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– ¿Acaso los jesuitas no lo eran? -preguntó el maestro Juremi.

– Perdonen ustedes -dijo Demetrios levantando el dedo-, pero los jesuítas no fueron despellejados vivos, que yo sepa, sino que se les aplicó estrictamente la ley.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que fueron lapidados. En cuanto descendamos la cuesta lo verán por sí mismos. Los últimos jesuitas ejecutados aquí están debajo de los dos montones de piedras que hay en el centro de la plaza y que está prohibido tocar.

– Eso quiere decir que corremos el riesgo de ser lapidados -dijo Poncet, que para entonces ya hablaba abiertamente con aquel muchacho tan abierto.

– Vamos, vamos, no corren ningún riesgo -dijo Demetrios tomándoles a cada uno por el brazo para que avanzaran a su lado-. El Emperador les protege, y yo soy su servidor. Olvídense de ese asunto; pronto se darán cuenta de que este país también puede depararles muchos placeres.

11

Cenaron en una inmensa estancia prácticamente subterránea, a la que se accedía por una puerta baja. Les dio la bienvenida una mujer de edad madura, alta y ataviada con un largo vestido de algodón blanco que llevaba bordada una cruz multicolor. Sus rasgos eran bellos y majestuosos, una cualidad que al parecer era el atributo común de esta raza imperial. Guiados por la mujer, se acomodaron en un gabinete estrecho y separado del resto de la sala por unas cortinas de muselina. Al otro lado de estos visillos, unas sombras iban y venían. Los abisinios tenían la costumbre de no comer nunca en público por miedo a que los desconocidos les miraran e introdujeran malos espíritus en su cuerpo a través de los alimentos. A la hora de las comidas, esta especie de albergue se transformaba en hileras de celdillas con paredes de algodón donde los comensales se escondían unos de otros, agrupados en selectos corrillos. Una vez terminado el refrigerio, volvían a recogerse los velos, y la sala recobraba sus dimensiones naturales, con todos los asistentes sentados en taburetes o en alfombras, alrededor de mesas forradas con vistosas esterillas de esparto. Habían cenado una gran torta de tef, un cereal fermentado de gusto picante que crece en el altiplano, aderezada con varias salsas muy condimentadas. De unas vasijas de barro de cuello largo bebieron una especie de aguamiel untuoso, de aspecto anodino pero que turbaba agradablemente la conciencia. Conforme se iban retirando los velos y quedaban a la vista los comensales, Poncet y su acompañante empezaron a contemplar maravillados la hermosura que igualaba a los hombres y las mujeres de su alrededor. Los observaron con naturalidad, pero su mirada mostró predilección por las mujeres.

– Vayan con cuidado -les dijo Demetrios-. Las costumbres aquí son muy elementales. Este pueblo no considera que el adulterio sea un pecado; ahora bien, si hay algo verdaderamente valioso para ellos es su dignidad. Deben mostrarse muy respetuosos, y en cierto modo distantes con las mujeres. Procuren no observarlas, pero no crean que por ello serán ignorados. Sepan que todos los ojos los ven aunque no los miren. Si no quieren ponérmelo difícil, recuerden que aquí la mirada de un desconocido es el mayor peligro que puede haber. En el momento en que estén a solas con una de estas mujeres podrán obtener todo cuanto deseen de ella, aunque esté desposada o se trate de una princesa. Pero sigan mi consejo, antes no la miren.

La imagen del pellejo humano estaba aún tan viva en sus mentes que inmediatamente los dos extranjeros dejaron de pasear sus miradas a su alrededor, y se esforzaron por demostrar que Demetrios era su único interlocutor.

El joven se expresaba con soltura en italiano. Les dijo que era la única persona que hablaba esta lengua en toda la ciudad y que la había aprendido de su madre, una griega de madre siciliana. Al igual que otros comerciantes, su familia había llegado al país por el mar Rojo, y con el tiempo se resignó a quedarse. De los cinco hijos que había tenido su madre, dos eran de un abisinio, Demetrios y otro mestizo.

– Durante mucho tiempo fui el niño más hermoso de la ciudad -dijo mirándoles desde el fondo de sus ojos-. Luego se produjo una epidemia y mucha gente murió. Yo me salvé, y el resto me da igual. Tras la muerte de mis padres, el Rey me tomó a su servicio y me ha prodigado sus bondades hasta hoy. ¿Saben -añadió mirándoles con una expresión ingenua- que es un rey muy humano?

