llegar se incorporaba a una de estas hermandades, única forma de protección, de conseguir trabajo y de asegurar que a su muerte el cuerpo seria repatriado a China. Tao Chi´en, quien había eludido asociarse a un "tong", ahora debió hacerlo y escogió el más numeroso, donde se afiliaba la mayoría de los cantoneses. Pronto lo pusieron en contacto con otros "zhong yi" y le revelaron las reglas del juego. Antes que nada, silencio y lealtad: lo que sucedía en el barrio quedaba confinado a sus calles. Nada de recurrir a la policía, ni siquiera en caso de vida o muerte; los conflictos se resolvían dentro de la comunidad, para eso estaban los "tongs". El enemigo común eran siempre los "fan güey". Tao Chi´en se encontró de nuevo prisionero de las costumbres, las jerarquías y las restricciones de sus tiempos en Cantón. En un par de días no quedaba nadie sin conocer su nombre y empezaron a llegarle más clientes de los que podía atender. No necesitaba buscar un socio, decidió entonces, podía abrir su propio consultorio y hacer dinero en menos tiempo del imaginado. Alquiló dos cuartos en los altos de un restaurante, uno para vivir y otro para trabajar, colgó un letrero en la ventana y contrató a un joven ayudante para pregonar sus servicios y recibir a los pacientes. Por primera vez utilizó el sistema del doctor Ebanizer Hobbs para seguir la pista de los enfermos. Hasta entonces confiaba en su memoria y su intuición, pero dado el creciente número de clientes, inició un archivo para anotar el tratamiento de cada cual.

Una tarde a comienzos del otoño se presentó su ayudante con una dirección anotada en un papel y la demanda de presentarse lo antes posible. Terminó de atender a la clientela del día y partió. El edificio de madera, de dos pisos, decorado con dragones y lámparas de papel, quedaba en pleno centro del barrio. Sin mirar dos veces supo que se trataba de un burdel. A ambos lados de la puerta había ventanucos con barrotes, donde asomaban rostros infantiles llamando en cantonés: "Entre aquí y haga lo que quiera con niña china muy bonita." Y repetían en un inglés imposible, para beneficio de visitantes blancos y marineros de todas las razas: "dos por mirar, cuatro por tocar, seis por hacerlo", a tiempo que mostraban unos pechitos de lástima y tentaban a los pasantes con gestos obscenos que, viniendo de aquellas criaturas, eran una trágica pantomima. Tao Chi´en las había visto muchas veces, pasaba a diario por esa calle y los maullidos de las "sing song girls" lo perseguían, recordándole a su hermana. ¿Qué sería de ella? Tendría veintitrés años, en el caso improbable de seguir viva, pensaba. Las prostitutas más pobres entre las pobres empezaban muy temprano y rara vez alcanzaban los dieciocho años; a los veinte, si habían tenido la mala suerte de sobrevivir, ya eran ancianas. El recuerdo de esa hermana perdida le impedía recurrir a los establecimientos chinos; si el deseo no lo dejaba en paz, buscaba mujeres de otras razas. Le abrió la puerta una vieja siniestra con el pelo renegrido y las cejas pintadas con dos rayas a carbón, que lo saludó en cantonés. Una vez aclarado que pertenecían al mismo "tong", lo condujo al interior. A lo largo de un corredor maloliente vio los cubículos de las muchachas, algunas estaban atadas a las camas con cadenas en los tobillos. En la penumbra del pasillo se cruzó con dos hombres, que salían ajustándose los pantalones. La mujer lo llevó por un laberinto de pasajes y escaleras, atravesaron la manzana completa y descendieron por unos carcomidos escalones hacia la oscuridad. Le indicó que esperara y por un rato que le pareció interminable, aguardó en la negrura de aquel agujero, oyendo en sordina el ruido de la calle cercana. Sintió un chillido débil y algo le rozó un tobillo, lanzó una patada y creyó haberle dado a un animal, tal vez una rata. Volvió la vieja con una vela, y lo guió por otros pasillos tortuosos hasta una puerta cerrada con candado. Sacó la llave del bolsillo y forcejeó con la cerradura hasta abrirlo. Levantó la vela y alumbró un cuarto sin ventanas, donde por único mueble había una litera de tablas a pocas pulgadas del suelo. Una oleada fétida les dio en la cara y debieron cubrirse la nariz y la boca para entrar. Sobre la litera había un pequeño cuerpo encogido, un tazón vacío y una lámpara de aceite apagada.

