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Cuando Andieta mencionó la posibilidad de embarcarse rumbo al norte, su madre reaccionó tan mal como Eliza. Sin haberse visto nunca, las dos mujeres dijeron exactamente lo mismo: si te vas, Joaquín, yo me muero. Ambas intentaron hacerle ver los innumerables peligros de semejante empresa y le juraron que preferían mil veces la pobreza irremediable a su lado, que una fortuna ilusoria con el riesgo de perderlo para siempre. La madre le aseguró que ella no saldría del conventillo aunque fuera millonaria, porque allí estaban sus amistades y no tenía adónde ir en este mundo. Y en cuanto a sus pulmones no había nada que hacer, dijo, sólo esperar que terminaran de reventar. Por su parte Eliza ofreció fugarse, en caso que no los dejaran casarse; pero él no las escuchaba, perdido en sus desvaríos, seguro de que no tendría otra oportunidad como ésa y dejarla pasar era una imperdonable cobardía. Puso al servicio de su nueva manía la misma intensidad empleada antes en propagar las ideas liberales, pero le faltaban los medios para realizar sus planes. No podía cumplir su destino sin una cierta suma para el pasaje y para apertrecharse de lo indispensable. Se presentó al banco a pedir un pequeño préstamo, pero no tenía cómo respaldarlo y al ver su pinta de pobre diablo lo rechazaron glacialmente. Por primera vez pensó en acudir a los parientes de su madre, con quienes hasta entonces nunca había cruzado palabra, pero era demasiado orgulloso para ello. La visión de un futuro deslumbrante no lo dejaba en paz, a duras penas lograba cumplir con su trabajo, las largas horas en el escritorio se convirtieron en un castigo. Se quedaba con la pluma en el aire mirando sin ver la página en blanco, mientras repetía de memoria los nombres de los navíos que podían conducirlo al norte. Las noches se le iban entre sueños borrascosos y agitados insomnios, amanecía con el cuerpo agotado y la imaginación hirviendo. Cometía errores de principiante, mientras a su alrededor la exaltación alcanzaba niveles de histeria. Todos querían partir y quienes no podían ir en persona, habilitaban empresas, invertían en compañías formadas de prisa o enviaban un representante de confianza en su lugar con el acuerdo de repartirse las ganancias. Los solteros fueron los primeros en zarpar; pronto los casados dejaban a sus hijos y se embarcaban también sin mirar hacia atrás, a pesar de las historias truculentas de enfermedades desconocidas, accidentes desastrosos y crímenes brutales. Los hombres más pacíficos estaban dispuestos a enfrentar los riesgos de pistolazos y puñaladas, los más prudentes abandonaban la seguridad conseguida en años de esfuerzo y se lanzaban a la aventura con su bagaje de delirios. Unos gastaban sus ahorros en pasajes, otros costeaban el viaje empleándose de marineros o empeñando su trabajo futuro, pero eran tantos los postulantes, que Joaquín Andieta no encontró lugar en ningún barco, a pesar de que indagaba día tras día en el muelle.

