– Sí… no… no sé -dijo Alix turbada.
– Por supuesto, esto es un poco cruel -dijo Françoise-. Habría podido dirigirme a usted hace mucho tiempo. ¿Cree que me complacía ver cómo daba vueltas por aquí sola, a dos pasos de mí?
Un mechón espeso de cabello se desprendió de su moño de azabache, le cayó sobre la sien, y Françoise lo volvió a colocar en su sitio. Alix observó sus manos enrojecidas por el trabajo y sus uñas rotas y cortas; sin embargo eran las manos de una mujer, se veía en la calidad de su piel que tornaba invisible el relieve de las venas para darle la gracia de un objeto liso.
– Pero compréndame -prosiguió Françoise-. Tenía órdenes. Y más órdenes. Evidentemente, siempre se puede desobedecer. Pero sobre todo es que había hecho una promesa.
– ¿Una promesa? Pero ¿qué ha prometido y a quién? -preguntó Alix.
– A Juremi. Me hizo jurar que esperaría a que usted se hubiera instalado, que vigilaría si el cura duerme bien cada día… Por cierto, ¿cómo va el brebaje que le prepararon? ¿Queda suficiente?
– La mitad de la garrafa.
– Recuérdeme que agregue más cuando se acabe.
– ¿Tiene usted más? -preguntó Alix, que ya había empezado a preocuparse ante la perspectiva de que se agotara el reconstituyente.
– Tanto como desee. ¡Es el aguardiente que nos vende su señor padre a veinte piastras!
Françoise se echó a reír, con la boca abierta. Tenía una dentadura perfecta, los dientes con un esmalte como de perlas. Luego continuó hablando en un tono más seno.
– Le he prometido todo esto a Juremi. Y ahora sólo me resta darle la carta.
– ¡La carta! -exclamó Alix.
La joven no entendía nada: Juremi, una carta… De repente todo aquello empezaba a asustarla.
Françoise hizo un gesto para que guardara silencio y aguzó el oído para comprobar que el cura no se había despertado. Al ver que no pasaba nada y que la muchacha estaba en ascuas, metió la mano en su vestido y sacó un sobre.
– Esto es lo que tenía que darle. Ha esperado quince días, y ahora dos minutos le parecen demasiado. Tenga.
Alix cogió el sobre y leyó: «Para la señorita De Maillet.» Era la misma letra de la nota que leía y releía desde el primer día, la letra de Jean-Baptiste.
La gran caravana se reagrupó lentamente al cabo de tres días. Un intenso calor abrasaba las regiones que iban a atravesar, situadas cada vez más al sur. La luna iluminaba el desierto conforme ascendía en el cielo, así que decidieron continuar la marcha durante la noche. Partirían siempre por la tarde, a la caída del sol. Los pozos empezarían a escasear paulatinamente, y más aún las provisiones. Tuvieron que abastecerse de alimentos para ocho días, y en el último momento foseph se vio obligado a llevar un bulto a la espalda, porque las monturas iban cargadas a más no poder.
Con su semblante impenetrable habitual, Hadji Ali iba y venía, comprobaba la carga de la caravana, daba órdenes a gritos y hacía restallar el látigo. Pasó por delante de Poncet varias veces sin hacer ninguna alusión a los efectos de su tratamiento, y el médico se abstuvo de preguntarle nada antes de que hubieran transcurrido los tres días.
Emprendieron la marcha y avanzaron lentamente en la placidez de la noche. La luna lanzaba una luz blanca como la harina, que moldeaba el relieve de las cosas y esculpía las sombras. El suave balanceo de los camellos, el silencio quedo de los hombres y el ruido amortiguado de cientos de pasos sobre la arena sumía a todo el mundo en un sosiego y un sopor casi implacable. Había que hacer verdaderos esfuerzos para no dormirse.
Al despuntar el alba, cuando el cielo empezaba a teñirse a su izquierda de un resplandor cárdeno, llegaron al primer hontanar de agua y montaron el campamento. No era ni mucho menos un oasis, sólo había unos árboles y un pozo saturado de alumbre. El agua tenía un color repugnante y un gusto espantoso. Los hombres se refrescaron el rostro y se humedecieron el pelo, pero se abstuvieron de beber; era preferible aguantarse la sed, y esperar a morir de otra cosa.
Aquella noche se cumplía el tercer día del tratamiento. Cuando hubieron acampado, Hadji Ali se dirigió hacia Poncet, pasó por delante de él con cara de pocos amigos y fue a reunirse con los camelleros que se hallaban congregados alrededor del pozo, a pocos metros de allí, para asearse antes de hacer sus plegarias. Hadji Ali, con lentitud, hizo lo propio. Se quitó toda la ropa menos los amplios bombachos de tela y se descalzó. Se lavó con agua, escupió y, tras recoger la túnica y el turbante con una mano y las botas con la otra, se acercó a Poncet. Éste observó que en toda la superficie de la piel sólo le quedaba una excrecencia imperceptible que pronto iba a desaparecer. Había erradicado el mal. Hadji Ali saludó respetuosamente a Jean-Baptiste, volvió a enfundarse en su túnica y continuó su camino, hacia un lugar retirado donde desenrolló su esterilla para rezar.
Joseph, que había presenciado la escena, se santiguó con disimulo y dijo:
– ¡Dios mío, es un milagro!
Jean-Baptiste se sintió un poco ofendido, pues interpretó su observación como una forma de menospreciar sus méritos.
– ¿Sabe usted lo que ha escrito el cabalista? -inquirió-. Pues que quien cree en milagros es un imbécil.
El padre De Brévedent bajó la vista.
– Y quien no cree un ateo. Medite sobre ello esta noche, cuando nos pongamos en camino.