– Creo -dijo Jean-Baptiste- que hemos visto algunas pruebas muy convincentes…

– ¡Cómo! -replicó el joven-. ¿Todavía están dándole vueltas a esos incidentes? Eso no está bien; no se debe juzgar a los soberanos por unas menudencias así. Yo estoy seguro de que es un rey bueno, tal vez el mejor que hemos tenido en muchos años de nuestra historia. Le daré un ejemplo: siguiendo con la tradición, en el momento en que un Negus subía al trono, todos sus hermanos y hermanas que un día podían llegar a reinar eran confinados en una de las muchas cumbres inaccesibles de este país. Se pasaban toda la vida encerrados en una de esas prisiones y si se escapaban eran capturados y mutilados, pues según el dicho, un ser que no es completo no puede ser rey. Pues bien, cuando Yesu fue aclamado formó un cortejo y acudió al pie de Amba Wachiné, el lugar donde los príncipes se hallaban cautivos. Dio la orden de que fueran liberados y los esperó. ¡No pueden imaginarse la escena! Un tropel de miserables descendió la montaña. Había ancianos flacos como Job, vestidos con harapos y llenos de piojos. Eran los príncipes herederos de la tercera generación anterior a Yesu. También había niños; a uno le habían cortado la oreja porque una esclava se apiadó de él y lo escondió bajo su túnica para que pudiera escapar. No hay mayor acto de piedad que ése, sobre todo porque no eran traidores, ni renegados, sino príncipes. Yesu comprendió que esta costumbre era injusta, además de peligrosa. Era lógico que los cautivos más valerosos albergasen odio en su corazón contra el soberano y que no hubiesen dudado en derrocarle por todos los medios posibles. Si algún bando enemigo hubiera conseguido tomar la prisión, inmediatamente habría contado con un buen número de candidatos legítimos dispuestos a todo para vengarse. De hecho, no es la primera vez que ha ocurrido algo así. Pues bien, Yesu liberó sin vacilar a todos los prisioneros y ordenó que los vistieran y alimentaran. Y durante dos días, todo fueron lágrimas de alegría y gratitud.

El aguamiel tenía la propiedad de infundir locuacidad a los hablantes y paz de espíritu para escuchar. Los dos viajeros oían a Demetrios y se divertían con sus muecas, sentados cómodamente en una mullida alfombra y acunados por la melodía del krar que tocaba un anciano.

– ¿Y esos príncipes no se han olvidado ya de sus lágrimas? -preguntó Poncet-. ¿La ambición y los celos se han desvanecido de verdad?

– ¡Así es, en efecto! Nuestro Rey sólo ha recibido muestras de admiración por parte de su familia. Únicamente se ha rebelado uno de sus primos.

– El que ha sido despellejado vivo -replicó el maestro Juremi.

– ¿Así que está enterado de su historia? -dijo Demetrios, un poco sorprendido.

– Sólo del final.

El joven soltó una sonora carcajada.

– No sólo la familia -continuó, poniéndose serio-. También los balabat, o sea los nobles y los príncipes, además de los gobernadores, las tribus, todo el mundo en este gran país amenaza constantemente al Rey. Por no hablar de los gallas. Quienes menos problemas nos causan son los países musulmanes vecinos; nos cercan, pero de momento nos dejan tranquilos. No, realmente nuestro Rey nunca está en paz. Ésa es la tarea de todos los reyes. Pero siempre ha demostrado tanta valentía que se ha convertido en el soberano más glorioso que hemos tenido en mucho tiempo. Se ha ganado el aprecio de los príncipes y el respeto de los musulmanes, ha sabido sosegar a las tribus, y ha repelido los ataques de los gallas. Su obra es inmensa.

– No quisiera faltarle al respeto -dijo Poncet, ligeramente mareado-, pero no me imagino cómo la estatua viviente que hemos visto hace un rato ha podido culminar todo eso. ¿Acaso no estará sometido a la influencia de su lugarteniente general y de todos sus sacerdotes?

– ¿El Emperador? -preguntó Demetrios-. No me haga reír. Le temen y le odian porque les ha despojado de su poder. Es más, el alto clero nunca ha estado tan controlado como ahora. No es que el Rey esté muy versado en la doctrina religiosa, pero honra su autoridad y sabe además que sus atribuciones se amparan en la unidad de su Iglesia. Ha sofocado las rivalidades entre los religiosos y entre los balabat hasta el punto que ahora los tiene a sus pies. Y si aparece como una estatua viviente en las audiencias es para obligar aún más a sacerdotes, príncipes y nobles a mantenerse de pie ante su figura hasta caer de fatiga, como han podido ver.

– ¿Pero no hay entre ellos alguno que tenga más influencia y que pueda, por ejemplo, hacerle llegar mensajes directamente? -preguntó Jean-Baptiste, pensando como siempre en la misión que le había confiado el cónsul.

– De todas las personas que ha visto, me temo que nadie. No obstante, hay otras vías.

– ¿Usted, por ejemplo? -indagó Jean-Baptiste, mirando a Demetrios.

– El mero hecho de que albergue tal pensamiento me honra.

Se internaron en la oscuridad de la noche, sin saber a ciencia cierta adonde les llevaban sus pasos. Por suerte, Demetrios los dejó en la puerta. Antes de acostarse, Jean-Baptiste revolvió en el cofre de los remedios, y sacó un cuaderno que le servía para anotar las recetas y las proporciones de las mezclas. Finalmente se metió una mina de grafito en uno de los bolsillos y el cuaderno en el otro.

– Mañana empezaré a tomar notas -dijo estirándose, aún vestido.

– ¿Para qué? -preguntó el maestro Juremi, a quien se le desencajaban las mandíbulas con sus bostezos.

– Primero porque es interesante. Y en segundo lugar porque así encontraremos la forma de salir de este país.Todavía era noche cerrada cuando Jean-Baptiste oyó una llave en la cerradura e instintivamente buscó a tientas la espada que había escondido debajo de la cama. La puerta se abrió con suavidad, y una silueta se recortó a la luz del resplandor de una palmatoria de arcilla donde ardía una candela.

Jean-Baptiste esperaba, dispuesto a entrar en acción, cuando de súbito vio brillar una hoja y luego la gran sombra del maestro Juremi, que se había incorporado sin hacer el menor ruido. El protestante había acometido ya al intruso y le apuntaba con la espada al corazón. El desconocido levantó las manos en el aire, y con ellas la vela que alumbró el rostro. Por fortuna era Demetrios.

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