Entretanto, a cada campaña sucedía otra y las victorias se multiplicaban. Como otras tantas amantes, cada ciudad se sentía celosa de los esplendores de la que le había precedido. Tan pronto fundadas como abandonadas, muchas de ellas, destinadas a la perennidad, volvían a ser huertos o pastos. Señaladas sólo con una estela, esperaban en el tiempo inmóvil la pala hábil de algún arqueólogo.
Ésa fue la suerte de la nueva metrópoli proyectada en las inmediaciones de Edesa, en el mismo lugar donde Valeriano fue apresado.
Al día siguiente del combate, tuvo lugar una ceremonia para consagrar el sitio, presenciada, como invitado fetiche, por el César cautivo en persona atado a un poste, anonadado, tembloroso, ignorante aún del epílogo de su destino y temeroso quizá de que la ceremonia preludiara su inmolación. Llevaba enrollada al cuello una cadena de plata que iba a perderse bajo el estrado donde Sapor se pavoneaba.
Los magos oficiaban, después de llegar en procesión. Incienso, danzas, salmodias relativas al Avesta para los oídos iniciados, murmullos de encantamientos para domeñar a los profanos, cada soplo estaba inscrito en las tablillas de los precursores. La asistencia se dejaba hechizar.
Fue a Kirdir, el primero de los magos, a quien le correspondió pronunciar el sermón. Dio gracias a Ahura Mazda por haber concedido la victoria a sus adoradores y al primero de entre ellos, al más noble, al más piadoso, al más sagaz.
– ¡Gloria al ser divino que ha conducido a nuestra raza hacia este triunfo y ha degradado a los infieles!
– ¡Gloria! -aullaban todos los pechos.
– ¡Que sea eterno aquel que se ha elevado por esta victoria al rango de los más majestuosos soberanos del pasado!
– ¡Que sea eterno!
E1 monarca estaba radiante, altanero, seguro de haber merecido ese triunfo y esas ovaciones.
Pero la homilía se había convertido en arenga.
– ¿Qué victoria habríamos conseguido si, ¡no lo quiera el Cielo!, el divino señor del Imperio en lugar de escuchar a las voces sabias de la Religión Verdadera hubiera prestado oídos a la palabrería de los herejes, de los renegados y de los traidores? ¡Bendito sea el oído que sabe distinguir en todas las cosas lo verdadero de lo falso!
– ¡Bendito sea!
Los ojos de Mani buscaron los de su protector. Sólo él podía, con un gesto o con una simple mueca de irritación, imponer silencio a Kirdir, pero los ojos de Sapor estaban clavados en el mago y parecía que, por una vez, le escuchaba sin disgusto.
Alentado, el predicador se ensañó:
– ¡Maldita sea la boca venenosa que ha intentado sembrar la confusión en las almas nobles en el momento de la decisión suprema!
– ¡Maldita sea!
Los rasgos del monarca seguían sin mostrar la menor señal de irritación. Ahora el hijo de Babel le miraba de frente, con un resto de imploración y un comienzo de rebeldía. Como desfilan los recuerdos a la hora de la muerte, las imágenes de su amistad desfilaban por su mente, confesiones, promesas, confidencias, un mundo que iban a construir juntos, juntos contra los magos. Y ahora, este silencio. Y sus ojos que le abandonaban.
– ¡Condenado sea el traidor hereje, enemigo de la dinastía y de la Religión Verdadera!
– ¡Condenado sea!
– ¡Que sean aniquiladas las bestias maléficas que reptan a los pies de los seres divinos!
De pronto, resonó una voz como un trueno:
– Mago de Media, ¿tendré que hacerte tragar tu padham para no oír más tus imprecaciones?
No era Sapor quien había hablado y aún menos el hijo de Babel; ese lenguaje no era el suyo. Kirdir interrumpió súbitamente su perorata. Su mirada vagaba de un lado a otro.
