Pronto Tao Chi´en supo escoger los materiales en el mercado y en las tiendas de yerbas -regateando como correspondía- y pudo preparar los remedios sin ayuda. Observando trabajar al médico llegó a conocer los intrincados mecanismos del organismo humano, los procedimientos para refrescar a los afiebrados y a los de temperamento fogoso, dar calor a los que padecían el frío anticipado de la muerte, promover los jugos en los estériles y secar a aquellos agotados por flujos. Hacía largas excursiones por los campos buscando las mejores plantas en su punto preciso de máxima eficacia, que luego transportaba envueltas en trapos húmedos para preservar frescas durante el camino a la ciudad. Cuando cumplió los catorce años su maestro lo consideró maduro para practicar y lo mandaba regularmente a atender prostitutas, con la orden terminante de abstenerse de comercio con ellas, porque tal como él mismo podía comprobarlo al examinarlas, llevaban la muerte encima.
– Las enfermedades de los burdeles matan más gente que el opio y el tifus. Pero si cumples con tus obligaciones y aprendes a buen ritmo, en su debido momento te compraré una muchacha virgen -le prometió el maestro.
Tao Chi´en había pasado hambre de niño, pero su cuerpo estiró hasta alcanzar mayor altura que cualquier otro miembro de su familia. A los catorce años no sentía atracción por las muchachas de alquiler, sólo curiosidad científica. Eran tan diferentes a él, vivían en un mundo tan remoto y secreto, que no podía considerarlas realmente humanas. Más tarde, cuando el súbito asalto de su naturaleza lo sacó de quicio y andaba como un ebrio tropezando con su sombra, su preceptor lamentó haberse desprendido de las concubinas. Nada distraía tanto a un buen estudiante de sus responsabilidades como el estallido de las fuerzas viriles. Una mujer lo tranquilizaría y de paso serviría para darle conocimientos prácticos, pero como la idea de comprar una le resultaba engorrosa -estaba cómodo en su universo únicamente masculino- obligaba a Tao a tomar infusiones para calmar los ardores. El "zhong yi" no recordaba el huracán de las pasiones carnales y con la mejor intención daba a leer a su alumno los "libros de almohada" de su biblioteca como parte de su educación, sin medir el efecto enervante que tenían sobre el pobre muchacho. Lo hacía memorizar cada una de las doscientas veintidós posturas del amor con sus poéticos nombres y debía identificarlas sin vacilar en las exquisitas ilustraciones de los libros, lo cual contribuía notablemente a la distracción del joven.
Tao Chi´en se familiarizó con Cantón tan bien como antes había conocido su pequeña aldea. Le gustaba esa antigua ciudad amurallada, caótica, de calles torcidas y canales, donde los palacios y las chozas se mezclaban en total promiscuidad y había gente que vivía y moría en botes en el río, sin pisar jamás tierra firme. Se acostumbró al clima húmedo y caliente del largo verano azotado por tifones, pero agradable en el invierno, desde octubre hasta marzo. Cantón estaba cerrado a los forasteros, aunque solían caer de sorpresa piratas con banderas de otras naciones. Existían algunos puestos de comercio, donde los extranjeros podían intercambiar mercancía solamente de noviembre a mayo, pero eran tantos los impuestos, regulaciones y obstáculos, que los comerciantes internacionales preferían establecerse en Macao. Temprano en las mañanas, cuando Tao Chi´en partía al mercado, solía encontrar niñas recién nacidas tiradas en la calle o flotando en los canales, a menudo destrozadas a dentelladas por perros o ratas. Nadie las quería, eran desechables. ¿Para qué alimentar a una hija que nada valía y cuyo destino era terminar sirviendo a la familia de su marido? "Preferible es un hijo deforme que una docena de hijas sabias como Buda", sostenía el dicho popular. De todos modos había demasiados niños y seguían naciendo como ratones. Burdeles y fumaderos de opio proliferaban por todas partes. Cantón era una ciudad populosa, rica y alegre, llena de templos, restaurantes y casas de juego, donde se celebraban ruidosamente las festividades del calendario. Incluso los castigos y ejecuciones se convertían en motivo de fiesta. Se juntaban multitudes a vitorear a los verdugos, con sus delantales ensangrentados y colecciones de afilados cuchillos, rebanando cabezas de un solo tajo certero. La justicia se aplicaba en forma expedita y simple, sin apelación posible ni crueldad innecesaria, excepto en el caso de traición al emperador, el peor crimen posible, pagado con muerte lenta y relegación de todos los parientes, reducidos a la esclavitud. Las faltas menores se castigaban con azotes o con una plataforma de madera ajustada al cuello de los culpables por varios días, así no podían descansar ni tocarse la cabeza con las manos para comer o rascarse. En plazas y mercados se lucían los contadores de historias que, como los monjes mendicantes, viajaban por el país preservando una milenaria tradición oral. Los malabaristas, acróbatas, encantadores de serpientes, travestís, músicos itinerantes, magos y contorsionistas se daban cita en las calles, mientras bullía a su alrededor el comercio de seda, té, jade, especias, oro, conchas de tortuga, porcelana, marfil y piedras preciosas. Los vegetales, las frutas y las carnes se ofrecían en alborotada mezcolanza: repollos y tiernos brotes de bambú junto a jaulas de gatos, perros y mapaches que el carnicero mataba y descueraba de un solo movimiento ha pedido de los clientes. Había largos callejones sólo de pájaros, pues en ninguna casa podían faltar aves y jaulas, desde las más simples hasta las de fina madera con incrustaciones de plata y nácar. Otros pasajes del mercado se destinaban a peces exóticos, que atraían la buena suerte. Tao Chi´en siempre curioso, se distraía observando y haciendo amigos y luego debía correr para cumplir su cometido en el sector donde se vendían los materiales de su oficio. Podía identificarlo a ojos cerrados por el penetrante olor de especias, plantas y cortezas medicinales. Las serpientes disecadas se apilaban enrolladas como polvorientas madejas; sapos, salamandras y extraños animales marinos colgaban ensartados en cuerdas, como collares; grillos y grandes escarabajos de duras conchas fosforescentes languidecían en cajas; monos de todas clases aguardaban turno de morir; patas de oso y de orangután, cuernos de antílopes y rinocerontes, ojos de tigre, aletas de tiburón y garras de misteriosas aves nocturnas se compraban al peso.
