Hizo amistad con el cartero y cuando era posible cabalgaba con él, porque viajaba rápido y tenía contactos; si alguien podía encontrar a Joaquín Andieta sería él, pensaba. El hombre acarreaba el correo a los mineros y regresaba con las bolsas de oro para guardar en los bancos. Era uno de los muchos visionarios enriquecidos con la fiebre del oro sin haber tenido jamás una pala o una picota en las manos. Cobraba dos dólares y medio por llevar una carta a San Francisco y, aprovechando la ansiedad de los mineros por recibir noticias de sus casas, pedía una onza de oro por entregar las cartas que les llegaban. Ganaba una fortuna con ese negocio, le sobraban clientes y ninguno reclamaba por los precios, puesto que no había alternativa, no podían abandonar la mina para ir a buscar correspondencia o depositar sus ganancias a cien millas de distancia. Eliza también buscaba la compañía de Charley, un hombrecito lleno de historias, que competía con los arrieros mexicanos transportando mercadería en mulas. Aunque no temía ni al Diablo, siempre agradecía ser escoltado, porque necesitaba oídos para sus cuentos. Mientras más lo observaba, más segura estaba Eliza de que se trataba de una mujer vestida de hombre, como ella. Charley tenía la piel curtida por el sol, mascaba tabaco, juraba como un bandolero y no se separaba de sus pistolas ni de sus guantes, pero una vez alcanzó a verle las manos y eran pequeñas y blancas, como las de una doncella.
Se enamoró de la libertad. Había vivido entre cuatro paredes en casa de los Sommers, en un ambiente inmutable, donde el tiempo rodaba en círculos y la línea del horizonte apenas se vislumbraba a través de atormentadas ventanas; creció en la armadura impenetrable de las buenas maneras y las convenciones, entrenada desde siempre para complacer y servir, limitada por el corsé, las rutinas, las normas sociales y el temor. El miedo había sido su compañero: miedo a Dios y su impredecible justicia, a la autoridad, a sus padres adoptivos, a la enfermedad y la maledicencia, a lo desconocido y lo diferente, a salir de la protección de la casa y enfrentar los peligros de la calle; miedo de su propia fragilidad femenina, la deshonra y la verdad. La suya había sido una realidad almibarada, hecha de omisiones, silencios corteses, secretos bien guardados, orden y disciplina. Su aspiración había sido la virtud, pero ahora dudaba del significado de esa palabra. Al entregarse a Joaquín Andieta en el cuarto de los armarios había cometido una falta irreparable a los ojos del mundo, pero ante los suyos el amor todo lo justificaba. No sabía qué había perdido o ganado con esa pasión. Salió de Chile con el propósito de encontrar a su amante y convertirse en su esclava para siempre, creyendo que así apagaría la sed de sumisión y el anhelo recóndito de posesión, pero ya no se sentía capaz de renunciar a esas alas nuevas que comenzaban a crecerle en los hombros. Nada lamentaba de lo compartido con su amante ni se avergonzaba por esa hoguera que la trastornó, por el contrario, sentía que la hizo fuerte de golpe y porrazo, le dio arrogancia para tomar decisiones y pagar por ellas las consecuencias. No debía explicaciones a nadie, si cometió errores fue de sobra castigada con la pérdida de su familia, el tormento sepultada en la cala del barco, el hijo muerto y la incertidumbre absoluta del futuro. Cuando quedó encinta y se vio atrapada, escribió en su diario que había perdido el derecho a la felicidad, sin embargo en esos últimos meses cabalgando por el dorado paisaje de California, sintió que volaba como un cóndor. Despertó una mañana con el relincho de su caballo y la luz del amanecer en la cara, se vio rodeada de altivas secoyas, que como guardias centenarios habían velado su sueño, de suaves cerros y a la distancia altas cumbres moradas; entonces la invadió una dicha atávica jamás antes experimentada. Se dio cuenta que ya no tenía esa sensación de pánico siempre agazapada en la boca del estómago, como una rata lista para morderla. Los temores se habían diluido en la abrumadora grandiosidad de ese territorio. A medida que enfrentaba los riesgos, iba adquiriendo arrojo: le había perdido el miedo al miedo. "Estoy encontrando nuevas fuerzas en mí, que tal vez siempre tuve, pero no conocía porque hasta ahora no había necesitado ejercerlas. No sé en qué vuelta del camino se me perdió la persona que yo antes era, Tao. Ahora soy uno más de los incontables aventureros dispersos por las orillas de estos ríos translúcidos y los faldeos de estos montes eternos. Son hombres orgullosos, con sólo el cielo por encima de sus sombreros, que no se inclinan ante nadie porque están inventando la igualdad. Y yo quiero ser uno de ellos. Algunos caminan victoriosos con una bolsa de oro a la espalda y otros derrotados sólo cargan con desilusiones y deudas, pero todos se sienten dueños de sus destinos, de la tierra que pisan, del futuro, de su propia irrevocable dignidad. Después de conocerlos no puedo volver a ser una señorita como Miss Rose pretendía. Al fin entiendo a Joaquín, cuando robaba horas preciosas de nuestro amor para hablarme de libertad. De modo que era esto… Era esta euforia, esta luz, esta dicha tan intensa como la de los escasos momentos de amor compartido que puedo recordar. Te echo de menos, Tao. No hay con quien hablar de lo que veo, de lo que siento. No tengo un amigo en estas soledades y en mi papel de hombre me cuido mucho de lo que digo. Ando con el ceño fruncido, para que me crean bien macho. Es un fastidio ser hombre, pero ser mujer es un fastidio peor."