– No busques a derecha e izquierda -dijo la voz-, soy yo, Ormuz, hijo del divino Sapor y uno de los que han combatido. Esa victoria que tanto celebras, fui yo quien la consiguió, fueron mis caballeros, mis compañeros de armas, que murieron como mártires. Y tú te sirves de su sangre para saciar tus mezquinas venganzas. Así es como sois, magos de Media; como los buitres esperáis a que los guerreros sean expuestos en las torres mortuorias para saciaros con sus cadáveres. ¿Cómo osas ofender los oídos de nuestro señor con esas palabras infames con respecto a un hombre que él ha tomado bajo su divina protección?
Ahora era el turno de Kirdir de implorar con la mirada una reacción de Sapor, quien al fin se decidió a intervenir. A una señal suya, el encargado de la cortina se inclinó y escuchó. Luego se incorporó para comunicar las frases del soberano.
– No es el momento de disputas sino de celebraciones. Hemos conseguido una victoria que nuestros hijos evocarán con orgullo hasta la trigésima tercera generación. El señor ordena que se festeje durante diez días en el ejército y en todo el Imperio. Que todos olviden las vanas rivalidades y cualquier palabra hiriente que haya podido proferirse en un momento de abandono. Nuestro señor se ha mostrado clemente hacia todos vosotros en este día de felicidad, pero que vuestras lenguas no se arriesguen más a ofender sus oídos.
La corte entera tenía el rostro contra el suelo. Sólo Valeriano estaba de pie, de pie entre sus cadenas.
Sapor jamás perdonó a Mani que hubiera estado a punto de privarle de la más hermosa victoria de su reinado, como Mani no perdonó a Sapor su mutismo frente a las invectivas de Kirdir. La amistad entre ellos se había roto. Sin duda era antinatural, sin duda nunca había estado exenta de cálculo. Sin embargo, no sería justo pensar que el rey de reyes había permanecido siempre insensible a los ideales del hijo de Babel. ¿Convergencia de intereses? Sí, pero también encuentro de esperanzas y un verdadero afecto.
Por otra parte, de todo ello quedaría algún rastro. A pesar de la ruptura, el soberano no retiró su protección a Mani y a los suyos. Cuando un Elegido era condenado después de un breve proceso por herejía o apostasía ante un tribunal de magos, cuando los fieles eran expulsados de una ciudad y sus casas incendiadas, lo que ocurría cada vez con mayor frecuencia, el hijo de Babel encargaba a alguno de sus allegados que efectuara una gestión urgente en la cancillería o ante el darbadh que dirigía la casa imperial. En cuanto le llegaba el mensaje, el rey de reyes recordaba en público su edicto de protección. Entonces, la represión se suavizaba, aunque poco después se reanudara bajo otras formas o en otras regiones del Imperio. No cabía la menor duda de que el soberano habría podido actuar con más rigor y con más firmeza, mediante algún castigo ejemplar, como el que infligió antaño a su hijo Bahram, y poner así fin a las persecuciones en lugar de contentarse con atemperarlas, pero su entusiasmo protector se había entibiado y la culpa debía atribuirse tanto a la vejez como al resentimiento.
El propio Mani tampoco acudía ya al palacio. Por otra parte, rara vez estaba en Ctesifonte. Había reanudado sus periplos de Mensajero a través del Imperio. Iba con frecuencia a Armenia, donde Ormuz seguía teniendo para él las mismas atenciones filiales. El hijo de Babel jamás volvió a pedir audiencia al rey de reyes y Sapor tampoco le volvió a convocar.
Sin embargo, hubo una excepción. Habían pasado once años y Mani se encontraba en Susa cuando un emisario fue a llamarle para que acudiera ante el monarca, quien había instalado sus cuarteles de invierno en su residencia de Beth-Lapat
No sin nostalgia volvió Mani a la ciudad por la que había comenzado en otro tiempo su periplo por el Imperio sasánida. La aldea conservaba entonces su viejo nombre bíblico y su irrisoria fortificación de adobe que había que consolidar cada vez que llovía. Fuera de las murallas se extendían hasta perderse de vista los campos de pistacheros que constituían su modesta riqueza. Los proyectos del señor del Imperio apenas eran más que un rumor que los habitantes propalaban con entusiasmo y orgullo, sin atreverse a creer demasiado en semejante bendición.
