Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Es lo justo.

– Incluso a veces ignoran lo que sucede a su alrededor -dijo Jean-Baptiste.

Dio dos caladas al canutillo de madera que le tendía el pachá y continuó:

– Seguro que si el rey Luis XIV estuviera al corriente de lo que ocurre, no toleraría la conspiración que he descubierto en su corte.

– ¡La conspiración…! -exclamó el pachá, cada vez más atento al relato del médico a pesar de la hora.

– No hay otra palabra. ¿No quería usted saber por qué me escondo? Pues bien, por no haber querido ponerme al servicio de los conspiradores, sencillamente.

– ¿Pero de qué se trata? -preguntó el pachá, lleno de curiosidad.-De usted, ilustre señor.

– ¿De mí?

– Sí, de usted, de Egipto, de Abisinia. En suma, se trata de todo lo que traman aquellos que usted ha acogido aquí y a quienes usted otorga protección diplomática.

– ¡Hable, por las barbas de Mahoma! -dijo el pachá, que casi se había puesto de pie mientras adoptaba un aire amenazante de pura curiosidad.

– Cálmese, ilustre señor, paso a contarle todo con detalle. Espero que no tratará usted con rigor a quien sólo es una víctima de todo esto.

– Vamos, vamos…

– La cuestión es que mi misión en Abisinia sólo tenía por objeto curar al Rey. A su vez, éste me envió a París para expresar su agradecimiento a otro rey, hacia quien él se consideraba en deuda.

– Ya me lo ha dicho.

– Sí, pero resulta que en Francia esta muestra de respeto del abisinio dio ciertas ideas a algunos.

– ¿A quiénes?

– Digamos que al entorno del Rey.

– ¿A los sacerdotes?

– Desde luego, y eso no debe extrañarle pues nunca renunciaron a penetrar en aquel país. Pero no son ellos solos; no son los únicos que promueven este asunto.

– Sus palabras me preocupan, porque para mí no hay nada peor que esa gente.

– Ilustre señor, eso es porque usted es demasiado íntegro. Pero hay mentes mucho más retorcidas que han concebido un plan mucho más pérfido, créame. ¿Podría tomar otro de esos excelentes lukums tan dulces?

– Deje los lukums por ahora y continúe.

– La idea que tienen es la siguiente: Abisinia es rica. Está repleta de oro, piedras preciosas y maderas extraordinarias. Abisinia es cristiana, aunque existan ciertos puntos doctrinales por los cuales el país se mantiene al margen del respeto que debería a Roma. Está situada al otro lado del territorio de los turcos, o sea de ustedes, ilustre señor.

– ¿Y bien?

– Pues que se impone controlar el país.

– ¡Con que es eso!

– Sí, pretenden hacerse los dueños, si usted prefiere. ¿Y cómo cree que van a ingeniárselas para conseguirlo? ¿Convirtiendo el país? No basta, y tal vez sería más lógico lo contrario: hacerse primero los dueños, y convertirlo después. Y ése es el plan por el que han optado.

– Pretende decirme que los francos quieren hacerse los dueños de Abisinia.

– No lo pretendo decir, lo afirmo. Todo cuanto he relatado sobre Etiopía, creyendo ingenuamente servir a la causa de su pacífico Rey, sólo ha servido para afianzar a los intrigantes en su idea, pues una pequeña caravana, bien armada, cargada de oro y presentes puede ser capaz de tomar posesión de un país tan atrasado. Hace aproximadamente un siglo los propios jesuítas casi se apoderaron de Abisinia, echando sus redes sobre el Rey. Pero les faltaban armas para convertir su victoria en una conquista. Así que esta vez las armas llegarán primero.

El pachá, hundido en los cojines del asiento, miraba a Jean-Baptiste con inquietud.

– Me está diciendo que la embajada que acaba de partir sería…

– … el instrumento con el que cuentan algunos para poner la mano sobre Abisinia.

– Pero si apenas son veinte… ¡Está bromeando…!

– Ilustre señor, yo he ido a ese país. Las rivalidades internas lo han asolado. Con dinero y mosquetes, veinte hombres sin Dios ni patria pueden levantar un ejército, propagar el caos y pagar para que coronen a cualquiera, incluso a uno de los suyos, como hicieron los españoles en el siglo pasado con los incas en América.

– ¡Hum! -masculló el pachá, esbozando una sonrisa indulgente-. ¿Ésa es su famosa conspiración?

– Eso es precisamente lo que me ha valido tantas amenazas, porque me he negado a participar en ella. Por eso me vi obligado a abandonar Francia a escondidas, y por esa misma razón no he revelado mi presencia aquí.

– Francamente amigo mío, no le creo. Es posible que allí haya tenido alguna desavenencia seria. Incluso es factible que se haya hablado ante usted de planes quiméricos. Pero de ahí a pensar que la caravana a la que yo mismo he facilitado un salvoconducto pretenda coronar emperador a su jefe hay un abismo.

– Ilustre señor, su sello era imprescindible. ¿Cómo cree que podían obtenerlo de otro rnodo que no fuera exponiéndole la situación de una forma tranquilizadora? Habría sido estúpido planteársela a las claras. ¿Acaso no ha oído hablar de una misión de hombres de ciencia?-En efecto, me han dicho que unos sabios se proponían ir a Suez para viajar hasta Arabta la Afortunada.

– Y después a Abisinia. Se han llevado con él al hombre que el Emperador había enviado conmigo en representación suya.

– Ese perro kurdo.

– Es armenio.