En diciembre no aguantó más. Al copiar el detalle de una carga arribada al puerto, como hacía meticulosamente cada día, alteró las cifras en el libro de registro, luego destruyó los documentos originales de desembarco. Así, por arte de ilusionismo contable, hizo desaparecer varios cajones con revólveres y balas provenientes de Nueva York. Durante tres noches seguidas logró burlar la vigilancia de la guardia, violar las cerraduras e introducirse a la bodega de la "Compañía Británica de Importación y Exportación" para robar el contenido de esos cajones. Debió hacerlo en varios viajes, porque la carga era pesada. Primero sacó las armas en los bolsillos y otras atadas a piernas y brazos bajo la ropa; después se llevó las balas en bolsas. Varias veces estuvo a punto de ser visto por los serenos que circulaban de noche, pero lo acompañó la suerte y en cada oportunidad logró escabullirse a tiempo. Sabía que contaba con un par de semanas antes de que alguien reclamara los cajones y se descubriera el robo; suponía también que sería muy fácil seguir el hilo de los documentos ausentes y las cifras cambiadas hasta dar con el culpable, pero para entonces esperaba hallarse en alta mar. Y cuando tuviera su propio tesoro devolvería hasta el último centavo con intereses, puesto que la única razón para cometer tal fechoría, se repitió mil veces, había sido la desesperación. Se trataba de un asunto de vida o muerte: vida, como él la entendía, estaba en California; quedarse atrapado en Chile equivalía a una muerte lenta. Vendió una parte de su botín a precio vil en los barrios bajos del puerto y la otra entre sus amigos de la Librería Santos Tornero, después de hacerlos jurar que guardarían el secreto. Aquellos enardecidos idealistas no habían tenido jamás un arma en la mano, pero llevaban años preparándose de palabra para una utópica revuelta contra el gobierno conservador. Habría sido una traición a sus propias intenciones no comprar los revólveres del mercado negro, sobre todo teniendo en cuenta el precio de ganga. Joaquín Andieta se guardó dos para él, decidido a usarlos para abrirse camino, pero a sus camaradas nada dijo de sus planes de marcharse. Esa noche en la trastienda de la librería, también él se llevó la mano derecha al corazón para jurar en nombre de la patria que daría su vida por la democracia y la justicia. A la mañana siguiente compró un pasaje de tercera clase en la primera goleta que zarpaba en esos días y unas bolsas de harina tostada, frijoles, arroz, azúcar, carne seca de caballo y lonjas de tocino, que distribuidas con avaricia podrían sostenerlo a duras penas durante la travesía. Los escasos reales que le sobraron se los amarró a la cintura mediante una apretada faja.

La noche del 22 de diciembre se despidió de Eliza y de su madre y al día siguiente partió rumbo a California.

Mama Fresia descubrió las cartas de amor por casualidad, cuando estaba arrancando cebollas en su estrecho huerto del patio y la horqueta tropezó con la caja de lata. No sabía leer, pero le bastó una ojeada para comprender de qué se trataba. Estuvo tentada de entregárselas a Miss Rose, porque le bastaba tenerlas en la mano para sentir la amenaza, habría jurado que el paquete atado con una cinta latía como un corazón vivo, pero el cariño por Eliza pudo más que la prudencia y en vez de acudir a su patrona, colocó las cartas de vuelta en la caja de galletas, la escondió bajo su amplia falda negra y fue a la pieza de la muchacha suspirando. Encontró a Eliza sentada en una silla, con la espalda recta y las manos sobre la falda como si estuviera en misa, mirando el mar desde la ventana, tan agobiada que el aire a su alrededor se sentía espeso y lleno de premoniciones. Puso la caja sobre las rodillas de la joven y se quedó esperando en vano una explicación.

– Ese hombre es un demonio. Sólo desgracia te traerá -le dijo finalmente.

– Las desgracias ya empezaron. Se fue hace seis semanas a California y a mí no me ha llegado la regla.

Mama Fresia se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, como hacía cuando no daba más con sus huesos, y comenzó a mecer el tronco hacia adelante y hacia atrás, gimiendo suavemente.

– Cállate, mamita, nos puede oír Miss Rose -suplicó Eliza.

– ¡Un hijo de la alcantarilla! ¡Un "huacho"! ¿Qué vamos a hacer, mi niña? ¿Qué vamos a hacer? -siguió lamentándose la mujer.

– Voy a casarme con él.

– ¿Y cómo, si el hombre se fue?

– Tendré que ir a buscarlo.

– ¡Ay, Niño Dios bendito! ¿Te has vuelto loca? Yo te haré remedio y en pocos días vas a estar como nueva.

La mujer preparó una infusión a base de "borraja" y una pócima de excremento de gallina en cerveza negra, que dio a beber a Eliza tres veces al día; además la hizo tomar baños de asiento con azufre y le puso compresas de mostaza en el vientre. El resultado fue que se puso amarilla y andaba empapada en una transpiración pegajosa que olía a gardenias podridas, pero a la semana aún no se producía ningún síntoma de aborto. Mama Fresia determinó que la criatura era macho y estaba sin duda maldita, por eso se aferraba de tal manera a las tripas de su madre. Este descalabro la superaba, era asunto del Diablo y sólo su maestra, la "machi", podría vencer tan poderoso infortunio. Esa misma tarde pidió permiso a sus patrones para salir y una vez más hizo a pie el penoso camino hasta la quebrada para presentarse cabizbaja ante la anciana hechicera ciega. Le llevó de regalo dos moldes de dulce de membrillo y un pato estofado al estragón.

