– De hecho -continuó el consejero- tengo novedades con respecto a su asunto. El Rey de España abandonará Versalles mañana. Nuestro soberano habrá terminado entonces su tarea de preceptor, así que podrá reemprender sus audiencias, y la suya ya no debería demorarse mucho.
Los presentes, diseminados por todos los rincones de los salones, empezaron a reunirse alrededor de las mesas donde se jugaba al faraón o a las tablas reales. Jean-Baptiste y Sangray aprovecharon aquel pequeño tumulto para marcharse, después de haber saludado con discreción a la duquesa. Volvieron en calesa. Françoise había encendido unos buenos fuegos en las habitaciones. Jean-Baptiste se durmió con la muñeca derecha contra su rostro, la misma muñeca que la duquesa había apretado con familiaridad y que continuaba exhalando su perfume almizclado. Al día siguiente, el señor Raoul fue a llevar un mensaje a Jean-Baptiste. Se trataba de una carta del padre Plantain, que seguía enviando su correo a Le Beau Noir, pues el médico no había considerado prudente decirle al jesuíta que vivía en la residencia del consejero. La misiva decía:
Esté preparado. Saldremos para Versalles pasado mañana. El Rey nos recibirá en audiencia el miércoles a las cuatro de la tarde.
Padre G. Plantain SJ.
Después de almorzar, Jean-Baptiste fue hasta el colegio Luis el Grande para concretar los detalles de la audiencia.
A su regreso dio un rodeo a pie por el Louvre, donde se rumoreaba que la caballería del rey Felipe V hacía un primer ensayo del glorioso cortejo que al día siguiente se pondría en marcha. En el quai se cruzó con el primer y segundo caballerizo del Rey, tocados con magníficos sombreros de plumas y trajeados. Tras ellos iban veinticuatro pajes ataviados con jubón y calzas de satén con ribetes de plata y festones de encaje, que montaban en corceles engalanados con jaeces. Doce caballos españoles llevados de la brida exhibían crines adornadas con cintas, bocados, copas y estribos dorados, y gualdrapas de terciopelo rojo con bordados en oro y plata. Después, Jean-Baptiste apenas pudo ver mucho más pues una tropa de mosqueteros vestidos de gris empezó a alejar a los curiosos de los alrededores de palacio.
Al llegar a casa encontró al consejero en el salón, sentado junto al fuego, así que también él se acercó para tender las manos y entrar en calor. Eran las tres de la tarde y Franc,oise les sirvió la comida delante de la chimenea. Hablaron del cortejo real y luego de la audiencia.
– ¿Cómo piensa abordar la cuestión? -preguntó Sangray.
– Bueno, diré la verdad -respondió Jean-Baptiste.
– Oh, empieza usted mal. ¿Acaso ignora que para los reyes la verdad sólo es aquello que les complace oír?
– No sé lo que le complacerá oír al Rey, pero sí sé lo que algunos quieren decirle aunque sea falso.
– ¿De qué habla?
– De los jesuitas.
– ¿No son ellos quienes han conseguido para usted esta audiencia?
– Así es. Pero eso no significa que tengamos la misma opinión sobre lo que debemos decirle al Rey.
El consejero dejó el trozo de pava que se estaba comiendo con los dedos, bebió un trago de vino rutilante y miró extrañado a Jean-Baptiste.
– ¿Me está diciendo que piensa contradecir a los jesuitas ante el Rey? Amigo mío, me alegra comer con usted porque temo que ésta será la última vez. Pero ¿le importaría explicarme qué objetivo persigue exactamente?
– A decir verdad, tengo dos objetivos.
– Mal principio.
– Aunque en realidad se resumen en uno solo -añadió resueltamente-. La cuestión es la siguiente: primero quiero que el Rey vuelva a enviarme a Abisinia como su embajador de pleno derecho, y después que me asigne todos los privilegios del cargo, incluido el título de nobleza.-Tal como formula la idea, su proyecto es ambicioso pero no imposible.
– Ve usted…
– ¿Pero por qué tiene tanto empeño en regresar allí?
– No se trata de que me empeñe. Pero el favor del Rey me permitiría hacer honor, a la vez, a dos juramentos que he hecho.
– ¡Diablos! ¿Y a quién?
– El primero a una joven con quien no puedo igualarme porque es de buena cuna. Le di mi palabra de que nos casaríamos, pero sólo tendré alguna esperanza si el Rey me concede un título nobiliario.
– Comprendo. Esas cosas son propias de la edad. ¿Y el otro juramento?
– Al Emperador de Abisinia. Le juré que los jesuítas no regresarían y que, si solicitaba una embajada a Francia, yo estaría al mando.
– Así pues pretende que le envíen, y al mismo tiempo hacer saber al Rey que no quiere a los jesuítas… cuando son precisamente los jesuítas quienes le han traído aquí…
– No tenía elección. Sin ellos no habría podido abandonar El Cairo.
– Eso es precisamente lo que digo.
– Pero no conocen mis intenciones -dijo Jean-Baptistc.
– Me lo figuro. Eso significa que deberá contradecir su palabra en el último instante, en presencia del Rey. Pero ¿se da cuenta de lo que va a hacer? ¡Y para colmo se ríe!
– Me río porque pese a todo tengo plena confianza.
– La juventud le induce a ser temerario. Pero tenga cuidado. La corte es un nido de intrigas donde se burlan del coraje, porque no hay nada más fácil que hundir a los valientes. Basta con que coloquen a unos cuantos ocultos en las sombras y que luego le sorprendan por la espalda.
