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El monarca recibió a Mani en una estancia a la que se accedía por una puerta baja, réplica fiel de aquélla donde se vieron por primera vez a solas. Tenía una manta de lana sobre las rodillas. Sus cabellos largos y rizados y su barba eran de ese tono rojo anaranjado de la vejez camuflada. Sus primeras palabras exhalaron una solemnidad más conforme al lenguaje de los escribas que al del rey de reyes; quizá fuera ésa su manera de ocultar la emoción del reencuentro.

– Nuestra costumbre, desde los tiempos antiguos, exige que cada soberano mande hacer su retrato al más hábil de los pintores de su reino. Me dicen que ése eres tú, médico de Babel. ¿Tienes aún la mano firme?

– Mi mano sigue obedeciéndome.

– He ordenado que me traigan aquí el libro que reúne las imágenes de mis predecesores, a fin de que veas de qué manera tienes que hacerlo.

– Tengo mi propia manera de pintar.

– Creía haberte oído que tu mano obedecía.

– Mi cabeza dibuja y mi mano obedece. Cualquier pintor sabría imitar la manera de los antiguos, pero entonces no se distinguiría un soberano de otro más que por el tamaño de la barba o de la corona. Si el señor desea que le pinte tal como es para que se reconozcan para siempre los rasgos que son los suyos y el valor que se disimula bajo esos rasgos, le pintaré a mi manera.

– ¡Haz lo que quieras! ¿Tengo que posar o bien sigues teniendo mis rasgos en la memoria?

– Mi memoria ha guardado muchas imágenes, pero no son las que mis ojos ven.

– Quizá valdría más que me representaras según las imágenes del recuerdo, pero ésa no es la tradición de mis divinos antepasados. Posaré.

Y así, durante siete días y dos horas al día, Sapor posó con traje de gala. Inmóvil. Mudo. Mani tampoco dijo una palabra. Cuando terminó su obra se la mostró al soberano, que sonrió despechado.

– Por desgracia, es así como soy ahora.

En esta etapa del recorrido de Mani debe abrirse un paréntesis. Enigmático en si mismo, pero quizá la clave de un antiguo enigma.

Érase una vez una reina… ¿No es así como se cuentan las leyendas? Bella, rica, culta, sumamente ambiciosa y dotada de una brillante inteligencia, pero minada por un mal que ningún remedio conseguía curar. Un día se quejó a su hermana, quien le contó los relatos de los caravaneros sobre los prodigios de un médico del país de Babel. La reina expresó su deseo ardiente de conocerle y aquella misma noche, durante el sueño, vio su imagen y oyó su voz. Cuando se despertó, estaba curada… y convertida.

Ésta es la historia consignada en los escritos maniqueos. Mil milagros similares salpican el recorrido de los profetas y, a veces, se propagan los mismos relatos sobre diferentes personajes, como si los mitos pertenecieran a un fondo común de donde se sacaran de un siglo a otro, de un pueblo a otro y de una creencia a otra. Pero a veces se encuentra en ellos una pequeña parte de verdad, el reflejo embellecido de un acontecimiento real.

Hoy se sabe que la reina se llamaba Zenobia, que su reino era Palmira, que abrazó la fe de Mani y acometió la empresa de difundirla hacia Egipto e incluso más allá. ¿Se sabrá alguna vez qué encuentro la impulsó a ello? Sea como fuere, otros misterios se han disipado. Así, durante mucho tiempo el mundo se preguntó cuáles podrían ser las creencias de la gran dama del desierto, ya que acogía en su corte a los filósofos, a los judíos, a los nazarenos, y dejaba que se honraran en los templos de su capital a las divinidades de todas las naciones. Este soplo de tolerancia era el de Mani.

Palmira era en su siglo mucho más que una rica ciudad caravanera. Tenía la ambición de convertirse en la metrópoli universal y, por el espacio de una década, estuvo a punto de eclipsar a Roma y a Ctesifonte. Por lo tanto, en la persona de Zenobia, Mani había ganado para su causa a la rival común de los emperadores de Oriente y de Occidente. Reina libre de una ciudad libre, sucumbiría, al final de su vida, a la ley de los dos colosos.

Pero su nombre ha permanecido, más luminoso que el de los vencedores.

Algunas semanas separaron la caída de Zenobia de la desaparición de Sapor. Si Moni hubiera tenido que elegir alguna vez entre dos lealtades, el dilema habría estado resuelto.

Corría el año 272. El hijo de Babel tenía entonces cincuenta y seis años. ¿Se sentía cansado, débil, herido? Su entusiasmo estaba intacto.

Cinco

Cuando los heraldos fueron gritando por las calles de Ctesifonte que ningún habitante debía recurrir a la medicina en los días venideros, a fin de que el Cielo no estuviera solicitado para otras curaciones que no fuera la del rey de reyes y la Gracia no se dispersara, todo el mundo comprendió que Sapor se moría.

Al día siguiente se proclamó el luto. Solemne y reverente, pero sin lágrimas ni lamentaciones y sin tristeza aparente. Llorar una muerte, según el Avesta, es dudar de la Salvación, es la más vulgar expresión de la incredulidad. La gente piadosa se obligaba, incluso, a hacer alarde de su alegría, puesto que el soberano, como ser divino, tendría en el Más Allá más privilegios que en este mundo. El monarca yacía aún muy cerca del trono, en medio de un denso humo de enebro que, según dicen, es agradable al olfato de los muertos. Antes de que llegara la noche, sería conducido a la cúspide de una torre de ladrillo y abandonado a las aves de presa, ya que la tierra no debía mancillarse jamás con un cuerpo descompuesto. Cuando los huesos del difunto señor del Imperio estuvieran despojados y blanqueados, los magos los depositarían en la urna que hacía las veces de ataúd.

