Sin embargo, no olvidaba el objetivo de su viaje y le desesperaba tener que permanecer allí. La gran caravana seguía sin llegar, y esto podía acarrear pésimas consecuencias.
Alix de Maillet se extrañó mucho de que le encomendaran una misión tan de improviso. Cuando su padre le expuso el asunto, le costó asimilarlo, pero enseguida se mostró llena de alegría. Se pasó la mañana canturreando en su habitación al son de un organillo. ¡Una misión! Era la primera vez en su vida que a alguien se le ocurría confiarle una responsabilidad. Todos sus deseos se habían colmado; por fin iba a poder salir de aquella casa que se había convertido en su prisión. Y por si eso fuera poco, tendría un lugar deshabitado para ella sola. La descripción que le hizo su padre, aquel dédalo de plantas y objetos despertó su curiosidad. No obstante, a esta curiosidad se sumaba cierto temor: ¿sería capaz de llevar a cabo su misión? ¿Se encontraría con objetos, y sobre todo con seres vivos -aunque fueran vegetales- hostiles e incomprensibles hasta el punto de no responder a sus cuidados y morir? El riesgo era lo suficientemente grande como para sentirse angustiada, pero en el fondo tenía confianza. Además, no estaría en un lugar completamente desconocido. Se trataba de la residencia de Jean-Baptiste Poncet. Iba a internarse en el lugar donde él había vivido y, pese a la decepción que le había causado su partida y su silencio, esperaba que aquella casa fuera el reflejo de los sentimientos que le había inspirado su dueño.
El padre Gaboriau, incorporado de mala gana a aquel quehacer, fue a buscar a Alix un día después de que la caravana se hubiera marchado, pues no había necesidad de que las plantas estuvieran mucho tiempo sin cuidados. El cónsul puso a su servicio un cabriolé, y a las ocho emprendieron su camino para un viaje de dos minutos. Desde aquella mañana, el señor De Maillet empezó a decir a todos los visitantes que su hija iba con el cura a cuidar las plantas de los antiguos droguistas. Consideraba que si la cosa era pública, también era natural. Así pues, el jesuíta mandó estacionar la calesa ante la casa de Poncet sin disimular que tenía la llave y entraron en la estancia que había sido el antro del maestro Juremi. Antes de partir, el protestante había puesto un poco de orden, es decir, había hecho desaparecer su lecho y había colocado la vajilla en su sitio. En la mesa, situada en medio de la habitación, había una carta a la atención del padre Gaboriau. Éste mandó a la joven que la leyera, arguyendo que aquella luz era insuficiente para sus ojos cansados. La carta decía que el jesuita, por su edad avanzada, podía dispensarse de subir al piso superior y que había para él un diván, que avistaron inmediatamente en un rincón, en la planta baja. Asimismo los boticarios habían tenido la delicadeza de elaborar un reconstituyente para aliviar los males que, según sabían, padecía el cura. En la misiva agregaban que bastaría con tomar diariamente un vaso de la gran garrafa de cristal provista de un grifo en su base. También especificaban que todas las indicaciones para cuidar las plantas estaban recogidas en dos grandes cuadernos que la señorita encontraría en el piso de arriba.
El padre probó el medicamento con una mueca de satisfacción.
– ¿Es amargo? -preguntó Alix.
– Niña mía, es un remedio, y hay que tomarlo como es.
Si el brebaje no hubiera sido una receta de los boticarios, el padre Gaboriau habría jurado que se trataba de aguardiente. Cuando terminó de beber su vaso, se echó en el diván y aconsejó a su pupila que fuera a hacer sus quehaceres al primer piso.
En cuanto estuvo arriba pudo ver -como su padre unos días atrás, aunque evidentemente con unos ojos completamente distintos- la extraordinaria exuberancia de aquella casa-invernáculo. Las plantas habían exhalado su aliento húmedo durante la noche. El aire confinado allí era tibio y húmedo con olor a tronco talado y a flores silvestres, y unos cuantos pajarillos piaban posados en el caballete de la techumbre.
La joven avanzó lentamente por el estrecho sendero que discurría entre los tiestos. Rozó las ramas con la punta de los dedos, llegó hasta la mesa y se sentó en un taburete. Realmente era un lugar extraordinario, a imagen de quien lo había creado, y su presencia aún parecía notarse. Se dejó llevar por una dulce ensoñación hasta que los dos grandes cuadernos dispuestos encima de la mesa le recordaron sus obligaciones. Abrió el primer tomo. Era un austero tratado en latín sobre el cuidado de las plantas, impreso en Holanda veinte años atrás. Se sintió angustiada. Necesitaría tanto tiempo para leer y traducirlo todo que para entonces las pobres plantas estarían todas muertas. Sin embargo, en cuanto empezó a hojear las primeras páginas, descubrió una nota que sobresalía ligeramente y donde alguien había escrito con pluma: «Ponga una cubeta de agua al día a las grandes, un vaso a las pequeñas y medio a la semana a las suculentas. Abra las ventanas cuando llegue y ciérrelas cuando se vaya. Por lo demás, haga lo que le dicte su corazón. Y sobre todo, hábleles como si me hablara a mí… Jean-Baptiste.»
Alix se echó a reír, pero enseguida se llevó la mano a la boca, inquieta ante la posibilidad de llamar la atención del cura. No obstante, desde abajo sólo llegaba la respiración regular de una persona dormida. Dobló la nota, la disimuló entre dos libros, en un estante, y se dispuso de buen humor a llevar a cabo el programa tan simple y agradable que le había propuesto.