Vagando de un lado a otro llegó a conocer el abrupto terreno como si hubiera nacido allí, podía ubicarse y calcular las distancias, distinguía las serpientes venenosas de las inocuas y los grupos hostiles de los amistosos, adivinaba el clima por la forma de las nubes y la hora por el ángulo de su sombra, sabía qué hacer si se le atravesaba un oso y cómo aproximarse a una cabaña aislada para no ser recibida a tiros. A veces se encontraba con jóvenes recién llegados arrastrando complicadas máquinas de minería cerro arriba, que por último quedaban abandonadas por inservibles, o se cruzaba con grupos de hombres afiebrados que bajaban de las sierras después de meses de trabajo inútil. No podía olvidar aquel cadáver picoteado por los pájaros colgando de un roble con un letrero de advertencia… En su peregrinaje vio americanos, europeos, kanakas, mexicanos, chilenos, peruanos, también largas filas de chinos silenciosos al mando de un capataz, que siendo de su misma raza, los trataba como siervos y les pagaba en migajas. Llevaban un atado a la espalda y botas en la mano, porque siempre habían usado zapatillas y no soportaban el peso en los pies. Era gente ahorrativa, vivían con nada y gastaban lo menos posible, compraban las botas grandes porque las suponían más valiosas y se pasmaban al comprobar que el precio era el mismo de las más pequeñas. A Eliza se le afinó el instinto para eludir el peligro. Aprendió a vivir al día sin hacer planes, como le había aconsejado Tao Chi´en. Pensaba en él a menudo y le escribía seguido, pero sólo podía enviarle las cartas cuando llegaba a un pueblo con servicio de correo a Sacramento. Era como lanzar mensajes en botellas al mar, porque no sabía si él continuaba viviendo en esa ciudad y la única dirección segura que poseía era del restaurante chino. Si hasta allí sus cartas llegaban, sin duda se las darían.
Le contaba del paisaje magnífico, del calor y la sed, de los cerros de curvas voluptuosas, los gruesos robles y esbeltos pinos, los ríos helados de aguas tan límpidas que se podía ver el oro brillando en sus lechos, los gansos salvajes graznando en el cielo, los venados y los grandes osos, de la vida ruda de los mineros y el espejismo de la fortuna fácil. Le decía lo que ambos ya sabían: que no valía la pena gastar la vida persiguiendo un polvo amarillo. Y adivinaba la respuesta de Tao: que tampoco tenía sentido gastarla persiguiendo un amor ilusorio, pero ella continuaba su marcha porque no podía detenerse. Joaquín Andieta empezaba a esfumarse, su buena memoria no alcanzaba a precisar con claridad los rasgos del amante, debía releer las cartas de amor para estar cierta de que en verdad él había existido, se habían amado y las noches en el cuarto de los armarios no eran un infundio de su imaginación. Así renovaba el tormento dulce del amor solitario. A Tao Chi´en describía la gente que iba conociendo por el camino, las masas de inmigrantes mexicanos instalados en Sonora, único pueblo donde correteaban niños por las calles, las humildes mujeres que solían acogerla en sus casas de adobe sin sospechar que era una de ellas, los miles de jóvenes americanos que acudían a los placeres ese otoño, después de haber cruzado por tierra el continente desde las costas del Atlántico hasta las del Pacífico. Calculaban en cuarenta mil los recién llegados, cada uno de ellos dispuesto a enriquecerse en un pestañear y volver triunfante a su pueblo. Se llamaban "los del 49”, nombre que se hizo popular y fue adoptado también por quienes llegaron antes o después. Al este quedaron pueblos enteros sin hombres, habitados sólo por mujeres, niños y presos.
