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– Aquí nos vamos a instalar, Feliciano. Los primeros en llegar se convierten en aristocracia a la vuelta de los años.

– Eso ya lo tienes en Chile, mujer.

– Yo sí, pero tú no. Créeme, ésta será la ciudad más importante del Pacífico.

– ¡Formada por canallas y putas!

– Exactamente. Son los más ansiosos de respetabilidad. No habrá nadie más respetable que la familia Cross. Lástima que los gringos no puedan pronunciar tu verdadero apellido. Cross es nombre de fabricante de quesos. Pero en fin, supongo que no se puede tener todo…

El capitán John Sommers se dirigió al mejor restaurante de la ciudad, dispuesto a comer y beber bien para olvidar las cinco semanas en compañía de esa mujer. Traía varios cajones con las nuevas ediciones ilustradas de libros eróticos. El éxito de los anteriores había sido estupendo y esperaba que su hermana Rose recuperara el ánimo para la escritura. Desde la desaparición de Eliza se había sumido en la tristeza y no había vuelto a coger la pluma. También a él le había cambiado el humor. Me estoy poniendo viejo, carajo, decía, al sorprenderse perdido en nostalgias inútiles. No había tenido tiempo de gozar a esa hija suya, de llevársela a Inglaterra, como había planeado; tampoco alcanzó a decirle que era su padre. Estaba harto de engaños y misterios. Ese negocio de los libros era otro de los secretos familiares. Quince años antes, cuando su hermana le confesó que a espaldas de Jeremy escribía impúdicas historias para no morirse de aburrimiento, se le ocurrió publicarlas en Londres, donde el mercado del erotismo había prosperado, junto con la prostitución y los clubes de flagelantes, a medida que se imponía la rígida moral victoriana. En una remota provincia de Chile, sentada ante un coqueto escritorio de madera rubia, sin más fuente de inspiración que los recuerdos mil veces aumentados y perfeccionados de un único amor, su hermana producía novela tras novela firmadas por "una dama anónima". Nadie creía que esas ardientes historias, algunas con un toque evocativo del Marqués de Sade, ya clásicas en su género, fueran escritas por una mujer. A él tocaba la tarea de llevar los manuscritos al editor, vigilar las cuentas, cobrar las ganancias y depositarlas en un banco en Londres para su hermana. Era su manera de pagarle el favor inmenso que le había hecho al recoger a su hija y callarse la boca. Eliza… No podía recordar a la madre, si bien de ella debió heredar sus rasgos físicos, de él tenía sin duda el ímpetu por la aventura. ¿Dónde estaría? ¿Con quién? Rose insistía en que había partido a California tras un amante, pero mientras más tiempo pasaba, menos lo creía. Su amiga Jacob Todd -Freemont, ahora- que había hecho de la búsqueda de Eliza una misión personal, aseguraba que nunca pisó San Francisco.

Freemont se encontró con el capitán para cenar y luego lo invitó a un espectáculo frívolo en uno de los garitos de baile de la zona roja. Le contó que Ah Toy, la china que habían vislumbrado por unos agujeros en la pared, tenía ahora una cadena de burdeles y un "salón" muy elegante, donde se ofrecían las mejores chicas orientales, algunas de apenas once años, entrenadas para satisfacer todos los caprichos, pero no era allí donde irían, sino a ver las danzarinas de un harén de Turquía, dijo. Poco después fumaban y bebían en un edificio de dos pisos decorado con mesones de mármol, bronces pulidos y cuadros de ninfas mitológicas perseguidas por faunos. Mujeres de varias razas atendían a la clientela, servían licor y manejaban las mesas de juego, bajo la mirada vigilante de chulos armados y vestidos con estridente afectación. A ambos costados del salón principal, en recintos privados, se apostaba fuerte. Allí se reunían los tigres del juego para arriesgar millares en una noche: políticos, jueces, comerciantes, abogados y criminales, todos nivelados por la misma manía. El espectáculo oriental resultó un fiasco para el capitán, quien había visto la auténtica danza del vientre en Estambul y adivinó que esas torpes muchachas seguramente pertenecían a la última partida de pindongas de Chicago recién arribadas a la ciudad. La concurrencia, compuesta en su mayoría por rústicos mineros incapaces de ubicar Turquía en un mapa, enloquecieron de entusiasmo ante esas odaliscas apenas cubiertas por unas falditas de cuentas. Aburrido, el capitán se dirigió a una de las mesas de juego, donde una mujer repartía con increíble destreza las cartas del "monte". Se le acercó otra y cogiéndolo del brazo le sopló una invitación al oído. Se volvió a mirarla. Era una sudamericana rechoncha y vulgar, pero con una expresión de genuina alegría. Iba a despedirla, porque planeaba pasar el resto de la noche en uno de los salones caros, donde había estado en cada una de sus visitas anteriores a San Francisco, cuando sus ojos se fijaron en el escote. Entre los pechos llevaba un broche de oro con turquesas.