Los días y las noches siguientes fueron idénticos a los anteriores. La caravana del desierto había retomado su ritmo para surcar la senda de la más absoluta soledad. En varias ocasiones durmieron en medio de aquella inmensidad, sin más sombra que las pieles extendidas a modo de tiendas; el interior parecía una sauna. Al contrario que los primeros días, los ratos de descanso eran aún más penosos que la marcha, que ahora se hacía con el ambiente fresco de la oscuridad. Llegaron a otro pozo, esta vez con agua dulce donde llenar los odres.
Después de comprobar por sí mismo las aptitudes del médico, Hadji Ali se mostró más respetuoso con Jean-Baptiste. Aunque no era un hombre locuaz, por lo menos aceptaba responder a sus preguntas y a veces, por propia iniciativa, le informaba de cosas que le parecían útiles. Aquel día, antes de salir, Hadji Ali fue en busca de Poncet y le dijo:-Hasta el oasis de El Vah viajaba otro franco en la caravana, ¿lo sabía?
– Me lo habían dicho, pero no lo hemos visto. ¿Quién es?
– Lo ignoro. Va delante de nosotros, a dos días.
– ¿Quién lo acompaña?
– Va en un camello y lleva otro detrás con la carga. Pero el hombre está solo.
En cuanto el camellero se hubo ido, Joseph se le acercó para pedirle encarecidamente noticias. Pero Jean-Baptiste le dijo que todo iba bien, en parte porque se compadecía del jesuíta, y en parte para no agudizar más aún su exasperante consternación.
Se sucedieron aún unas cuantas jornadas de aplastante reposo y otras tantas noches de marcha bajo la luz blanquecina y cegadora de la luna llena. Por fin empezaron a ascender hasta llegar a una meseta desértica, que tardaron una jornada entera en atravesar. Al amanecer descubrieron a sus pies el inmenso valle del Nilo, nimbado por la bruma que los campos habían exhalado durante la noche. Una gran ciudad señoreaba el recodo del río. De la mole plana de casas de adobe emergían el verdor rectangular de los jardines y los minaretes macizos como torreones, muy diferentes de las agujas otomanas del Bajo Egipto. Habían llegado a Dongola, la primera ciudad del reino de Senaar. La caravana se detuvo al pie de sus murallas. Hadji Ah y Poncet, seguido de su criado, que iba tres pasos por detrás, entraron en la ciudad hacia el mediodía y fueron a presentar sus cartas de recomendación y sus presentes al príncipe que gobernaba la ciudad en nombre el Rey de Senaar.
Era un hombrecillo enclenque que parecía abismado en una especie de trono cubierto con telas de colores intensos. Recibió a los viajeros con muchos miramientos y pidió a Poncet que se dignara curar a su hija menor, una niña de once años que se estaba quedando ciega. Mandaron llamar a la pequeña princesa, que sólo podía caminar del brazo de una sirvienta porque tenía los párpados pegados con unos humores amarillentos. El gobernador explicó que algunas noches había que atarle las manos a la espalda, pues en cuanto se tocaba sus párpados, se intensificaba la inflamación. Jean Baptiste le pidió a Joseph que le acercara el cofre de los remedios. Sacó un polvo rojo y recomendó que lo disolvieran en un agua muy pura. Luego prescribió que le lavaran los ojos con esta solución tres veces al día, y que por la noche le aplicaran en los párpados un aposito de algodón empapado con la misma sustancia.
Al día siguiente la niña tenía los ojos secos. Tres días después ya los podía abrir con normalidad, y poco después recuperó la vista sin que quedaran secuelas. El gobernador, loco de contento, le preguntó a Poncet en qué podía complacerle, pero el médico respondió que sólo deseaba su protección. Durante la semana que se prolongó su estancia en Dongola, recibieron un trato honorífico y durmieron en el palacio; les sirvieron jarrete de antílope y filete de oso hormiguero, aunque se perdieron la mejilla de hipopótamo, con gran pesar del gobernador, pues no era la estación. Entre los grandes señores y sus familias había muchos enfermos, por lo que estaba bastante ocupado. El gobernador puso a su disposición un caballo y un asno para su servidor, de modo que también tuvieron la oportunidad de pasear por los alrededores de la ciudad y admirar el valle extraordinariamente fértil. En aquel lugar, el ribazo del río se elevaba dos o tres metros sobre el nivel de las aguas. La tierra no se regaba naturalmente, por crecidas, como en Egipto; gracias a un inmenso y constante trabajo, aquellos hombres habían creado ingeniosos mecanismos provistos de norias, troncos huecos y pequeñas esclusas que facilitaban el riego de los cultivos. De regreso, Poncet felicitó al gobernador por la laboriosidad de su pueblo, y le manifestó también su admiración. El hombrecillo le respondió con entusiasmo:
– Esta ciudad es la suya, si así lo desea. Quédese a mi lado como médico y a partir de mañana dispondrá de veinte fanegas en el valle y treinta familias para cultivarlas. Tendrá una casa en la ciudad y una cuadra con camellos y caballos árabes. Le aseguro que será usted feliz aquí.
Por una vez, Hadji Ali fue útil. Le recordó con cortesía al gobernador que el viajero tranco debía acudir junto al Negus y que su ofrecimiento, por muy generoso que fuera, sólo podría llevarse a efecto cuando estuvieran de vuelta. Todos los pueblos del Nilo consideraban a los abisinios como los «señores de las aguas», porque eran los dueños del nacimiento del río y podían desviar o desecar su curso a su antojo. Nadie se habría arriesgado a provocar al rey del país de las aguas, de modo que el gobernador se resignó.