Cuando el hijo de Babel volvió allí, el lugar estaba irreconocible. ¿Qué quedaba de la antigua aldea? Un bosque de ladrillos desportillados y renegridos, como acurrucado en un pequeño espacio, carcomido por todos lados, desmoronado. A su alrededor, una construcción sin fin, palacios con sus dependencias para los animales, templos para los altares del fuego, avenidas pavimentadas y bordeadas de arbolillos desmedrados, cuarteles para la tropa… y todo el conjunto rodeado por una muralla con torres almenadas, nueva y blanqueada como para una fiesta.
La ciudad se llamaba ahora Gundeshabuhr. En todo caso, éste era el nombre oficial, pero los nativos se resistían a llamarla así. Para ellos, su pueblo sería siempre Beth-Lapat. En cuanto a la ciudad nueva, donde sólo se aventuraban a ir por necesidad, la llamaban «Bil», por el nombre del arquitecto que la había concebido. Denominación socarrona y reprobadora que nadie habría osado repetir ante el rey de reyes.
Si la orgullosa hospitalidad de la gente de Beth-Lapat se había transformado en hostilidad era porque su terruño estaba ahora hollado por dos razas de animales de rapiña. Los soldados primero -¿cómo sacar adelante una familia, cómo comerciar honradamente, teniendo por vecindad unos campamentos de barracas que todas las noches vomitaban sus cohortes de borrachos?-. Y luego los grandes del reino, ya que apenas el soberano reveló sus deseos con respecto a la ciudad, los príncipes, los ministros, los secretarios, los grandes eunucos y los decanos de las castas acudieron en tropel y se apropiaron a mísero precio de las mejores tierras. El capital estaba donde estaba el soberano y los cortesanos lo seguían, con sus murmullos, sus intrigas y sus prelaciones.
El palacio encargado por Sapor fue terminado en veinte meses. Verdad es que miles de prisioneros trabajaron en su construcción, no solamente peones, sino también hábiles artesanos, maestros albañiles, maestros soladores, ebanistas, grabadores y tapiceros, capturados la mayoría en Nisibe, Hatra y Singare, así como en otras ciudades comerciales, en el transcurso de las diversas campañas que efectuaron las tropas sasánidas en los confines del Imperio Romano. Gracias a esos constructores que fueron llevados a la fuerza, pero que, a pesar de todo, trabajaron concienzudamente, el palacio podía compararse sin desdoro con el de Ctesifonte. Quizá la bóveda del salón del Trono fuera algo más baja, pero estaba adornada más delicadamente, y las hendiduras por las que pasaba la luz eran un prodigio de fineza y de habilidad, al destilar, cada hora del día, los rayos más brillantes que avivaban todos los colores sin deslumbrar, iluminaban sin calentar y dejaban que entrara permanentemente una brisa fresca y susurrante. Antes de acudir al palacio, Mani comenzó por visitar, en la ciudad vieja, el lugar de culto donde se reunían ahora sus fieles. Los artistas locales habían pintado las paredes a la manera del Mensajero, cuyo arte creaba ya escuela, y en el ábside, a modo de altares, había tres libros sobre sus atriles, abiertos como unas manos con las palmas hacia el cielo. En cuanto hubo terminado las plegarias y el sermón, la gente se apresuró a presentarle su rosario de infortunios, a fin de que los transmitiera al soberano. Mani se compadeció con un suspiro de impotencia. «El amor de los reyes es apenas menos devastador que su odio -murmuró-. ¡Dichosa el agua que nadie bebe! ¡Bienaventurado el árbol que florece lejos de los caminos! Pero ¿cómo podría conocer él su felicidad?»