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– Es inútil que me expongas tu doctrina en esa materia, ya que yo podría perfectamente ser de tu misma opinión. Soy el rey de reyes y no necesito invocar una casta o una raza, son ellas las que me invocan a mí. Pero si bien estamos luchando contra los magos, no podemos perder la adhesión de la casta de los guerreros al mismo tiempo. Los guerreros son todos los gobernadores de provincias, todos los comandantes del ejército, todos los príncipes. Si toda esa gente se pusiera del lado de los magos, te aplastarían, tu esperanza sería barrida, y ni siquiera yo, Sapor, rey de reyes, señor del Imperio, podría hacer nada por ti. Quizá, incluso, fuera arrastrado en tu caída. Cada vez que hablas, ganas para tu causa a letrados, artesanos, burgueses, esclavos también, me han dicho, y muchas mujeres y muchos extranjeros. Pero esos adeptos no servirán de nada a la hora del gran enfrentamiento.

Luego prosiguió sin recuperar el aliento, pero con una voz súbitamente sigilosa y ligeramente turbada.

– Esta mañana he dado órdenes que te conciernen. En cada uno de mis palacios habrá un puesto para ti. En la sala de audiencia y también en mi consejo privado. Allí donde yo vaya, tú me acompañarás.

– Tengo que dar un mensaje a las naciones…

– Tus discípulos lo harán en tu nombre. De ahora en adelante formas parte de mis allegados. Tu periplo será una marcha triunfal, sin incidentes humillantes, sin provocaciones ni refriegas ni alborotos. Quiero que hombres de todas las castas y de todas las razas se reúnan a tu alrededor, pero sobre todo, guerreros, príncipes, sátrapas… quiero que ganes adeptos incluso entre los magos. Si lo consigues…

Sapor se interrumpió, pareció vacilar una última vez y luego, por una especie de pudor o algún sentimiento similar, bajó súbitamente los ojos en el momento de concluir:

– Si lo consigues, se promulgará un edicto para anunciar que el rey de reyes ha decidido abrazar la religión de Mani.

De su primera visita al palacio, que le daba solamente el derecho a predicar, Mani había salido con aire exultante y paso de conquistador. De su segunda entrevista, a pesar de que el rey de reyes le había prometido convertirse y le había pedido que reuniera a todos sus súbditos en torno suyo y de su mensaje, salió abrumado, como si llevara a la vez la cruz de Cristo y la corona de los sasánidas.

¿Qué le sucedía? ¿No se estaba acercando su mayor esperanza cien veces más deprisa de lo esperado? Mañana, el rey de reyes; pasado mañana, el Imperio; pronto sus ideas animarían a la humanidad entera. Ya no era solamente un sueño solitario, una promesa de su «Gemelo» a la orilla de un canal del Tigris. Él no era ya ese vagabundo mendicante, sembrador de palabras; el triunfo estaba al alcance de su mano.

Sin embargo, fue a encerrarse en la habitación que aún ocupaba en casa de Maleo cada vez que pasaba por Ctesifonte. Aquel día no volvería a salir de ella, como tampoco al día siguiente; permanecía postrado en el ayuno y la contemplación, sin dirigir una palabra tranquilizadora a la multitud de adeptos que poblaban cada rincón de la casa y del jardín. Sólo Denagh se atrevió a entrar un momento para, sin el menor ruido, depositar un cántaro de agua en el alféizar de la ventana cerrada.

Extraño, a decir verdad, y desconcertante, ese encuentro entre él, el niño cojo del palmeral y Sapor, al que las inscripciones llamaban «descendiente de los dioses, noble hermano del Sol y de la Luna, señor de los cuatro horizontes…». ¿Qué parentesco podía haber entre ellos, qué connivencia, qué intimidad, qué pensamiento común? Sin embargo, el monarca había esbozado gestos de excusa; sin embargo, había enrojecido y había apartado los ojos y luego, para ocultar su timidez, había huido en cuanto hubo confesado su deseo de abrazar su fe.