Para Tao Chi´en los primeros años en Cantón se fueron en estudio, trabajo y servicio a su anciano preceptor, a quien llegó a estimar como a un abuelo. Fueron años felices. El recuerdo de su propia familia se esfumó y llegó a olvidar los rostros de su padre y sus hermanos, pero no el de su madre, porque ella se le aparecía con frecuencia. El estudio pronto dejó de ser una tarea y se convirtió en una pasión. Cada vez que aprendía algo nuevo volaba donde el maestro a contárselo a borbotones. "Mientras más aprendas, más pronto sabrás cuán poco sabes" se reía el anciano. Por propia iniciativa Tao Chi´en decidió dominar mandarín y cantonés, porque el dialecto de su aldea resultaba muy limitado. Absorbía los conocimientos de su maestro a tal velocidad, que el viejo solía acusarlo en broma de robarle hasta los sueños, pero su propia pasión por la enseñanza lo hacía generoso. Compartió con el muchacho cuanto éste quiso averiguar, no sólo en materia de medicina, también otros aspectos de su vasta reserva de conocimiento y su refinada cultura. Bondadoso por naturaleza, era sin embargo severo en la crítica y exigente en el esfuerzo, porque como decía, "no me queda mucho tiempo y al otro mundo no puedo llevarme lo que sé, alguien ha de usarlo a mi muerte". Sin embargo, también lo advertía contra la voracidad de conocimientos, que puede encadenar a un hombre tanto como la gula o la lujuria. "El sabio nada desea, no juzga, no hace planes, mantiene su mente abierta y su corazón en paz", sostenía. Lo reprendía con tal tristeza cuando fallaba, que Tao Chi´en hubiera preferido una azotaina, pero esa práctica repugnaba al temperamento del "zhong yi", quien jamás permitía que la cólera guiara sus acciones. Las únicas ocasiones en que lo golpeó ceremoniosamente con una varilla de bambú, sin enfado pero con firme ánimo didáctico, fue cuando pudo comprobar sin la menor duda que su aprendiz había cedido a la tentación del juego o pagado por una mujer. Tao Chi´en solía embrollar las cuentas del mercado para hacer apuestas en las casas de juego, cuya atracción le resultaba imposible de resistir, o para un consuelo breve con descuento de estudiante en brazos de alguna de sus pacientes en los burdeles. Su amo no demoraba en descubrirlo, porque si perdía en el juego no podía explicar dónde estaba el dinero del vuelto y si ganaba resultaba incapaz de disimular su euforia. A las mujeres las olía en la piel del muchacho.
– Quítate la camisa, tendré que darte unos vergajazos, a ver si por fin entiendes, hijo. ¿Cuántas veces te he dicho que los peores males de la China son el juego y el burdel? En el primero los hombres pierden el producto de su trabajo y en el segundo pierden la salud y la vida. Nunca serás buen médico ni buen poeta con tales vicios.
Tao Chi´en tenía dieciséis años en 1839, cuando estalló la Guerra del Opio entre China y Gran Bretaña. Para entonces el país estaba invadido de mendigos. Masas humanas abandonaban los campos y aparecían con sus harapos y sus pústulas en las ciudades, donde eran repelidas a la fuerza, obligándolos a vagar como manadas de perros famélicos por los caminos del Imperio. Bandas de forajidos y rebeldes se batían con las tropas del gobierno en una interminable guerra de emboscadas. Era un tiempo de destrucción y pillaje. Los debilitados ejércitos imperiales, al mando de oficiales corruptos que recibían de Pekín órdenes contradictorias, no pudieron hacer frente a la poderosa y bien disciplinada flota naval inglesa. No contaban con apoyo popular, porque los campesinos estaban cansados de ver sus sembrados destruidos, sus villorrios en llamas y sus hijas violadas por la soldadesca. Al cabo de casi cuatro años de lucha, China debió aceptar una humillante derrota y pagar el equivalente a veintiún millones de dólares a los vencedores, entregarles Hong Kong y otorgarles el derecho a establecer "concesiones", barrios residenciales amparados por leyes de extraterritorialidad. Allí vivían los extranjeros con su policía, servicios, gobierno y leyes, protegido por sus propias tropas; eran verdaderas naciones foráneas dentro del territorio chino, desde las cuales los europeos controlaban el comercio, principalmente del opio. A Cantón no entraron hasta cinco años más tarde, pero al comprobar la degradante derrota de su venerado emperador y ver la economía y la moral de su patria desplomarse, el maestro de acupuntura decidió que no había razón para seguir viviendo.