– ¡De dónde sacaste eso! -gritó cogiéndola por los hombros con dos zarpas.

– ¡Es mío! Lo compré -balbuceó aterrada.

– ¡Dónde! -y siguió zamarreándola hasta que se acercó uno de los matones.

– ¿Le pasa algo, mister? -amenazó el hombre.

El capitán hizo seña de que quería a la mujer y se la llevó prácticamente en vilo a uno de los cubículos del segundo piso. Cerró la cortina y de una sola bofetada en la cara la lanzó de espaldas sobre la cama.

– Me vas a decir de dónde sacaste ese broche o te voy a volar todos los dientes, ¿está bien claro?

– No lo robé, señor, se lo juro. ¡Me lo dieron!

– ¿Quién te lo dio?

– No me va a creer si se lo digo…

– ¡Quién!

– Una chica, hace tiempo, en un barco…

Y Azucena Placeres no tuvo más remedio que contarle a ese energúmeno que el broche se lo había dado un cocinero chino, en pago por atender a una pobre criatura que se estaba muriendo por un aborto en la cala de un barco en medio del océano Pacífico. A medida que hablaba, la furia del capitán se transformaba en horror.

– ¿Qué pasó con ella? -preguntó John Sommers con la cabeza entre las manos, anonadado.

– No lo sé, señor.

– Por lo que más quieras, mujer, dime qué fue de ella -suplicó él, poniéndole en la falda un fajo de billetes.

– ¿Quién es usted?

– Soy su padre.

– Murió desangrada y echamos el cuerpo al mar. Se lo juro, es la verdad -replicó Azucena Placeres sin vacilar, porque pensó que si esa desventurada había cruzado medio mundo escondida en un hoyo como una rata, sería una imperdonable canallada de su parte lanzar al padre tras su huella.

Eliza pasó el verano en el pueblo, porque entre una cosa y otra, fueron pasando los días. Primero a Babalú, el Malo, le dio un ataque fulminante de disentería, que produjo pánico, porque la epidemia se suponía controlada. Desde hacía meses no había casos que lamentar, salvo el fallecimiento de un niño de dos años, la primera criatura que nacía y moría en ese lugar de paso para advenedizos y aventureros. Ese chico puso un sello de autenticidad al pueblo, ya no era un campamento alucinado con una horca como único derecho a figurar en los mapas, ahora contaba con un cementerio cristiano y la pequeña tumba de alguien cuya vida había transcurrido allí. Mientras el galpón estuvo convertido en hospital se salvaron milagrosamente de la peste, porque Joe no creía en contagios, decía que todo es cuestión de suerte: el mundo está lleno de pestes, unos las agarran y otros no. Por lo mismo no tomaba precauciones, se dio el lujo de ignorar las advertencias de sentido común del médico y sólo a regañadientes hervía a veces el agua de beber. Al trasladarse a una casa hecha y derecha todos se sintieron seguros; si no se habían enfermado antes, menos sucedería ahora. A los pocos días de caer Babalú, les tocó a la Rompehuesos, las chicas de Missouri y la bella mexicana. Sucumbieron con una cagantina repugnante, calenturas de fritanga y tiritones incontrolables, que en el caso de Babalú remecían la casa. Entonces se presentó James Morton, vestido de domingo, a pedir formalmente la mano de Esther.

– Ay, hijo, no podías haber elegido un peor momento -suspiró la Rompehuesos pero estaba demasiado enferma para oponerse y dio su consentimiento entre lamentos.