¿Abrazar la fe de Mani? ¿Convertirse? ¿Él, el rey de reyes, se pondría de rodillas y rogaría a Mani que le bendijera mediante la imposición de manos? ¿No sería aquello un enorme y cruel engaño?

Una vez más, la perplejidad del hijo de Babel desembocó en un diálogo con su «Gemelo» que le dijo con el más firme de los tonos:

«¡Sapor tiene más ambiciones para ti que las que tú tienes para ti mismo! Hoy por hoy, es el hombre más poderoso de la Tierra, sus ejércitos son capaces de vencer a los de Roma y a los de China; ya se da el título de soberano de Oriente y de Occidente y se considera sucesor de Alejandro. Y tú, Mani, has venido a anunciarle que ha comenzado una nueva era. ¡Desearía tanto que fuera verdad! El hecho de que la Revelación haya coincidido con el principio de su reinado, ¿no es una señal del Cielo, dirigida a él, Sapor, para asegurarle que sus ambiciones son legítimas y conformes a los designios de la Providencia? Quiere creer en ti, quiere que seas el digno sucesor de los profetas más santos, que seas igual que Zoroastro, e incluso más grande que Zoroastro. ¡Después de todo, los príncipes que reinaban en tiempos de Zoroastro no eran más grandes que Sapor!».

– ¡Sería el adorno del reinado de Sapor!

«¿Por qué no podría ser él el instrumento de tu reinado? ¿Y por qué hablas de adorno? Este monarca quiere que le ayudes a reducir el poder de los magos, y te necesita para establecer la armonía entre las comunidades que gobierna. Cuando haya conquistado todas las tierras que codicia, cuando tenga bajo su autoridad tantos pueblos diferentes, ¿cómo podrá mantener la cohesión del Imperio? ¿Imponiendo a todos la religión ancestral de los persas y construyendo por todas partes templos del fuego para que la arrogancia de los magos sea aún más ostentosa? ¿Dejando proliferar a los sectarios de los dioses únicos, todas esas religiones celosas y pendencieras que preparan para el Imperio y para todos los Imperios milenios de fuego y de sangre? Sólo tú, Mani, puedes evitar ese extravío de los hombres.»

– Este rey quiere conquistar el mundo con las armas, ¿y yo tengo que asociarme con él, yo que detesto herir la corteza de una higuera?

Cuando al cabo de tres días salió al fin de su retiro, Mani no conservaba en sus palabras ni en su voz ningún rastro de las dudas que le habían asaltado. A los aún numerosos fieles que le esperaban les anunció que el triunfo estaba próximo, que estaban en vías de ganar el Imperio y que, debido precisamente a esa esperanza, el mensaje debía llegar sin demora a los pueblos más alejados. Pidió a sus mejores discípulos que se desperdigaran por las provincias de los cuatro imperios, desde China hasta Egipto y Axum, y desde Roma hasta Palmira. «Las antiguas religiones estaban destinadas a una sola región, a una sola lengua. Mi religión es de tal manera que debe manifestarse en todas las regiones y en todas las lenguas a la vez…»

Él mismo, menos libre ahora para desplazarse, comenzó a escribir con frenesí cientos de epístolas, himnos, salmos, y libros que no se contentaba con caligrafiar de su propia mano, sino que adornaba, ilustraba y cubría de dorados, la única circunstancia en la cual se dignaban sus dedos tocar el oro.

De este periodo data una de las obras más asombrosas de todos los tiempos, un libro que Mani tituló simplemente «La imagen», y en el cual explicaba el conjunto de sus creencias mediante una sucesión de pinturas, sin recurrir a las palabras. ¿Qué mejor manera tenía de dirigirse a todos los hombres más allá de las barreras del lenguaje?