"Veo muy pocas mujeres en las minas, pero hay unas cuantas con agallas suficientes para acompañar a sus maridos en esta vida de perros. Los niños se mueren de epidemias o accidentes, ellas los entierran, los lloran y siguen trabajando de sol a sol para impedir que la barbarie arrase con todo vestigio de decencia. Se arremangan las faldas y se meten al agua para buscar oro, pero algunas descubren que lavar ropa ajena u hornear galletas y venderlas es más productivo, así ganan más en una semana que sus compañeros partiéndose las espaldas en los placeres durante un mes. Un hombre solitario paga contento diez veces su valor por un pan amasado por manos femeninas, si yo trato de vender lo mismo vestida de Elías Andieta, me darán apenas unos centavos, Tao. Los hombres son capaces de caminar muchas millas para ver a una mujer de cerca. Una muchacha instalada tomando sol frente a una taberna en pocos minutos tendrá sobre sus rodillas una colección de bolsitas de oro, regalo de los hombres embobados ante la evocadora visión de unas faldas. Y los precios siguen subiendo, los mineros cada vez más pobres y los comerciantes cada vez más ricos. En un momento de desesperación pagué un dólar por un huevo y me lo comí crudo con un chorro de brandy, sal y pimienta, como me enseñó Mama Fresia: remedio infalible para la desolación. Conocí a un muchacho de Georgia, un pobre lunático, pero me dicen que no siempre fue así. A comienzos del año dio con una veta de oro y raspó de las rocas nueve mil dólares con una cuchara, pero los perdió en una tarde jugando al "monte". Ay, Tao, no te imaginas las ganas que tengo de bañarme, preparar té y sentarme contigo a conversar. Me gustaría ponerme un vestido limpio y los pendientes que me regaló Miss Rose, para que alguna vez me veas bonita y no creas que soy un marimacho. Estoy anotando en mi diario lo que me sucede, así podré contarte los detalles cuando nos encontremos, porque de eso al menos estoy segura, volveremos a estar juntos un día. Pienso en Miss Rose y en cuán enojada estará conmigo, pero no puedo escribirle antes de encontrar a Joaquín, porque hasta ese momento nadie debe saber dónde estoy. Si Miss Rose sospechara las cosas que he visto y he oído, se moriría. Ésta es la tierra del pecado, diría Mr. Sommers, aquí no hay moral ni leyes, imperan los vicios del juego, el licor y los burdeles, pero para mí este país es una hoja en blanco, aquí puedo escribir mi nueva vida, convertirme en quien desee, nadie me conoce salvo tú, nadie sabe mi pasado, puedo volver a nacer. Aquí no hay señores ni sirvientes, sólo gente de trabajo. He visto antiguos esclavos que han juntado suficiente oro para financiar periódicos, escuelas e iglesias para los de su raza, combaten la esclavitud desde California. Conocí uno que compró la libertad de su madre; la pobre mujer llegó enferma y envejecida, pero ahora gana lo que quiere vendiendo comida, adquirió un rancho y va a la iglesia los domingos vestida de seda en coche con cuatro caballos. ¿Sabes que muchos marineros negros han desertado de los barcos, no sólo por el oro, sino porque aquí encuentran una forma única de libertad? Me acuerdo de las esclavas chinas que me mostraste en San Francisco asomadas tras unos barrotes, no puedo olvidarlas, me penan como ánimas. Por estos lados la vida de las prostitutas también es brutal, algunas se suicidan. Los hombres esperan horas para saludar con respeto a la nueva maestra, pero tratan mal a las muchachas de los "saloons". ¿Sabes cómo las llaman? Palomas mancilladas. Y también los indios se suicidan, Tao. Los echan de todas partes, andan hambrientos y desesperados. Nadie los emplea, luego los acusan de vagabundos y los encadenan en trabajos forzados. Los alcaldes pagan cinco dólares por indio muerto, los matan por deporte y a veces les arrancan el cuero cabelludo. No faltan gringos que coleccionan esos trofeos y los exhiben colgados de sus monturas. Te gustará saber que hay chinos que se han ido a vivir con los indios. Parten lejos, a los bosques del norte, donde todavía hay caza. Quedan muy pocos búfalos en las praderas, dicen."