– ¡Da igual! -replicó furioso el pachá-. ¿Se han ido con él? No me han dicho nada de eso.

– ¡Y sus razones tenían! Como puede ver, no son veinte sino casi treinta. Unos tienen el oro y las armas, y otros el mensaje del Rey y toda la ciencia de Occidente.

El pachá estaba sumido en un estado de indecisión y perplejidad. Jean-Baptiste se apiadó de su persona y decidió sacarlo de la duda mediante una última confidencia.

– Hay más.

– ¿Más?

Jean-Baptiste miró al pachá directamente a los ojos.

– Sí, ilustre señor. ¿Se ha preguntado por qué unos capuchinos se han adelantado a la caravana para reunirse con ella en Senaar, y por qué llevan consigo los óleos de la coronación que les ha entregado el patriarca?

– ¡Los óleos de la coronación! -exclamó el pachá con tono socarrón-. ¿De qué me está hablando ahora?

– De los santos óleos, que según los coptos confieren la autoridad y el poder a un nuevo emperador.

– ¿El patriarca ha hecho eso?

– A estas horas, los capuchinos están en camino.

– ¿Sin decírmelo? ¡Por el sable de Alí!

El pachá, agotado por la noche en vela, se rendía completamente, víctima de esta revelación. Se levantó, deambuló por el pabellón, donde los primeros rayos de sol que entraban por las vidrieras azules hacían brillar los reflejos celestes de los mosaicos que ascendían hasta media altura de la pared. De repente se detuvo ante Jean-Baptiste y le dio las gracias aturdido. Le hizo prometer que volvería la noche siguiente con las drogas, luego le dio la espalda y se fue hacia un patio donde rielaba un estanque de agua clara. Jean-Baptiste se volvió a ir por la poterna. Mehmet-Bey ordenó a su guardia que sacaran al patriara copto de la cama y lo llevaran allí inmediatamente, en presencia de todos los imanes, que irían a buscar a sus respectivas casas.

8

Al día siguiente por la noche, a la misma hora, Jean-Baptiste franqueó de nuevo la poterna del palacio con un maletín en la mano. El pachá lo recibió en la misma sala, y nada más verle, le apremió para que le mostrara los remedios. Jean-Baptiste sacó unos frascos, una tabaquera llena de polvo y una bolsa con raíces secas. Tuvo que hacer acopio de toda su firmeza para que el pachá no se diera un atracón en aquel mismo momento. El maestro Juremi ya le había advertido que aquel turco era un devorador de medicamentos, aunque no creía que lo fuera hasta tal extremo.

– Tengo entendido que cuenta con un servidor para prepararle las drogas -dijo Jean-Baptiste-. Tal vez sería conveniente que le llamara para indicarle el modo de servirse de ellas y para que sea él quien las guarde.

El pachá dio unas palmadas mientras gritaba un nombre al criado que apareció. Un minuto más tarde, un viejo sirviente entró en la sala y saludó respetuosamente a los dos hombres. Era un hombre de baja estatura, escuchimizado, y tenía un rostro alargado y triste de galgo abandonado.

– Éstos son los remedios para mí -dijo el pachá-. Y escucha bien, Abdel Majid, cómo hay que administrarlos.

Jean-Baptiste dio largas explicaciones. Luego le tomó la lección al ayuda de cámara y le confió el maletín. El pachá insistió en tomar la primera dosis inmediatamente.

– Piense que aún tardará unas semanas en notar alivio -le previno Jean-Baptiste.

Pero el mero hecho de ingerir pociones surtía efecto por sí solo, asíque, saciado, con el regusto a quina en la boca, el pachá se estiró en los cojines con el talante de un joven recién casado. Pero poco después, cuando recobró los ánimos y con ellos también los recuerdos de aquella jornada, cayó de nuevo en la melancolía.

– Convoqué a ese perro de patriarca -empezó a decir-. Usted decía la verdad a propósito de los óleos. Lo ha confesado. Por otra parte, me he enterado por mis propios medios de la razón de todo esto. El muy imbécil sólo pensó en el oro. Evidentemente que se había preguntado por qué los capuchinos tenían tanto empeño en coronar a un emperador que reina desde hace quince años, pero no había profundizado en el asunto. El granuja no cesaba de excusarse, y todavía estaría pidiéndome disculpas si no fuera porque mi portero lo sacó de aquí a puntapiés en el trasero, a petición mía.

El pachá soltó un sonoro eructo, por el que dio gracias a Dios, y luego prosiguió:

– También he visto al cónsul de Francia. A ése no he tenido necesidad de convocarle. Ha venido a quejarse porque hace dos días que secuestraron a su hija, en la carretera de Alejandría.

Jean-Baptiste fingió sentirse extrañado.

– ¿La conocía? -preguntó el pachá.

– De haberla visto en el consulado. Era una joven muy bella.

Jean-Baptiste no podía evitar recordarla con emoción.

– Me lo han dicho -continuó el pachá-. Es muy lamentable, eso es todo cuanto he podido decirle. Habrán sido salteadores. La carretera está infestada. Otra mujer, que también iba en la carroza y a la que probablemente no se la llevaron porque no era tan joven, ha hecho una descripción de los asaltantes, aunque por desgracia es de poca ayuda. Dice que eran dos buenos mozos con turbantes y bigote negro que juraban por Alá. Al parecer montaron a la muchacha en la grupa y se dirigieron hacia el noroeste. Sin duda la llevarán en barco a Chipre, y desde allí irá a lucir su belleza en algún lupanar de los Balcanes o de cualquier otro sitio.

89
{"b":"90790","o":1}