Cinco

Desde ese momento, la silueta de Mani formó parte del paisaje de la corte. Si alguna vez desaparecía para celebrar una reunión con sus fieles, Sapor le mandaba llamar, hasta tres veces en el mismo día, a fin de consultarle sobre todo lo que turbaba su espíritu de hombre y de soberano, ya se tratase de su salud, de los astros, del humor de su hermana y esposa Azur Anahít, de las perfidias cotidianas de los magos o de las relaciones entre el Imperio y las otras potencias, sometidas o adversarias.

A la cabeza de éstas estaba Roma, eterna rival de los partos y luego de los sasánidas. Su historia no estaba hecha de ímpetus dinásticos, pero los más grandes entre sus emperadores ambicionaban, como Sapor y antes que él su padre Artajerjes, reunir bajo sus águilas de bronce las dos vertientes del mundo.

Romanos y persas, dos olas enemigas a las que una obsesión común condenaba a rodar impetuosamente la una hacia la otra, a estrellarse la una contra la otra.

Los sasánidas, cuyas tierras se adentraban hasta muy lejos en las estepas de Asia, habían querido que una región ajena a su cultura y a sus cultos, esa Mesopotamia semita y ya parcialmente cristianizada; su sueño era desplegar sus estandartes sobre todas las tierras situadas entre el Tigris y el río Strimón, cerca del cual nació Alejandro, a fin de que un día Ctesifonte no fuera ya una frontera del Imperio, sino su centro.

En esa misma época, Roma estaba totalmente vuelta hacia el Oriente, el Oriente que ella idolatraba, divinizaba, y del que esperaba gloria y salvación. Por eso, elevaba al poder a los pretorianos que llegaban de Siria o de Arabia, sus escasos filósofos estaban formados en Egipto y aceptaba que se difundieran creencias tales como las de Adonis, de Hermes Trismegisto, de Mitra el indoiranio, del Sol Invencible de Emesa e incluso, la más improbable de todas, la de un activista judío que antaño se había rebelado contra Roma. Por añadidura, se acariciaba la idea de construir, no lejos del Ponto Euxino, en la unión de Europa y de Asia, en el emplazamiento de la antigua colonia griega de Bizancio, una segunda capital para el Imperio, una metrópoli con porvenir que algunos se atrevían ya a llamar -¡oh presunción sacrilega!- la nueva Roma.

De las dos potencias que se disputaban el mundo, ¿cuál prevalecería? La ola sasánida tenía sus oportunidades. Mientras la autoridad de la «divina dinastía» se afirmaba bajo la égida de los reyes fundadores, Roma se disolvía en la anarquía. Sólo durante los reinados de Artajerjes y Sapor se habían sucedido veinticuatro cesares, como si a modo de cetro se transmitieran un mango de puñal. Los ciudadanos llegaban a desconocer el nombre de su soberano del momento y las legiones no sabían a quién obedecer; en cuanto la Ciudad aclamaba a un nuevo emperador, otro militar, en las Galias, en Dacia o incluso en Italia, se había rebelado ya. Hacía tiempo que las aguas del Rubicón habían perdido su virginidad.

Si unos bárbaros tales como los hunos, los sármatas o los alanos amenazaban alguna provincia sasánida, el rey de reyes enviaba contra ellos a un caballero de alto linaje, un valiente spahdar, quien, una vez terminada su misión, se apresuraba a ir a prosternarse con orgullo a los pies de su soberano para recibir algunas palabras de elogio y una túnica de honor. Por el contrario, cuando esos mismos bárbaros o los persas asaltaban el limes del Imperio Romano, el emperador sentía que se resbalaba ya de su trono. No era difícil prever que cuando las legiones hubieran rechazado al enemigo, su comandante, aureolado por su reciente gloria, marcharía sobre Roma para apoderarse del poder. Y si no lo deseaba ni tenía la audacia para hacerlo, lo que constituía una excepción, sus centuriones le proclamaban imperator a pesar suyo. La única salida para todo sucesor sagaz de Augusto era ponerse en persona a la cabeza de sus tropas con la esperanza de recibir con sus propias manos los laureles del triunfo; pero apenas se hubiera alejado de la Ciudad, comenzarían las conspiraciones.

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