La "machi" escuchó los últimos acontecimientos asintiendo con aire de fastidio, como si supiera de antemano lo sucedido.

– Ya dije, el empecinamiento es un mal muy fuerte: agarra el cerebro y rompe el corazón. Empecinamientos hay muchos, pero el peor es de amor.

– ¿Puede hacerle algo a mi niña para que bote al "huacho"?

– De poder, puedo. Pero eso no la cura. Tendrá que seguir a su hombre no más.

– Se fue muy lejos a buscar oro.

– Después del amor, el empecinamiento más grave es del oro -sentenció la "machi".

Mama Fresia comprendió que sería imposible sacar a Eliza para llevarla a la quebrada de la "machi", hacerle un aborto y regresar con ella a la casa, sin que Mis Rose se enterara. La hechicera tenía cien años y no había salido de su mísera vivienda en cincuenta, de modo que tampoco podría acudir al domicilio de los Sommers a tratar a la joven. No quedaba otra solución que hacerlo ella misma. La "machi" le entregó un palo fino de colihue y una pomada oscura y fétida, luego le explicó en detalle cómo untar la caña en esa pócima e insertarla en Eliza. Enseguida le enseñó las palabras del encantamiento que habrían de eliminar al niño del Diablo y al mismo tiempo proteger la vida de la madre. Se debía realizar esta operación la noche del viernes, único día de la semana autorizado para eso, le advirtió. Mama Fresia regresó muy tarde y exhausta, con el colihue y la pomada bajo el manto.

– Reza niña, porque dentro de dos noches te haré remedio -le notificó a Eliza cuando le llevó el chocolate del desayuno a la cama.

El capitán John Sommers desembarcó en Valparaíso el día señalado por la "machi". Era el segundo viernes de febrero de un verano abundante. La bahía hervía de actividad con medio centenar de barcos anclados y otros aguardando turno en alta mar para acercarse a tierra. Como siempre, Jeremy, Rose y Eliza recibieron en el muelle a ese tío admirable, quien llegaba cargado de novedades y regalos. La burguesía, que se daba cita para visitar los barcos y comprar contrabando, se mezclaba con hombres de mar, viajeros, estibadores y empleados de la aduana, mientras las prostitutas apostadas a cierta distancia, sacaban sus cuentas. En los últimos meses, desde que la noticia del oro aguijoneaba la codicia de los hombres en cada orilla del mundo, los buques entraban y salían a un ritmo demente y los burdeles no daban a basto. Las mujeres más intrépidas, sin embargo, no se conformaban con la buena racha del negocio en Valparaíso y calculaban cuánto más podrían ganar en California, donde había doscientos hombres por cada mujer, según se oía. En el puerto la gente tropezaba con carretas, animales y bultos; se hablaban varias lenguas, sonaban las sirenas de las naves y los silbatos de los guardias. Miss Rose, con un pañuelo perfumado a vainilla en la nariz, escudriñaba a los pasajeros de los botes buscando a su hermano predilecto, mientras Eliza aspiraba el aire en sorbos rápidos, tratando de separar e identificar los olores. El hedor del pescado en grandes cestas al sol se mezclaba con el tufo de excremento de bestias de carga y sudor humano. Fue la primera en ver al capitán Sommers y sintió un alivio tan grande que por poco se echa a llorar. Lo había esperado durante varios meses, segura que sólo él podría entender la angustia de su amor contrariado. No había dicho palabra sobre Joaquín Andieta a Miss Rose y mucho menos a Jeremy Sommers, pero tenía la certeza de que su tío navegante, a quien nada podía sorprender o asustar, la ayudaría.

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