– No, señor consejero -dijo Jean-Baptiste con calma-, yo creo que no estoy loco. La confianza no es producto de la ceguera, y si tengo tal actitud es precisamente porque he abierto los ojos. ¿Quiere que le diga en qué momento? Pues cuando venía hasta aquí a caballo; cuando cruzaba este reino y hablaba con la gente en los campos y en las ciudades. Sabe qué me decía a mí mismo: «El hombre que reina sobre todo esto es un gran rey.»
– ¡Buen descubrimiento!
– No, espere. Es un gran rey porque aún recuerdo, cuando vivíaen este país, que los viejos hablaban de la Fronda, de guerras de religión, de grandes pestes y de grandes hambrunas. Pues bien, tras el reinado de su padre y de su abuelo, este rey ha acabado con todo eso. Ha amordazado a los poderosos y ha sometido a la nobleza. He tenido ocasión de ver en el campo los castillos que la corte ha abandonado y la humilde sumisión de quienes se han quedado. Y vea la iglesia: debido a la ayuda que el Rey le ha prestado para luchar contra los protestantes, se ha doblegado a su autoridad. Ha erigido una potencia militar, ha hecho retroceder a los enemigos del exterior y ha conquistado un poder sin parangón.
– Supongo que también sabrá con qué se ha pagado todo eso. Toda Europa se ha aliado contra nosotros, el pueblo vive oprimido por los impuestos. Los protestantes y los jansenistas viven acosados como animales porque no se permite tener opinión en política, a excepción de la del Rey. Treinta años en el Parlamento me dan cierta credibilidad.
– La cuestión no es ésa -dijo Jean-Baptiste, sacudiendo la mano para retomar el hilo de la conversación-. No estoy haciendo juicios sobre la Historia. Describo la obra de una personalidad que ha querido ser un gran rey y lo ha logrado. Y debo decir que el Rey de Abisinia también es así.
– Está comparando…
– Sí. Ambos poseen la misma voluntad, el mismo ímpetu para someter todo a su autoridad, el mismo poder sin igual. Yesu I ha culminado la misma obra. Si hay dos hombres que pueden entenderse, sin duda son estos dos.
– Y pretende hablarle así al Rey de Francia…
– Estoy seguro de que sabrá escucharme. Cuando los jesuitas le digan que los abisinios desean volver a acogerse a la fe de Roma, yo le diré: «Majestad, acepte la amistad de un gran rey de Oriente. Envíele una embajada, comercie, cómprele su oro, véndale los artículos de sus manufacturas, pero no quiera alterar el sistema de su nación intentando convertirla, porque usted mismo tampoco toleraría que se alterase la suya.»
– ¡Está usted loco, Jean-Baptiste! -exclamó Sangray, levantándose-. Le aprecio demasiado para dejarle caer en una trampa que usted mismo se habría tendido con sus propias manos.
Dio dos pasos por la sala, volvió hacia la chimenea y dijo:
– ¿Qué es Abisinia, Poncet?
– Un país.-No. No es nada. Es un rincón de África poblado de salvajes. Nada, ¿me oye bien? ¿Y qué es Francia? Todo.
– ¡Me dice eso usted, señor consejero! Usted, que ha escuchado mis relatos sobre Abisinia… Usted, que acerca a sus semejantes los usos y las costumbres, intenta decirme ahora que no hay que juzgarlos sin comprenderlos… Usted, que me ha sugerido escribir…
– Escribir sí, pero no hablar. Y menos aún hablar al Rey. Son muy pocos los que sienten y comprenden cuanto yo pienso. Por eso aboco mis pensamientos en ese gran río de las abstracciones escritas, donde tal vez haya otro hambriento como yo que abra mi botella y me oiga en alguna parte. Pero de momento, lo que hay es lo que todos piensan y todos piensan lo que piensa el Rey. Si ha buscado el poder, no ha sido con el ánimo de compararse con nadie. Y menos aún con hombres que según él viven en lugares donde la civilización no ha llegado nunca. Por mi amistad y la estima que usted me merece y que es la que se tiene por un hijo, debo advertirle, Poncet, que se ande con los ojos abiertos. Ante el Rey, cualquier comparación de su poder con la de un indígena -aunque sea un cristiano- será considerada como un insulto, y no sólo perderá de un plumazo la posibilidad de obtener cuanto usted desea, sino que incluso le podrían negar la autorización para salir libremente de este país.
Jean-Baptiste se estremeció ante una advertencia tan tajante y tan sincera.
– ¿Qué debo hacer entonces? -preguntó abatido.
– Escriba sus ideas. Yo le apoyo. Más tarde ya se verá cómo publicarlas y a qué mentes preparadas podremos dárselas a leer. Pero ante el Rey, no ponga obstáculo alguno a los jesuitas, por ahora. Exagere si gusta las dificultades del viaje y sus peligros, para que duden en emprenderlo, aunque vaya por delante que nada les detendrá. Pero si afirman que el Negus quiere convertirse, no los contradiga. Acate sus dictados. No puede esperar obtener un favor del Rey, a menos que se fije en usted. ¿Quiere convertirse en un noble? Es algo muy posible y puedo ayudarle a conseguirlo, pero primero debe complacerle. El Rey debe saber cuánto le admira. Dígale que ha propalado su grandeza por los confines de la tierra y que los reyes orientales, maravillados, le pidieron que le presentara sus más humildes respetos. Dígale que gracias a él progresa la fe, que llevó con usted a un jesuíta, desaparecido desgraciadamente durante el viaje, pero que confía en que le acompañen hasta allí muchos otros.-¿Que me acompañen otros? -exclamó Jean-Baptiste-. Pero si le prometí al Emperador que les impediría volver…