– Revísela -le ordenó la mujer.

Tao Chi´en volteó el cuerpo y comprobó que ya estaba rígido. Era una niña de unos trece años, con dos patacones de rouge en las mejillas, los brazos y las piernas marcados de cicatrices. Por toda vestidura llevaba una delgada camisa. Era evidente que estaba en los huesos, pero no había muerto de hambre o de enfermedad.

– Veneno -determinó sin vacilar.

– ¡No me diga! -rió la mujer, como si hubiera oído la cosa más graciosa.

Tao Chi´en debió firmar un papel declarando que la muerte se debía a causas naturales. La vieja se asomó al pasillo, dio un par de golpes en un pequeño gong y pronto apareció un hombre, metió el cadáver en un saco, se lo echó al hombro y se lo llevó sin decir palabra, mientras la alcahueta colocaba veinte dólares en la mano del "zhong yi". Luego lo condujo por otros laberintos y lo depositó finalmente ante una puerta. Tao Chi´en se encontró en otra calle y le costó un buen rato ubicarse para regresar a su vivienda.

Al día siguiente volvió a la misma dirección. Allí estaban otra vez las niñas con sus caras pintarrajeadas y sus ojos dementes, llamando en dos idiomas. Diez años antes en Cantón había comenzado su práctica de medicina con prostitutas, las había utilizado como carne de alquiler y de experimentación para las agujas de oro de su maestro de acupuntura, pero nunca se había detenido a pensar en sus almas. Las consideraba una de las inevitables desgracias del universo, uno más de aquellos errores de la Creación, seres ignominiosos que sufrían para pagar las faltas de vidas anteriores y limpiar su karma. Sentía lástima por ellas, pero no se le había ocurrido que su suerte podía modificarse. Aguardaban el infortunio en sus cubículos sin alternativa, tal como las gallinas lo hacían en las jaulas del mercado, era su destino. Así era el desorden del mundo. Había pasado por esa calle mil veces sin fijarse en los ventanucos, en los rostros tras los barrotes o en las manos asomadas. Tenía una noción vaga de su condición de esclavas, pero en China las mujeres más o menos lo eran todas, las más afortunadas de sus padres, maridos o amantes, otras de patrones bajo los cuales servían de sol a sol y muchas eran como esas niñas. Esa mañana, sin embargo, no las vio con la misma indiferencia, porque algo había cambiado en él.

La noche anterior no había intentado dormir. Al salir del burdel se dirigió a un baño público, donde se remojó largamente para desprenderse de la energía oscura de sus enfermos y de la tremenda desazón que lo agobiaba. Al llegar a su vivienda despidió al ayudante y preparó té de jazmín, para purificarse. No había comido en muchas horas, pero no era ese el momento de hacerlo. Se desnudó, encendió incienso y una vela, se arrodilló con la frente en el suelo y dijo una oración por el alma de la muchacha muerta. Enseguida se sentó a meditar durante horas en completa inmovilidad, hasta que logró separarse del bullicio de la calle y los olores del restaurante y pudo sumirse en el vacío y silencio de su propio espíritu. No supo cuánto rato permaneció abstraído llamando y llamando a Lin, hasta que por fin el delicado fantasma lo escuchó en la misteriosa inmensidad que habitaba y lentamente fue encontrando el camino, acercándose con la ligereza de un suspiro, primero casi imperceptible y poco a poco más sustancial, hasta que él sintió con nitidez su presencia. No percibió a Lin entre las paredes del cuarto, sino dentro de su propio pecho, instalada al centro mismo de su corazón en calma.Tao Chi´en no abrió los ojos ni se movió. Durante horas permaneció en la misma postura, separado de su cuerpo, flotando en un espacio luminoso en perfecta comunicación con ella. Al amanecer, una vez que ambos estuvieron seguros de que no volverían a perderse de vista, Lin se despidió con suavidad. Entonces llegó el maestro de acupuntura, sonriente e irónico, como en sus mejores tiempos, antes que lo golpearan los desvaríos de la senilidad, y se quedó con él, acompañándolo y contestando sus preguntas, hasta que salió el sol, despertó el barrio y se oyeron los golpecitos discretos del ayudante en la puerta. Tao Chi´en se levantó, fresco y renovado, como después de un apacible sueño, se vistió y fue a abrir la puerta.

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