Dos días después de que la caravana se hubiera marchado, el señor De Maillet recibió en el consulado la visita de un hombre singular que se presentó como el hermano Pasquale.
Tan pronto como fue introducido en su gabinete, el cónsul empezó a ponerse nervioso. Era un capuchino, vestido con el hábito de la orden, sujeto con el cordón de nudos, y la gran capucha puntiaguda caída sobre la espalda. Su amplia vestimenta impedía distinguir su silueta, pero sus hombros anchos, su considerable estatura y las manos callosas, le daban al hombre un aire de leñador convertido en religioso. Una gran cabeza cuadrada, enmarcada en una barba negra rizada y unos ojillos inmóviles y brillantes terminaban de conferirle un aspecto estremccedor. Tenía un fuerte acento italiano, pronunciaba con fuerza las erres y recortaba las palabras con la rudeza de un carnicero que despoja de grasa una pieza de buey…
– Sono el supenore de nostra comunidad -dijo después de saludar al cónsul.
«Si este patán es el superior -pensó el señor De Maillet horrorizado-, cómo serán los otros…»
El monje fue al grano y le expuso que deseaba encontrar al hombre a quien el señor De Maillet había encomendado una embajada en la corte del Negus de Etiopía.
El cónsul hizo un gesto de extrañeza, fingiendo no entender nada. Ante esta reacción, el capuchino sacó un papel de su hábito y leyó el primer párrafo de la casta secreta que el cónsul había confiado a Poncet, precintada con los sellos oficiales del reino de Francia. El señor Macé, que también asistía a la entrevista, observó que el señor De Maillet se había quedado blanco como el papel y que parecía a punto de desplomarse. Luego se repuso y cobró fuerzas para preguntarle al monje cómo había caído en sus manos aquel documento.
– Ma, si nos lo ha enviado propiamente il signore cónsul -dijo el capuchino con una amplia sonrisa, que exhibía una dentadura espantosamente mellada.
– ¡Yo no le he enviado nada que se le parezca!
– II suo secretario, este que vedo aquí, creo, fue a verificare la traduzione con uno de nuestros hermanos, ¿no es así? Con el fratello François, ¿no lo conoce?
El cónsul se volvió hacia el señor Macé y lo fulminó con la mirada. Si hubiera podido pulverizarlo allí mismo, lo habría hecho sin vacilar. Había cometido una torpeza tan estúpida y tan imperdonable que se preguntaba si encontraría un castigo acorde para redimirla. El cónsul había encargado al señor Macé que revisara la traducción de su carta con un anciano monje maronita llamado Francois, que vivía en la ciudad, detrás de los mataderos para ser más exactos, y que era muy respetado por ser un erudito en el conocimiento de las lenguas. Pero he aquí que aquel inepto se había confundido de monje y en lugar de consultar con el inofensivo siriaco, se había dirigido a un capuchino…
El señor Macé acababa de descubrir, de la peor manera posible, la clave de un enigma diplomático que en un principio no había atinado a comprender. El hecho de que el cónsul mostrara la carta para el Negus precisamente a los capuchinos, que con tanto esfuerzo había apartado del viaje, le había parecido al infante de lenguas, que en el fondo no era más que un principiante, una artimaña sutil y muy propia que justificaba la reputación de maquiavélicos que se habían granjeado los cancilleres de Oriente. Pero ahora se revelaba la cruda verdad…
No obstante, el señor De Maillet recobró la serenidad. Ya habría tiempo de arreglar cuentas. Lo que ahora importaba era saber qué quena aquel monje patán con semejante baza en su poder.
Después de hacer memoria, el cónsul recordó con satisfacción que, en la carta del Rey al Negus, no se mencionaba a los jesuítas en ninguna parte.
– Esta embajada es una muy buona idea -continuó el hermano Pasquale-. Y he venido per proponer nostra ayuda. Tenemos algunos fratelli en la Alta Egipta y Nubia. Podemos ser muy útiles.
El monje empezó a explicarle entonces al señor De Maillet que asu orden le interesaba muy especialmente todo aquello que estuviera relacionado con Etiopía, pues el Papa en persona había encomendado a los capuchinos la santa misión de convertir el país. Por otra parte, hacía menos de quince días que el Santo Padre había nombrado oficialmente al superior de la orden de san Francisco legado pontificio a latere para Absinia. El cónsul reconoció en aquello la proverbial ambigüedad de Inocencio XII, pues a la misma hora en que bendecía la misión de los jesuítas, auspiciada por el Rey de Francia, el intrigante Papa nombraba legado para Etiopía al superior de sus directos adversarios. Es decir que lanzaba hacia el mismo objetivo a dos congregaciones que no se caracterizaban precisamente por su mutua indulgencia. ¡Y que gane el mejor!
Pero no era momento de titubeos. El cónsul se olió el peligro y reaccionó con extrema celeridad. En esos instantes se admiraba de sí mismo. ¡Ah, si Pontchartrain le hubiera visto en ese momento con el semblante distendido, fingiendo sorpresa y decepción!
– ¡Santo Dios, queridísimo hermano, qué enojoso despiste! En efecto, me he tomado la molestia de comunicarle nuestras intenciones a través de mi secretario. Pero dado que el hermano François no nos ha hecho comentario alguno, hemos pensado que sólo tomaría nota de esta embajada. Compréndanos, nada nos hacía suponer que deseaba unirse también. Hoy hace tres días que se marcharon, y no tenemos medio alguno para alcanzarlos.