Esther repartió sus cosas entre sus compañeras, porque nada quiso llevar a su nueva vida, y se casó ese mismo día sin muchas formalidades, escoltada por Tom Sin Tribu y Eliza, los únicos sanos de la compañía. Una doble fila de sus antiguos clientes se formó a ambos lados de la calle cuando pasó la pareja, disparando tiros al aire y vitoreándolos. Se instaló en la herrería, determinada a convertirla en hogar y a olvidar el pasado, pero se daba maña para acudir a diario a visitar la casa de Joe, llevando comida caliente y ropa limpia para los enfermos. Sobre Eliza y Tom Sin Tribu recayó la ingrata tarea de cuidar a los demás habitantes de la casa. El doctor del pueblo, un joven de Philadelphia que llevaba meses advirtiendo que el agua estaba contaminada con desperdicios de los mineros río arriba sin que nadie le diera boleto, declaró el recinto de Joe en cuarentena. Las finanzas se fueron al diablo y no pasaron hambre gracias a Esther y los regalos anónimos que aparecían misteriosamente en la puerta: un saco de frijoles, unas libras de azúcar, tabaco, bolsitas de oro en polvo, unos dólares de plata. Para ayudar a sus amigos, Eliza recurrió a lo aprendido de Mama Fresia en su infancia y de Tao Chi´en en Sacramento, hasta que por fin uno a uno fueron recuperándose, aunque anduvieron durante un buen tiempo trastablilleantes y confundidos. Babalú, el Malo, fue quien más padeció, su corpachón de cíclope no estaba acostumbrado a la mala salud, adelgazó y las carnes le quedaron colgando de tal manera que hasta sus tatuajes perdieron la forma.

En esos días salió en el periódico local una breve noticia sobre un bandido chileno o mexicano, no había certeza, llamado Joaquín Murieta, quien estaba adquiriendo cierta fama a lo largo y ancho de la Veta Madre. Para entonces imperaba la violencia en la región del oro. Desilusionados al comprender que la fortuna súbita, como un milagro de burla, sólo había tocado a muy pocos, los americanos acusaban a los extranjeros de codiciosos y de enriquecerse sin contribuir a la prosperidad del país. El licor los enardecía y la impunidad para aplicar castigos a su amaño les daba una sensación irracional de poder. Jamás se condenaba a un yanqui por crímenes contra otras razas, peor aún, a menudo un reo blanco podía escoger su propio jurado. La hostilidad racial se convirtió en odio ciego. Los mexicanos no admitían la pérdida de su territorio en la guerra ni aceptaban ser expulsados de sus ranchos o de las minas. Los chinos soportaban calladamente los abusos, no se iban y continuaban explotando el oro con ganancias de pulga, pero con tan infinita tenacidad que gramo a gramo amasaban riqueza. Millares de chilenos y peruanos, que habían sido los primeros en llegar cuando estalló la fiebre del oro, decidieron regresar a sus países, porque no valía la pena perseguir sus sueños en tales condiciones. Ese año 1850, la legislatura de California aprobó un impuesto a la minería diseñado para proteger a los blancos. Negros e indios quedaron fuera, a menos que trabajaran como esclavos, y los forasteros debían pagar veinte dólares y renovar el registro de su pertenencia mensualmente, lo cual en la práctica resultaba imposible. No podían abandonar los placeres para viajar durante semanas a las ciudades a cumplir con la ley, pero si no lo hacían el "sheriff" ocupaba la mina y la entregaba a un americano. Los encargados de hacer efectivas las medidas eran designados por el gobernador y cobraban sus sueldos del impuesto y las multas, método perfecto para estimular la corrupción. La ley sólo se aplicaba contra extranjeros de piel oscura, a pesar de que los mexicanos tenían derecho a la ciudadanía americana, según el tratado que puso fin a la guerra en 1848. Otro decreto acabó de rematarlos: la propiedad de sus ranchos, donde habían vivido por generaciones, debía ser ratificada por un tribunal en San Francisco. El procedimiento demoraba años y costaba una fortuna, además los jueces y alguaciles eran a menudo los mismos que se habían apoderado de los predios. En vista de que la justicia no los amparaba, algunos se colocaron fuera de ella, asumiendo a fondo el papel de malhechores. Quienes antes se contentaban con robar ganado, ahora atacaban a mineros y viajeros solitarios. Ciertas bandas se hicieron célebres por su crueldad, no sólo robaban a sus víctimas, también se divertían torturándolas antes de asesinarlas. Se hablaba de un bandolero particularmente sanguinario, a quien se le atribuía, entre otros delitos, la muerte espantosa de dos jóvenes americanos. Encontraron sus cuerpos atados a un árbol con huellas de haber sido usados como blanco para lanzar cuchillos; también les habían cortado la lengua, reventado los ojos y arrancado la piel antes de abandonarlos vivos para que murieran lentamente. Llamaban al criminal Jack Tres-Dedos y se decía que era la mano derecha de Joaquín Murieta.

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