– Oiga, Poncet, mi pregunta es muy simple. No se la formulo con segundas intenciones, ni tampoco voy a imponerle ninguna sanción, todo lo contrario. Se la voy a hacer de nuevo, y espero que me responda con claridad: ¿ejerce usted la medicina?
– Sí.
– En ese caso, ¿sería usted capaz de curar, digamos, por ejemplo, esas enfermedades de la piel que padecen los indígenas, esa suerte de lepra, de liquen?
– Nada más fácil. Aunque no hay ninguna receta milagrosa y cada caso exige un tratamiento particular.
– Eso es lo que quería saber -le interrumpió el cónsul-, no entremos en detalles. Ahora pasemos a otra cosa. He venido a proponerle solemnemente una misión de extraordinaria importancia.
– Este alambre, este alambre. ¡Juremi! -gritó el hombre desde la escalera.
– ¿Me oye? -preguntó el cónsul.
– Sí, sí, continúe.
– ¿Aceptaría usted ser el mensajero del Rey de Francia?
– ¿Qué ocurre? -inquirió el maestro Juremi, saliendo de su madriguera.
– Es este alambre de cobre. ¿Quieres traerme otra bobina? El que tengo se rompe cada dos por tres.
– Señor Poncet -dijo el cónsul, que a duras penas podía controlarse-, le estoy hablando de cosas verdaderamente importantes. ¿No puede concederme dos minutos y bajar de ese árbol?
– Casi he terminado. Sólo tengo que hacer unos cuantos nudos más. Si lo dejo ahora, no servirá de nada. Pero no se preocupe. Oigo todo lo que dice. Una misión para el Rey…
– Una misión que lo convertiría en uno de los artífices más gloriosos de la Cristiandad, y hasta del mismo Papa.
– Ya se lo he dicho -respondió Poncet con un tono que no sugería el menor entusiasmo-, haré todo lo que sea para complacerlo, señor cónsul, aunque los asuntos oficiales no me atraen demasiado.
– Veamos el asunto de otra manera: se trata de curar a un soberano.
– ¿A Luis XIV?
– No, no. -Se rió con sarcasmo el cónsul, que estaba a punto de perder la paciencia con tantas necedades-. El Rey de Francia lo enviaría a la corte de otro soberano, ¿comprende usted? ¿No es una circunstancia gloriosa tratar el cuerpo de un gran rey?
– Para nosotros, los médicos, se trata de un cuerpo, no de un rey.
El señor Macé miraba al cónsul y se daba cuenta de que tanto él como su superior estaban al límite del desaliento, y que todo aquello podía terminar en invectivas o en lágrimas en cualquier momento.
– Bueno, ya se lo he dicho, señor cónsul, estoy impresionado por su presencia aquí. Se trate o no de un rey, si usted me pide que cure a alguien, lo haré. Sólo espero que no sea demasiado lejos. Tengo mucho trabajo y me resultaría casi imposible ausentarme mucho tiempo.-En ese caso -exclamó el cónsul dejándose caer de nuevo en la silla-, me temo que todo esto va a ser inútil.
– ¿Por qué…?
– Este asunto del que le estoy hablando -dijo el cónsul con ironía- exige un largo desplazamiento. Estimo que necesitaría más de seis meses para acudir junto a su paciente.
– ¡Seis meses! Pero ¿de qué diantres se trata?
– De ir a curar al Negus de Abisinia en su residencia -respondió el cónsul.
Tras un largo silencio, los visitantes vieron temblar la escalera, y después unos pies que descendían los peldaños.
Un instante después, Jean-Baptiste estaba abajo. Se sacudió unas hojitas que se le habían prendido en la camisa y el cabello y se dirigió lentamente hacia los diplomáticos.
Era mucho más joven de lo que el señor De Maillet se había imaginado, probablemente porque la gente siempre prefiere que los médicos sean ancianos venerables.
Una vez hecha esta observación, al cónsul le faltó tiempo para examinar con detenimiento el físico del individuo que tenía delante. Se fijó particularmente en sus maneras y éstas le desagradaron. No se esforzaba en absoluto por hacer el menor gesto que demostrara un mínimo de cortesía, ni un indicio de respeto, y menos aún de sumisión. Era la naturalidad en persona, no había ningún ademán estudiado en su semblante. Enfrente de él, los dos visitantes con el rostro empolvado, sudando, tocados con peluca, se afanaban en presentar un aire autoritario, mientras que su interlocutor posaba sobre ellos, como sobre cualquier otro ser de este mundo, una mirada intensa, llena de curiosidad, de candor y de simpatía, que les pareció el colmo de la insolencia. Frente a tal personaje, el señor De Maillet decidió ser más cauteloso que al principio, y el señor Macé experimentó un odio inmenso.
El cónsul y su secretario aborrecían la libertad, cada uno a su manera; el primero la despreciaba porque no podía someterla, y el otro porque lamentaba no haber tenido la osadía de abandonarse a su influjo. Y muy a pesar de ellos, Jean-Baptiste era la viva imagen de la libertad. Tras un instante de silencio, éste dio un paso más y dijo con una sonrisa:
– ¡El Negus de Abisinia! Creo que tenemos que conversar sobre ello, señores.
La señora De Maillet esperaba a su marido en el rellano de la escalinata, mientras agitaba con aire inquieto un gran abanico de papel de China con rosas pintadas. La carroza regresó a las once, y en el preciso momento en que el cónsul descendía con su secretario, la señora De Maillet se abalanzó sobre su esposo.