Antes incluso de que el soberano hubiera abandonado por última vez su palacio, tres hombres se reunieron en una habitación contigua al salón del Trono. Representaban a las tres castas que se ocupaban de los asuntos de Estado: los magos, los guerreros y los escribas. El soberano les había entregado en mano a cada uno de ellos una carta sellada en la que expresaba su voluntad con respecto a la transmisión del trono. Tres documentos que serían, por supuesto, idénticos y duplicados, con el único fin de evitar las falsificaciones.

El mensaje era un misterio hasta el último instante, ya que, si bien su formulación se conformaba siempre con ciertos convencionalismos de estilo, el contenido obedecía únicamente a los deseos del soberano, que podía limitarse a enumerar las cualidades requeridas en su sucesor, «rectitud», «valentía», «piedad», sin nombrar a nadie; los dirigentes de las castas se transformaban entonces en electores para nombrar al miembro de la dinastía que juzgaran más conforme a esas vagas exigencias; si no conseguían ponerse de acuerdo, el jefe de los magos tenía la última palabra, «después de consultar con los ángeles». Ésta era la tradición consignada en los escritos santos y confirmada por el fundador del Imperio.

Tratándose de Sapor, se habría esperado que designara en vida a su sucesor y que, incluso, le dejara participar en el poder, como Artajerjes había actuado con él. Pero no lo había hecho. Sin duda porque había guardado un recuerdo amargo de aquella época en la que entre su padre y él se había instalado una solapada aversión; apenas le nombró, Artajerjes comenzó a odiarle, como si leyera en su mirada su propia muerte, y es posible imaginar que Sapor temiera vivir la misma experiencia con su propio heredero. Quizá también dudara hasta el final con respecto a la persona que debía designar. ¿No decían que, durante su última enfermedad, había convocado a los tres futuros electores para retirarles los mensajes que les había confiado unos años antes y reemplazarlos por otros, más conformes a su reciente cambio de sentimientos?

En el salón del Trono, la cortina estaba cerrada para ocultar la corona suspendida. En el lugar donde acostumbraban a prosternarse los visitantes se levantó un túmulo funerario algo inclinado, a fin de que la cabeza del soberano permaneciera en alto. A su alrededor estaban los magos, incensando y rezando, y en sus sitios acostumbrados, la gente de la corte. La multitud estaba fuera, en los jardines del palacio y cerca de la verja. Los ciudadanos contemplaban la sigilosa agitación de los poderosos y se divertían intentando adivinar el nombre de su futuro señor.

Por fin se abrió la sala de los conciliábulos. Los tres dignatarios salieron en el orden que convenía a su rango, primero el gran mago Kirdir, luego el decano de los guerreros y a continuación el jefe de los escribas. Cada uno de ellos llevaba sobre las palmas de las manos abiertas un cilindro de pergamino con los sellos rotos que desenrollaron a la vez, aunque sólo Kirdir lo leyó en voz alta, mientras sus compañeros se contentaban con verificar su copia con los ojos.

– «Yo, el adorador de Ahura Mazda, Sapor, rey de reyes del Irán y del No Irán, hijo del divino Artajerjes, he conquistado más regiones de las que pueda nombrar y he servido a la divinidad con dedicación. Quiera el Cielo que permanezca mi recuerdo.

»En esta hora en que me dispongo a partir a la réplica celeste de mi Imperio, junto a mis gloriosos predecesores, he elegido confiar el cetro y la corona al más merecedor de los miembros de la dinastía, mi hijo bienamado…»

El mago se aclaró la garganta y el silencio, ya total, se hizo más resonante.

– «… mi hijo bienamado, el divino Ormuz, gran rey de Armenia, que ojalá adquiera el mismo renombre de valentía…»

Las últimas palabras se perdieron en la algarabía de las aclamaciones. Los cortesanos no tuvieron ojos más que para la fila de los príncipes, primero el nuevo soberano que, instintivamente, dio dos pasos hacia adelante, y luego su hermano mayor Bahram, que se apoyó sobre el hombro más cercano, intercambiando una breve mirada con Kirdir, que esbozó un rictus de impotencia.

Mani también estuvo a punto de desfallecer, pero por otras razones. Hasta ese instante, estaba persuadido como todos los súbditos del Imperio, de que el trono correspondería a Bahram, quien recientemente se había acercado a su padre y que gozaba del apoyo de los magos, mientras que Ormuz vivía casi en desgracia en su lejano reino de Armenia, en tan malos términos con el rey de reyes que no habría pensado siquiera en venir a verle si no se hubiera enterado de que estaba moribundo.

Aquella misma mañana, al ser informado de la desaparición del anciano soberano, Mani había tenido la impresión de que el mundo que le rodeaba se ensombrecía. Las persecuciones se habían intensificado a lo largo de las semanas anteriores, incluso en la capital, aprovechando la enfermedad de Sapor, quien seguía siendo la última defensa frente a los fanáticos, poco efectiva, pero siempre leal a su promesa de protección.

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