– Querido -dijo-, te lo suplico. Tómate un poco de descanso, no paras un momento. Este clima te puede dar un disgusto. Tu corazón…
– No te preocupes por mí -replicó el cónsul-, preocúpate más bien por los asuntos de Estado que son difíciles de tratar. Dime dónde está ahora el padre Versau.
– Lleva más de una hora reunido en conciliábulo en sus aposentos con los dos padres jesuítas que han venido a visitarlo esta mañana.
El cónsul se dirigió hacia el primer piso y, con un ademán, le indicó al señor Macé que le acompañara.
La amplia sala donde se alojaba el jesuíta poseía, en la parte trasera, un minúsculo gabinete de trabajo con el techo bajo y las paredes revestidas de madera que el cura había convertido en su estancia favorita. El señor De Maillet llamó a la puerta y, tras ser autorizado, entró seguido del señor Macé y ambos se sentaron a la mesa, alrededor de la que se perfilaban las siluetas oscuras de los tres curas.
– Permítame que les presente al padre Gaboriau, que usted ya conocía, y al padre De Brévedent, que según creo no ha visto nunca -dijo el padre Versau.
Los diplomáticos saludaron a los dos clérigos. El padre Gaboriau, que llevaba más de quince años en la colonia, daba clase a los niños dela nación franca; era un hombre entrado en carnes, con la cara y las manos cuadradas y rojizas. Varias generaciones de pequeños alumnos habían intentando entender, fascinados, cómo la línea caótica de sus dientes superiores, rotos y orientados hacia las más diversas direcciones, podía ocluirse sobre una mandíbula inferior no menos accidentada. Sin embargo, cada vez que el cura dejaba de hablar acontecía de nuevo el milagro y su boca de saurio volvía a cerrarse como si tal cosa. La única consecuencia de esta anomalía dental era, al parecer, la clara predilección que el cura manifestaba por los líquidos. El cónsul, que monopolizaba casi por completo el comercio del vino, tenía la generosidad de suministrar a las congregaciones el preciado líquido a precio de coste. Había comprobado que la diferencia no suponía una pérdida demasiado cuantiosa, siempre que aquellos benditos hombres no abusaran. Valga decir que el padre Gabonau era el único que se excedía hasta el abuso. Por tal motivo, aunque la piedad del señor De Maillet no le permitía tratar al cura como a un borrachín, nada le impedía mirarlo casi como un ladrón.
El otro jesuíta era completamente distinto, alto, algo flaco y de piel cetrina; llevaba unas diminutas gafas de cobre que le resbalaban constantemente por la nariz roma. Como la protuberancia nasal destacaba tan poco del centro de su cara, la frente abombada, que se extendía hacia sus cabellos cortados al rape, y sobre todo la boca y el prominente mentón, parecían mucho más grandes de lo que en realidad eran. No obstante, este abultamiento parecía más de carne que de huesos, ya que sus grandes labios apenas se cerraban y la piel del cuello le empezaba a colgar. Al verlo así encorvado, con aquella frente, aquellos anteojos y aquellas manos huesudas acostumbradas a pasar páginas amarillentas, uno se percataba inmediatamente de que estaba delante de un hombre culto y estudioso.
– No, en efecto -dijo el cónsul, inclinándose-, no conocía al padre De Brévedent.
– Hace dos días que ha llegado, y ya sabe que los turcos nos ponen muchas dificultades. Oficialmente sólo puede haber un jesuíta en régimen permanente. Los otros son simples visitantes. Así pues, de cara a las autoridades, no se trata más que de un viajero ordinario.
De Brévedent esbozó una sonrisa tímida, mirando al cónsul con el rabillo del ojo y sin mover la cabeza.
– Entonces -continuó el padre Versau-, ¿ha encontrado ya a un posible mensajero?-Sí, padre -dijo el cónsul-, he dado con uno, y créame que no ha sido fácil. Francés, católico, médico, de complexión robusta, y aventurero por naturaleza.
– Sin duda debe ser un personaje muy poco común -dijo el jesuíta, solicitando con la mirada la aprobación de los presentes-. ¿Ha aceptado solemnemente?
– Bueno… Estará aquí después del almuerzo. Todavía no ha comunicado su decisión. Pero he pensado que es mejor no precipitarse y esperar a que usted mismo le exponga los detalles de la misión. Lo recibiremos todos juntos, si les parece. De esta manera su compromiso tendrá más peso.
Acto seguido, el señor De Maillet pasó a describir con todo lujo de detalles al sujeto en cuestión. Eligió cuidadosamente sus palabras para lograr un equilibrio entre los atributos del individuo y sus extravagancias. También consideró prudente alertar favorablemente al padre Versau respecto a la edad que aparentaba el visitante.
– Tiene un aire jovial, pero según las informaciones de la policía, no es tan joven como parece a primera vista. -El cónsul añadió riendo-: Debe de ser por el efecto de algún reconstituyente que ha elaborado con sus plantas y que se toma con carácter experimental.
– ¿Una panacea para conservar la juventud? -preguntó el padre Gaboriau, que había recurrido toda su vida a jugos vegetales con un éxito modesto.
– Supongo. ¿Qué otra cosa si no puede explicar que se conserve así?
Siguieron hablando un rato más sobre esa suerte de elixires hasta que apareció un sirviente enviado por la señora, para anunciarles que el almuerzo estaba servido.